Peligro de extravío
Me preocupa que rehuyamos temas en las conversaciones y que, si no lo logramos, nos veamos enzarzados en discusiones agrias
A primeros de año —en otra vida—, aproveché esta página para hablar de “El amigo extraviado” de juventud, Nacho Amado Díaz-Varela, e intentar que se dignara poner remite o apuntar su número en los sobres que desde hace lustros me envía por Navidad. Expliqué lo que sabía de él en la actualidad, bien poco, y en qué consistían esas peculiares misivas que siempre me hacen reír. El personaje intrigó a la gentil Belinda Saile, que con gran paciencia, escrupulosidad y eficacia se encarga de recibir y revisar estas columnas dominicales. Para mi suerte, me ha salvado de alguna metedura de pata o inexactitud. También intrigó a unos cuantos lectores, y la pregunta recurrente fue: “¿Ha dado señales tu amigo esquivo?” A Belinda hubo de responderle que no, ninguna reacción. Pero ahora, “fuera de temporada”, me llega un nuevo sobre como los habituales, y al menos me dice lo siguiente: “Acabo de leer tu conmovedor artículo y no te imaginas lo feliz que me ha hecho”. Claro que con él nunca se sabe lo que dice con ironía o guasa. Y añade: “Es que me fui a Oriente en enero… Al poco, cerraron todo: Internet cafés, locutorios telefónicos, incluso oficinas de Correos… Así hasta que fuimos repatriados hace apenas dos meses por la embajada”. Y ahí concluye lo explicativo; el resto de sus hojas combina las acostumbradas anécdotas y citas remotas con fotos de prensa involuntariamente hilarantes. Sólo una referencia más a lo de hoy: con gracia anota: “Esta catástrofe ha despertado vocaciones dormidas; el ‘No hagan grupos’ de la dictadura; el ‘No salgas tanto’ de las madres; el ‘Póngase a metro y medio’ del misántropo; el ‘Póngase la mascarilla’ del hipocondriaco”. Pero, tercamente, el único remite reza: “Natchez, Mississippi”, en alusión a su nombre de pila. Así que continúa su evasividad.
Como siempre, sus apariciones epistolares me llevan a pensar en las amistades nebulosas y en las definitivamente perdidas. En ciertos casos uno conoce el porqué con nitidez. Enfados, ingratitudes, traiciones, o inquinas súbitas o maduradas, o lo que uno percibió como tales. En otros hubo sólo decepción o enfriamiento o desavenencia en una cuestión o dos. Insuficientes para una ruptura en regla (o con portazo), pero bastaron para el distanciamiento. En otros no hubo ni eso, sino el convencimiento de que alguien nos resultaba “tóxico” (por recurrir a palabra de moda), o de que nosotros se lo resultábamos a ella o a él. Nos apartamos o nos apartaron, en silencio y con discreción. Quienes escribimos en prensa corremos mucho más riesgo de enajenarnos amistades que la mayoría. A mí me cuesta seguir profesando afecto a quien me parece que firma vilezas, y a otros les será imposible profesármelo a mí si juzgan que las vilezas las firmo yo. Cada vez creo más que deberíamos abstenernos de publicar opiniones, o que sería aconsejable limitarse a piezas amables y evocativas e inanes. El riesgo es grande, sí: me confieso incapaz de mantenerle la estima intelectual incluso a quien habla de películas, series y libros (territorios nada pantanosos), si califica de obras maestras las que yo he encontrado narcisistas o aborrecibles, o ataca ácidamente las que yo he disfrutado y admirado. Más pantanosa es la política, obviamente, y el actual grado de enfrentamiento entre los partidos, y la consiguiente abnegación o servilismo de algunos columnistas y tertulianos, induce a prescindir de todo respeto hacia gente que antes se apreciaba, aunque fuera en la discrepancia. Me preocupa que empiece a pasarnos lo que lleva ya casi un decenio sucediendo en Cataluña y ocurrió durante muchos en el País Vasco: que rehuyamos temas en las conversaciones, y que, si no lo logramos, nos veamos enzarzados en discusiones agrias rayanas en lo insultante.
Lo más misterioso, con todo, son esas amistades que se diluyeron sin motivo, o sin ninguno de los mencionados. Gente que estuvo cerca, casi en nuestra cotidianidad, y que paulatinamente desapareció de nuestro horizonte, o desaparecimos nosotros del suyo. A menudo la culpa fue del trabajo, de esa frase que todos hemos pronunciado: “Estoy ocupadísimo, sin tiempo para nada. Pero a ver si quedamos”. La última frase se la lleva el viento las más de las veces, y al cabo de unos años nos preguntamos con estupor e incomprensión qué será de Fulano o Mengana y cómo les irá, y cómo es que primero dejamos de vernos, y luego de escribirnos o hablarnos. A ese grupo pertenece “el amigo extraviado”, a quien agradezco que al menos establezca contacto de tarde en tarde, así sea unilateral. No son estos buenos tiempos, con el virus, para interesarse por los “desperdigados”. Hace tanto que no veo a tantos de mis próximos que hasta llamarlos se me hace un mundo: sé que ponernos al día supondrá cuarenta minutos de teléfono como mínimo. La gestión española de esta plaga es tan desastrosa y caótica que no sólo están en peligro la salud, los empleos, la economía y el precario equilibrio mental. También nuestras personas queridas. Hasta a ellas, a este paso, las podemos extraviar.
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