Euskadi: el desafío del cisne negro
La pandemia ha dejado al descubierto las costuras de una sociedad envejecida y rica: los mayores de 65 años representan ya una quinta parte de su población por lo que uno de sus primeros retos es la natalidad. Otra asignatura pendiente es la memoria de ETA, que dejó de matar hace 10 años, aunque las heridas siguen abiertas. Los desafíos se multiplican en el País Vasco, el ánimo no decae.
El padre Pedro Arrupe, que fue desde 1965 hasta 1983 general de la Compañía de Jesús, decía que era una ordinariez preguntarle a un bilbaíno de dónde es: “Si lo es, al cabo de cinco minutos ya te lo ha dicho, y si no lo es, para qué humillarle”. Con ese orgullo de ser de Bilbao, un grupo de hombres de mundo —industriales, comerciantes…— fundaron hace 180 años la Sociedad Bilbaína, un club “de lectura y recreo” al estilo británico del que sigue formando parte la élite de la ciudad. Entre ellos, Pedro Luis Uriarte, exbanquero y exconsejero del Gobierno vasco, que acaba de pronunciar en la elegante sede de La Bilbaína una conferencia sobre los retos pendientes del País Vasco. Cuando aún no se han apagado los aplausos, una señora se acerca a Uriarte y le pregunta:
—¿A qué se refería usted cuando ha dicho que todos estos cambios necesarios están condicionados a que no aparezca un cisne negro? ¿Qué es un cisne negro?
—Es una metáfora —le aclara el conferenciante— que se emplea desde hace unos años para identificar un suceso absolutamente imprevisto que origina un gran impacto socioeconómico y que, una vez pasado, se racionaliza, haciendo que parezca predecible o explicable.
La escena se desarrolla la tarde del 19 de febrero, no hay apenas nubes en el cielo de Bilbao y la temperatura es de 17 grados. Iñigo Urkullu acaba de convocar unas elecciones que según los sondeos va a volver a ganar el PNV y, salvo por el desgraciado accidente del vertedero de Zaldibar, el horizonte parece por fin despejado en una comunidad autónoma con 2.188.000 habitantes y un PIB en 2019 de 79.000 millones de euros. El azote del terrorismo de ETA ha quedado atrás después de cuatro décadas de asesinatos, secuestros y extorsiones y, desde el punto de vista económico, las cuentas del País Vasco disfrutan de superávit desde hace un par de años. Pedro Luis Uriarte, durante su conferencia, ha enumerado con brillantez los desafíos a los que tiene que enfrentarse el país. “No al conformismo ni a la autocomplacencia”, advierte, “sí a la transformación”. El auditorio lo escucha con la condescendencia de un buen estudiante que, instalado en el notable, mira el sobresaliente sin agobios y sin urgencias. El cisne negro… Qué ocurrencia…
Es jueves 18 de junio, han pasado cuatro meses desde la conferencia de Pedro Luis Uriarte en La Bilbaína y desde los 545 metros de altura del monte Jaizkibel se pueden contemplar los efectos del paso del cisne negro. Lo que entonces era un consejo, ahora es una obligación. Transformarse ya no es una opción, sino la única salida posible. La embestida de la pandemia ha dejado al descubierto las costuras de una sociedad envejecida y rica, uno de cuyos primeros desafíos es la natalidad. Los mayores de 65 años ya representan el 22,5% de la población, casi el doble que los menores de 15, y hay un dato definitivo: la población en Euskadi es prácticamente la misma que en 1980, solo ha aumentado un 2%, mientras que en el resto de España ha subido un 24%, y en Madrid, más de un 40%. A las 8.30, entre la vieja realidad y la nueva se ha extendido una bruma espesa que no deja ver el aeropuerto de Hondarribia ni la frontera con Francia. Como si fuera una metáfora de la situación, las nubes y las brumas se van retirando muy lentamente, descubriendo a ratos una mirilla por la que intuir el despertar del confinamiento. En la pista del aeropuerto hay aparcado un avión de Air Nostrum. Tiene las ruedas envueltas en plástico azul. La única actividad es la de un operario que corta el césped bajo la mirada de un guardia civil que echa un pitillo en el aparcamiento. Adolfo Cambero, un encofrador que trabaja en un chalet pegado al aeródromo, masculla su descontento con la política: “Yo soy de izquierdas, pero aquí no hay nada que hacer, ganará el PNV otra vez. Eso no lo cambia ni el virus. Lo que no termino de entender es por qué antes de la pandemia no había dinero para nada, ni para subirles la pensión a los jubilados ni para pagar un precio justo a los agricultores, y ahora hay dinero para todo, miles de millones para aquí y para allá. No lo entiendo…”.
FOTOGALERÍA: Euskadi, elecciones en pandemia
Entender. O, mejor dicho, tratar de entender. Si se puede sacar algo en claro después de un recorrido por el País Vasco es que las elecciones autonómicas que se celebran el 12 de julio importan lo justo —casi son un trámite burocrático—, pero que prácticamente todo el mundo ha hecho en algún momento el esfuerzo de intentar entender cómo será la vida a partir de ahora. No solo la de cada uno, sino la de la comunidad en general. Qué funciona y qué no, qué puede mantenerse y qué habrá que cambiar lo antes posible, casi sin contemplaciones, al ritmo que marca la amenaza de crisis inminente.
En la fábrica de Orbea en Mallabia (Bizkaia), su director general, Jon Fernández, traza la historia de una empresa familiar fundada en 1840 para fabricar armas —al final del siglo XIX salían de sus instalaciones en Eibar 80.000 revólveres al año— y que ahora es una cooperativa que fabrica bicicletas, el 80% de ellas en el mercado exterior. La palabra que hay al final de la explicación de Fernández es “reinvención”.
—Nos sentimos cómodos con esa palabra. Esta empresa es el ejemplo de una transformación permanente, un concepto que explica además lo que ha sucedido en Euskadi. Hemos pasado de la industria pesada a la tecnológica, de ciudades grises a destinos turísticos, de empresas familiares a más de 80.000 personas trabajando en modo cooperativa. Ahora que el capitalismo a ultranza se está cuestionando y que empezamos a oír hablar de capitalismo humanizado, aquí estamos nosotros. Llevamos 60 años de experiencia de éxito, hacemos bicicletas —con su capacidad de transformar las ciudades— en régimen cooperativo, donde la participación de las personas es un elemento clave y donde es posible una redistribución de la riqueza más justa. ¿Y cómo se socializa el beneficio en una cooperativa? Pues fundamentalmente generando empleo.
Aunque Orbea está instalada en Bizkaia, Jon Fernández —también vizcaíno— ha analizado la distribución de las rentas medias de su provincia y las de Gipuzkoa. “Bizkaia es más de sociedad anónima, de empresa grande”, explica, “y Gipuzkoa es más de cooperativa y de industria pequeña. Y aunque aparentemente parece que hay más riqueza en Bizkaia, cuando profundizas en cómo se reparte, en Bizkaia está más concentrada y en Gipuzkoa más repartida. Probablemente el cooperativismo está influyendo en esa realidad. A mí no me cabe ninguna duda de que el modelo cooperativo tiene que servir de ejemplo cuando hablemos de cuáles deben ser los paradigmas del futuro poscovid-19”.
Antes de despedirse, y en tono de broma, Jon Fernández deja una duda flotando en el aire.
—Hay quien dice que en vez de un cisne negro se trata de un rinoceronte gris…
Si el cisne negro representa un suceso inesperado, el rinoceronte gris encarnaría los peligros que son ignorados sistemáticamente hasta que se produce el gran impacto.
Rubén de Pedro está junto a Nati Agiriano y Josemi Gutiérrez en la terraza de la cafetería Lepanto, en la plaza de Pedro Eguillor de Bilbao. De Pedro coloca en la mesa una fotografía de carnet de un hombre con largas barbas.
—¿Qué te parece? —dice con una gran sonrisa.
El psiquiatra De Pedro es el jefe del equipo de cuidados a personas sin hogar de Osakidetza (el servicio vasco de salud) y, después de muchos meses de acercamiento, ha conseguido que un indigente haya accedido a hacerse el carnet de identidad para poder cobrar la pensión que le corresponde. Durante el confinamiento, el equipo de De Pedro logró establecer una relación de confianza con muchas de las personas con problemas de salud mental de Bilbao, algunos sin hogar y otros abandonados en sus casas. Rubén, Nati y Josemi hablan de ellos como si fueran de su propia familia. Cuentan por ejemplo cómo M. les franqueó un día la puerta de su piso y descubrieron que aquella mujer que iba siempre bien vestida y aseada vivía en el caos más absoluto: “Nos quedamos horrorizados. No tenía agua, no tenía luz. Descubrimos que se iba a lavar a la playa, en verano y en invierno, y que iba comprando la ropa porque no tenía donde lavarla…”.
No hay que irse a los barrios más deprimidos para encontrar a los protagonistas de sus historias. Solo hay que tener la mirada entrenada y ganas de salir de las consultas. “La idea es que cada vez sean necesarias menos camas de hospital y la gente esté más atendida en la comunidad, en sus domicilios. Que los psiquiatras no estén en los hospitales, sino en los centros de salud o incluso en las calles, que es lo que hacemos nosotros. Es la forma más fácil de llegar a quien lo necesita”. De Pedro explica que, entre los retos de la nueva realidad, también está el de no dejar atrás a los que no saben caminar solos: “Nosotros cuidamos a gente que está ya muy machacada”.
No muy lejos de allí, al otro lado de la plaza de Moyúa, Bruno Álvarez pronuncia una frase redonda.
—Todo lo que sabemos que hay que hacer, hay que hacerlo ya.
Abogado y asesor financiero, Álvarez reconoce que vendrán momentos duros, que la pandemia aterrizó en medio de una sociedad acomodada, donde muchos jóvenes optan por ser funcionarios o empleados en vez de ser emprendedores, pero que es posible salir si la política empuja en dos direcciones. “Por un lado”, explica, “hay que apoyar al mundo empresarial, que es al final el que nos da de comer, y por otro, hay que ayudar a la gente. Nadie se ha opuesto a la renta mínima vital, que ya existía en el País Vasco, y eso está muy bien, pero hay que ir más allá. Hay que ayudar a los más desfavorecidos a que se formen para salir adelante. La educación es fundamental. Eso hace que las sociedades sean más equitativas y al final más felices”.
A las 19.30, como todos los terceros jueves de cada mes, un grupo de ciudadanos se reúne en la plaza de Gipuzkoa de San Sebastián y forma una circunferencia delante del edificio de la diputación. Llama la atención el silencio. Y que muchas son mujeres. Y que no son de aquí. Olivia Mikano vino de Camerún. Sylvie Diedhiou, de Senegal. Marcia Velásquez, de Honduras. Maring Castillo, de Nicaragua. Olinda Martel, de Perú. También hay hombres, menos. Y niños, sus hijos. Los que están aquí y los que dejaron en sus países. Leire Atxega y Carmen Alba, que sí son de aquí, se ocupan de tejer para ellas una red de afectos y de seguridad, material y espiritual, porque en esta sociedad rica y envejecida también hay colas de hambre y soledad tan invisibles a veces como sus propios protagonistas. En los Círculos del Silencio, una iniciativa ya muy extendida que pusieron en marcha en 2007 los franciscanos de Toulouse, se denuncian las injusticias que sufren “las personas empobrecidas y los inmigrantes”, y se pide para ellos “inclusión y hospitalidad”. Leire Atxega, de la pastoral diocesana de atención a los inmigrantes, cuenta que el confinamiento resultó la gota que colmó el vaso. “Muchas de estas mujeres se dedican al trabajo doméstico y en demasiados casos deben soportar abusos que no se atreven a denunciar para no perder un empleo del que dependen sus hijos de aquí y la familia que dejaron en sus países”.
Son la letra pequeña de las grandes cifras. Esas que dicen que en 2028 el País Vasco tendrá un déficit de 100.000 trabajadores. Un volumen que, dada la baja natalidad y el envejecimiento de la población, solo se podrá cubrir con trabajadores extranjeros. Como ya ha advertido Pedro Luis Uriarte, Euskadi, al igual que las economías más boyantes del resto de Europa, “se tendrá que convertir más pronto que tarde en una sociedad multilingüe y multicultural si quiere mantener su Estado de bienestar”.
También deberán incorporarse al debate público los nuevos retos de la vejez. Javier Yanguas, doctor en Psicología y director científico del Programa de Mayores de Fundación La Caixa, ofrece unos datos que dan una idea del panorama que se avecina. En el País Vasco, el grupo de personas mayores de 65 años ha pasado de 166.000 en 1975 a 487.000 en 2018, de representar el 8,3% al 22,5%. Si a eso se le añade que la generación del baby boom (nacidos entre 1957 y 1973) está entrando en la edad de la jubilación, las alarmas empiezan a sonar. “En el gran grupo de los pensionistas”, explica el doctor Yanguas, “se van a juntar los que podemos llamar adultos mayores y los viejos en el sentido tradicional del término. La gente de 65 años y su padre o su suegro, que van a tener 20 o 24 años más. Por tanto, eso de hablar del reto de la vejez ya no va a servir porque se tratará de muchos desafíos distintos. ¿Cuántos recursos va a necesitar el sistema sanitario para afrontar enfermedades cada vez más crónicas, tratamientos caros…? ¿Quién nos va a cuidar?”.
Las asignaturas pendientes se van multiplicando. Hay otra muy importante que cada vez ocupa menos espacio en el debate público, y que cuando lo hace es en forma de arma arrojadiza, fuente de ruido, acusaciones, reproches. Hace 10 años que la organización terrorista ETA dejó de matar y una parte de la población se comporta como si nunca hubiese existido. Incluso pudiera parecer que, a tenor de la gran cantidad de documentales, series y películas que se han estrenado y seguirán estrenándose este año, ETA ya es solo un territorio para la ficción, pero muchas de las heridas provocadas por 40 años de asesinatos y secuestros continúan abiertas. En una comunidad tan pequeña, las familias de las víctimas y de los victimarios están condenadas a cruzarse. De ahí que, de manera silenciosa, casi indetectable para el radar de la opinión pública, grupos de ciudadanos de muy diversa procedencia se hayan confabulado para que, al margen de la política o de la labor de los jueces, los protagonistas de aquel horror tan largo vayan encontrando algo de paz. Nélida Zaitegi, presidenta del Consejo Escolar de Euskadi, asegura que distintas entidades sociales están ayudando a “la reconstrucción de la convivencia” desde los colegios. Manu Arrue, un sacerdote jesuita que desde hace años propicia encuentros de familiares de víctimas con los presos o sus familiares, asegura que el diálogo se va abriendo paso: “Estamos trabajando en una solución humana. Impresiona ver que muchas víctimas, de procedencias diversas, no guardan resentimiento. Vienen dispuestas a escucharse, incluso a reconocerse en el sufrimiento del otro”.
También sorprende que, pese al azote de la pandemia y al diluvio de reproches cruzados y eslóganes vacíos en que se ha convertido la política, en las calles no cunde el desaliento. Más bien al contrario. En todos los encuentros surge una frase de confianza, un proyecto para implicar a los jóvenes, un asidero donde puedan agarrarse los que se van quedando atrás. En San Sebastián, como en tantas otras ciudades, el centro histórico se ha convertido en un parque temático: bares de cartón piedra, tiendas de recuerdos, apartamentos turísticos. La diseñadora gráfica Eva Villar regresó a su ciudad después de muchos años trabajando en Londres y se percató de que los comercios tradicionales estaban siendo sustituidos, lenta pero inexorablemente, por grandes firmas comerciales. Un día, una mercería de lujo; una semanas después, una tienda de semillas; a los pocos meses, una pastelería con 71 años de antigüedad. A Eva se le ocurrió entonces una idea. Ya que no puede parar los cierres, les pide a los comerciantes que le cedan las últimas horas de sus locales para hacer una exposición, un concierto. “Lo que quiero”, cuenta delante del local que albergó hasta hace poco a Semillas Elosegui, “es que la gente haga la siguiente reflexión: si tú no inviertes en comercio tradicional, lo estás condenando a que se cierre”.
Amaia Sexmilo se presentó hace seis años en el club Donostia Arraun Lagunak y dijo que su sueño era surcar en trainera la bahía de La Concha. Hoy es la capitana del equipo femenino de remo. Después de tres meses entrenando en casa, vuelve a encontrarse con el equipo. “En este tiempo nos hemos dado cuenta de la importancia de trabajar en equipo”, dice. En medio de la bahía, el equipo del Arraun Lagunak trata de recuperar la coordinación. En una de las series, el entrenador se da cuenta del desánimo espontáneo que provoca el esfuerzo no correspondido, y entonces, de pie sobre la zódiac, les grita con todas sus fuerzas, como si no solo se dirigiera a ellas, sino a todos los que, entre temerosos e ilusionados, tratan de adaptarse a los nuevos tiempos:
—Lleváis mucho tiempo paradas, sin agua… ¡Animo, lo estáis haciendo de la hostia! —eps
Euskadi en datos
- La región tiene casi 2,2 millones de habitantes y un PIB de 79.000 millones de euros (datos de 2019).
- El PIB per capita es, con 33.223 euros, el segundo más alto de España (solo superado por el de la Comunidad de Madrid).
- El paro al final del primer trimestre de 2020 se situó en 8,7% (el segundo mejor dato de España después de Navarra).