Las malas calles de El Polaco
La historia de Cristiano Persico, un joven de 30 años de la periferia napolitana que sobrevive con pequeños delitos y la venta de refrescos en un parque, retrata un instante de la tormenta que se cierne sobre el sur de Italia tras la devastación social y económica del coronavirus.
El Polaco entorna los ojos y le da una calada lo más honda que puede al cigarrillo de crack. La segunda vez aguanta el humo en los pulmones hasta que tose y lo expulsa de golpe. Las pupilas dilatadas, la frente sudada, media sonrisa helada. Son las 17.30 de una tarde de julio, el sol aprieta y por la noche juega el Nápoles contra el Verona a puerta cerrada. Si gana, hará caja. Los primeros amigos llegan al parque, se saca la camiseta y termina de montar una mesa con dos caballetes donde coloca cacahuetes, ganchitos, gominolas. En un barreño con hielo flotan refrescos, agua y cerveza Tennent’s. Densa y pesada, a pocos puede gustarle ese sabor. Pero tiene 9,5 grados y una misión específica: con dos y un par de caladas te vuela la cabeza. Uno de los colegas saca el retrato plastificado de su padre fallecido hace un año y afila tres rayas de coca encima con su tarjeta sanitaria. Pasa una señora con el perro y evita volver la cabeza. Si el día va bien para Cristiano, se sacará 40 o 50 euros. Mejor eso que seguir vendiendo coca o hachís en la calle ahora que ya tiene dos hijas y está a punto de mudarse a un piso ocupado para el que ya ha adelantado 500 euros.
—Un blindado. Eso deberíamos hacernos entre cuatro o cinco. Nos sacaríamos 150.000 euros… No hay agallas —, fantasea uno de sus amigos sentado en el respaldo de un banco.
El pasado noviembre, cuando su novia ya estaba embarazada de cinco meses, una pareja de carabinieri llamó a la puerta de casa. Aquí se sabe todo y él se ha pasado la vida trapicheando. Ropa falsa, asaltos, tirones, armas. Esos días vendía hachís y coca y trabajaba también con uno de los camellos del barrio. Despachaban la droga y le pagaban 200 euros al clan que controla la zona. Funciona así, les das una mordida mensual o se la compras a ellos. Antes había que lidiar con una familia para todo el barrio. Era más fácil. Hoy hay chavales con armas en cada esquina. La policía se lo dejó claro: paraba o se lo llevaban a la cárcel de Poggioreale, donde ya pasó un par de semanas con 20 años. Le prometió a Giusy que lo dejaba. También que no volvería a tocar la coca. Fue así como empezaron los problemas.
Primer acto. El maligno
Cristiano Persico nació dos minutos después de las doce de la noche del 25 de diciembre de 1989 en la clínica Vesubio, a las afueras de Nápoles. La criatura, de apenas tres kilos, se asomó al mundo casi el mismo día que Jesucristo. Pero su madre dice que ella alumbró a un anticristo, a “un tumor maligno”. Él sonríe en la cocina de casa, mientras la cafetera silba, y amasa un trozo de hachís con las yemas de los dedos. Son las 12.37 y acaba de poner un pie fuera de la cama. Bosteza, cierra los ojos y descubre en los párpados las palabras “Good” y “Night” tatuadas; en la nuca, una guillotina; en la sien, un cuchillo de carnicero, un murciélago. La noche terminó bien, estuvo hasta la una de la madrugada en el parque. Se puso un par de rayas de cocaína en el asiento trasero de un Fiat Punto azul marino, vendió ganchitos, cerveza y botellines de agua. Así se gana la vida ahora. Tiene dos preciosas hijas —de siete años y de cuatro meses— que alimentar, aunque ninguna de las dos madres quiere verle ni en pintura. Demasiadas promesas rotas. El problema es que El Polaco, como le conocen todos desde que era un crío en Ponticelli, un barrio humilde de la periferia este de Nápoles, aprendió la calle demasiado temprano. Y la pandemia lo ha complicado todo.
Blancuzco, corpulento y barba pelirroja, nació en una familia pobre con cuatro hijos. Su madre es ama de casa y vende cigarrillos moldavos a través de la ventanilla de la cocina: saca 50 céntimos por cajetilla. Hoy fumar es un lujo en un barrio así. Su padre trabaja de noche en un aparcamiento del Vomero, un barrio de clase media alta de Nápoles enfilando una pequeña colina desde donde se ve el mar y el Vesubio. Hoy es un fantasma que entra y sale de casa. Pero fue algo distinto en otro tiempo. Durante años, fabricó explosivos caseros para celebraciones, una de las grandes pasiones napolitanas. Su preferido era “la pelota de Maradona”. Nada de cursiladas que encienden palmeras de colores en el cielo. Dejaba un cráter en el jardín de casa. Ruido, bomba, onda expansiva, recuerda con todo el orgullo que cabe en media sonrisa. Viajaban juntos a menudo hasta Bari, Roma o Lecce. Cargaban hasta arriba el coche de artefactos para los clientes y se santiguaban para que nada saliera mal en el trayecto. La policía descubrió un día una tonelada de explosivos caseros en el garaje y encerraron a su padre. Hoy apenas hablan.
Segundo acto. El terremoto
Un barrio no nace solo. El 23 de noviembre de 1980, a las 19.34, la tierra tembló en Irpinia, un territorio entre Campania y Basilicata, dos de las regiones más pobres del sur de Italia. La sacudida fue de 6,8 en la escala de Richter y duró 70 segundos. Suficiente para enterrar vivas a 2.914 personas y destrozar centenares de miles de hogares en los alrededores de Nápoles. Aquel día comenzó una diáspora jamás vista de familias desposeídas que corrieron desesperadas a buscar techo en algunas periferias recién construidas en la ciudad. Barrios diseñados con la escuadra y el cartabón de una utopía urbanística importada del norte de Europa, convertida en un mal viaje arquitectónico cuando cristalizó en el sur de Italia. Las Velas de Scampia (icono de la serie Gomorra, de Roberto Saviano), diseñadas por el arquitecto Franz Di Salvo y hoy en proceso de demolición; San Giovanni a Teduccio, Volla, Miano o Ponticelli se transformaron a través de la llamada ley 219 en una constelación de estructuras de protección oficial, pisos ocupados, hambre y venta de droga controlada en su mayor parte por la Camorra. Las cicatrices de una catástrofe natural.
La familia de El Polaco se mudó a Ponticelli en 1983 cuando él no había nacido e Italia todavía discutía sobre cómo reconstruir el desastre. Buscaron casa y ocuparon unos bajos reservados para el espacio comunitario en la calle de Ernest Hemingway, una suerte de colmena de apartamentos públicos idénticos. Levantaron con sus manos un piso de unos 70 metros cuadrados, sin permisos ni licencias (hoy pesan en Italia unas 71.000 órdenes de demolición sobre viviendas parecidas), donde viven todavía con tres de sus cuatro hijos. Perla, la hermana pequeña, de 24 años, deambula por la casa agarrándose una panza de siete meses con las dos manos. Decidió tenerlo sola. Sonríe irónica. “¿El padre? Como si está muerto. ¡Pum!”, exclama apuntando con el dedo índice como con una pistola.
Ponticelli, el segundo barrio más poblado de Nápoles (75.097 habitantes), a solo siete kilómetros del céntrico Teatro de San Carlos, es hoy un cóctel de fracasos, mala suerte y un puñado de historias de gente honrada que pasaba por aquí en algún momento de su vida. Policías jubilados, desempleados, trabajadores que se desloman en las refinerías o las acererías de la zona y muchas familias que cuentan los días hasta final de mes para que la Renta Ciudadana del Gobierno ilumine el extracto de la cuenta bancaria. Entre 500 y 850 euros. El Ejecutivo italiano aprobó la medida en 2018, cuando todavía estaba formado por la Liga y el Movimiento 5 Estrellas. Buscaba dar dignidad a las clases más bajas. Pero también amarró el voto pobre en unas históricas elecciones donde un vendaval populista arrasó la Italia de los últimos 30 años. Hoy la perciben alrededor de 1,7 millones de núcleos familiares. Pero la pandemia ha aumentado hasta en un 12% las solicitudes, especialmente en el sur. Cristiano no ha votado en su vida. Y tampoco ve un euro de ese dinero, se queja a su madre mientras él embute bebidas en un congelador que tiene en la habitación.
Tercer acto. La calle
El Polaco se santigua cada vez que sale a la calle. No cree en Dios ni nada parecido, pero tampoco sabe si ese día volverá a casa. Le agobia que su mundo sea cada vez más pequeño, no ver ninguna salida cerca. No se puede perder siempre, protesta. Tragar solo derrota. Por eso a veces se enfada, pelea contra sí mismo. Tiene cortes en el brazo izquierdo, cuando las cosas no salen bien —y es bastante a menudo— se lesiona con una navaja. Estos días no termina de encontrarse a sí mismo, se siente atrapado. Es una sensación que empezó hace tiempo. A los 15 años, harto de coleccionar fracasos, tiró la primera toalla de un largo inventario de marcadores a cero.
El colegio del barrio, donde fueron todos sus amigos y hermanos, sirvió solo para curar el vértigo que la calle produce al principio. El nivel de abandono escolar en este tipo de barrios alcanza el 40% (en Italia, solo superado en enclaves rurales de Cerdeña). En la región de Campania, el 22% vive en condiciones de pobreza relativa y 7 chicos de cada 10 no han ido nunca al teatro ni han pisado una exposición. La universidad es un relato fantástico y el 31% de los chavales ni estudian, ni trabajan. El Polaco lo dejó después de repetir tres veces, luego comenzó a delinquir. Tirones de bolsos, móviles, escúteres. Nápoles es la ciudad con más delitos de este tipo. Más tarde empezó a vender hierba y cocaína. Hasta que llegaron los robos de neumáticos. Se hacía de noche: calzaban el gato, destornillaban las ruedas y dejaban el coche apoyado sobre cuatro pedruscos. Buen viaje. De 300 a 1.000 euros si era un todoterreno. En el barrio siempre fue un bala perdida. Todo el mundo le conocía, el de la tienda de embutidos, puede que también el de la casa de apuestas de donde se llevó 5.500 euros. “Eso sí fue un golpe”, masculla señalando hacia el cartel luminoso del local. Puede que muchos le hayan perdonado demasiado.
Una Beretta 7 milímetros, una Magnum plateada sin historial. A veces corre alguna por casa y juguetea con ella. Él no dispara. Dice que se la guarda a un colega. Favores a cambio de otros favores. En el barrio las cuentas de droga se ajustan a menudo con un tiro en la pierna. En italiano, siempre preciso en el vocabulario del delito, se resuelve con la palabra gambizzazione. “¿Ves?”. Le saca el cargador, apoya el cañón en la sien y aprieta el gatillo dos veces. Clack, clack. Antes siempre eran de fogueo, como la que usaron aquella vez que se fue todo al traste. La policía le detuvo con un colega. Tenían 20 años y vaciaron la caja de un supermercado con una réplica de revólver trucado. Iba a ser entrar y salir. Pero los cogieron 50 metros más allá y se los llevaron a la jefatura de policía. Les hincharon a bofetones con las esposas puestas y les encerraron 17 días en Poggioreale, una de las cárceles más duras de Italia con un problema de superpoblación descontrolado. Primera condena. Los otros tres meses los pasó en arresto domiciliario. Pensó mil veces en cambiar de vida.
El trabajo siempre se lo tuvo que inventar. Siguió la corriente y durante un tiempo recorrió toda Italia para vender merchandising falso a la salida de los conciertos. Nápoles siempre fue la meca de vendedores y productos de este tipo. Un universo que ha abierto un agujero de 10.000 millones de euros en la triturada economía italiana. Mecheros, bufandas, camisetas. Subía a los trenes de alta velocidad sin billete, procuraba que fueran siempre directos; así, cuando le trincaban, el revisor le bajaba ya en la otra punta de Italia y no tenía que volver a colarse. Siempre llevaba tres bufandas en la mano, 10 en el calzoncillo y otras 30 escondidas en algún arbusto. Él las pagaba a 1,20 euros y las vendía a 5. En una carpeta azul guarda más de 50 denuncias de aquella época.
Cuarto acto. La pandemia
El sur de Italia pasó de puntillas por la pandemia. Las cifras de contagios hablan de dos países distintos. Un norte devastado, donde lugares como Bérgamo han registrado un aumento de la mortalidad de hasta el 570%. Un territorio con un PIB per capita de 36.000 euros, el doble que en la mitad meridional. Lo de siempre. El Polaco aprovechó mascarillas hechas de jirones los primeros días. Hasta que la gente dejó de usarla. Ni él ni sus amigos conocen a nadie que se haya contagiado. Es la primera vez que el sur puede sacar pecho de algo, bromea. Pero durará poco. La onda expansiva social y económica es ya mucho más destructiva aquí que en el epicentro de la pandemia.
El Ejecutivo de Giuseppe Conte aprobó a mediados de mayo ayudas por valor de 55.000 millones de euros a empresas y familias. Pero se demoran y muchos de los trabajadores sometidos a expedientes de regulación de empleo, como los centenares de empleados de la Whirlpool de Ponticelli, están tardando en ver un euro. El debate sobre la conveniencia del fondo de recuperación de la Unión Europea o la utilización del Mede jamás trascendió aquí, el lugar con mayores urgencias. En el sur no hay trabajo, el paro es tres veces mayor (16,2%) que en el norte y vuelve el conflicto social. Comienzan las revueltas en los pueblos cercanos a Nápoles como Mondragone. Y cada uno lo nota a su manera. También en el negocio de la droga.
Un coche abandonado junto al portal de El Polaco fue durante años el escondite para todo lo que vendía. Piezas de kilo, bolsas de hierba. A veces también paquetitos de coca bien escondidos entre la gomaespuma de los asientos o en un falso fondo de la guantera. Poca cosa. El peón de una descomunal industria que en Italia mueve unos 20.000 millones al año y que durante la pandemia tuvo sus altibajos. El negocio de la cocaína se ha mantenido a flote, pero durante un tiempo escasearon los reactivos procedentes de China para su elaboración y faltó el producto en la calle. Las drogas sintéticas, generalmente producidas en el norte de Europa, han seguido inalteradas. Es lo más fácil. El mercado del hachís y de la marihuana sigue activo, pero la alta demanda y la complicada distribución —los medios aéreos quedaron descartados durante un tiempo— han hinchado los precios más que los de ninguna otra sustancia, según confirma el último informe de Europol. “Para mí ya ni siquiera es rentable. Antes compraba un kilo de hachís por 1.300 euros, ahora tendría que pagarlo a 3.700”, apunta El Polaco
El virus modificó otras rutinas en su vida. El pasado 25 de abril, el Día de la Liberación de Italia, en pleno confinamiento, nació su segunda hija. Apenas pudo verla desde que salió del hospital. Mascarillas, distancia, casas separadas. La niña nació con un problema congénito en el pie. Se lo han enyesado cinco veces. Ahora lleva un corrector de hierro que le ata los dos tobillos. Tienen que operarla, pero su madre se queja de que Cristiano todavía no ha llamado para interesarse.
Quinto acto. El primer beso, la última falta
La primera vez ni se besaron. Se conocieron en una fiesta techno en Bagnoli, un barrio industrial al oeste de Nápoles. “Nos caímos bien. Empezamos a vernos y a salir juntos. Luego comenzó un amor desenfrenado, completamente loco. No tengo ni idea del porqué y le he dado muchísimas vueltas. No entiendo cómo pude enamorarme de él. Fue así”, explica Giusy en el pequeño salón de casa de su madre, junto a un busto del Padre Pío. Ella es recta, entregada a la hija. No se droga nunca, lo detesta. Él lo hacía cada vez más. Pero se adaptaron. Viajaron juntos por toda Italia, vendieron merchandising falso a las puertas de los conciertos de medio país. AC/DC, Vasco Rossi. Y funcionó un tiempo. “Es generoso. Bueno, a su manera”, admite ella. Hasta que todo empezó a torcerse.
Giusy tiene 26 años y hace algún tiempo que no trabaja. Vive con su madre, que saca un sueldo limpiando casas y echando mano de los 600 euros mensuales de la Renta Ciudadana. Criará sola a la niña, como otras 900.000 madres solteras en Italia. Así creció ella cuando su padre las abandonó porque prefería seguir viviendo una vida sin lazos y consumir heroína. Se esfumó un día. “Muerto no está. Al menos, le habría llegado la pensión de viudedad a mi madre”. Giusy no ha votado nunca, pero dice que es de ultraderecha y siempre optaría por un partido fascista. Lo mamó joven. A los 14 años se fue al estadio San Paolo y se sentó junto a los ultras. No había ni una sola mujer. Le dijeron que se levantase y respondió que de ahí no se movía. “Creen que la mujer debe cocinar en casa. Y yo cocino. Pero también voy al estadio”. En el brazo izquierdo lleva tatuado un crespón negro y una fecha: 03/05/2014. Tenía solo 20 años, pero fue el día que un ultra de la Roma mató a Ciro Exposito, un compañero de curva. En el derecho, unos laureles y las siglas A.C.A.B (All Cops Are Bastards). Su hija se llama Azzurra, por el color de la camiseta del Nápoles.
En julio de 2019 llegó la primera falta, las ecografías, los planes. Ella cree que El Polaco se lo hizo aposta, para evitar que lo dejase. “Yo no lo hubiera tenido, pero no creo en el aborto”, escupe sin parpadear. Él le juró que no volvía a tocar la coca, que se buscaba un trabajo. Decidieron pagar 500 euros a un clan de la zona para ocupar un apartamento en el rione De Gasperi, un viejo cuartel del clan Sarno, una de la familias surgidas tras la implosión de la Nueva Camorra Organizada (NCO) que fundó Raffaele Cutolo y que gobernó dos décadas a sangre y fuego en Ponticelli. Funciona así en tantos barrios de Nápoles que el Ayuntamiento obligó a desalojar por seguridad: los clanes los toman, tapian las puertas y los realquilan por ese precio. Hasta que les echen. Ese era todo el plan: la casa, vivir juntos, empezar de cero. A eso se agarraba El Polaco hasta esta mañana. Pero todo ha vuelto a salir mal.
Último acto. Manicomio, cárcel, cementerio
La tarde del viernes, Cristiano sube al coche de un amigo y conducen hasta la casa. Ha decidido empezar a pensar cómo organizarla. Todavía confía en que convencerá a Giusy para instalarse ahí con él y la niña. El coche, un Audi A1 destartalado en el que es imposible desactivar el pitido de fondo de una avería en el ABS, serpentea por los callejones abandonados del rione De Gasperi. La mayoría de apartamentos están tapiados. Las cunetas, llenas de matorrales. Durante años, muchas de estas casas, como tantas en la misma periferia, fueron grandes supermercados de venta de droga y los vecinos tenían que pedir permiso para entrar en sus propias viviendas. Niños en escúteres avisando si llegaba la policía, matones en cada puerta. Hoy no queda nadie, solo una vecina que lo saluda y tuerce el gesto cuando ve que El Polaco enfila las escaleras del edificio desvencijado.
La puerta de su casa, que instaló hace algunas semanas, ya no es suya. Un vecino la ha colocado en el apartamento que está reformando al lado. Se monta el cirio. Llaman a un tipo que gestiona la zona y llega con aires de caporal. Buenas palabras, un abrazo, dos palmadas. No hay mucho más que hacer. Giusy ha vuelto a vender el apartamento y ya no quiere saber nada. Se acabó. La vecina, que ha pasado en este bloque de pisos toda su vida, intenta quitar hierro al asunto.
—En este agujero nacimos, moriremos y, a este paso, aquí tendremos la mala suerte de volver a nacer.
El Polaco mira hacia arriba y resopla. Él no tiene ninguna intención de vivir otra vida cuando haya consumido esta. Tampoco dispone de planes para mañana. Ni grandes, ni pequeños. Y mucho menos en este agujero. “No pienso en el futuro; si lo hiciese, me darían ganas de llorar todo el tiempo. ¿En cinco años? Muerto, en la cárcel o en el manicomio”. El cielo ha empezado a cubrirse sobre Nápoles y las nubes han regresado sobre el Vesubio. Esta tarde Cristiano volverá a montar su mesa en el parque. Ganchitos, gominolas, cerveza Tennent’s. Puede que algunas rayas en el asiento trasero de un coche. Si hay suerte, volverá a casa tarde. Sabe que pronto llegará la tormenta.
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