Galicia: la hora de la tierra y del mar
En el siglo de la revolución verde, los tesoros gallegos cotizan al alza y a la vez peligran. Un medio rural que agoniza, pero ofrece enormes posibilidades para una nueva vida en el campo y la industria de los alimentos de calidad. Una economía de grandes firmas que busca más tejido emprendedor. Una cultura entre la reafirmación básica y una mirada abierta. Y un océano para divisar el futuro.
Puede que este sea un nombre improbable para empezar un reportaje sobre Galicia, pero su nombre es Benxamín —gallego— Ananda —alegría en hindú— Manú —porque a sus progenitores les sonó bien con tilde en la u—, Baker, de su padre inglés, y Föhring, de su madre alemana, y todos le llaman Manú.
Hace una mañana primaveral y Emily, la madre de Manú, pone sobre la mesa de piedra una bandeja con tartaletas de mermelada elaboradas con melocotones y cerezas de su ecofinca Tanquián. El patio se sitúa al pie de una casa solariega cuyas primeras escrituras se remontan al año 948. Ella y su pareja la compraron en ruinas a principios de los noventa para rehabilitarla y desarrollar un proyecto de vida autosuficiente de acuerdo con la corriente de agricultura sostenible conocida como permacultura. Este rincón boscoso de la Ribeira Sacra les ofreció “las mejores tierras de Europa” y un entorno amable para criar a sus tres hijos. Ahora, a sus 54 años, ha decidido pasarles el mando de la finca a ellos. Manú, de 24 años, nacido en esta casa, explica que quieren “darle un giro” al proyecto combinando la línea del autocultivo orgánico —gratificante y sano, pero arduo y precario— “con las tendencias del compromiso contra el cambio climático, del turismo consciente y con el gran entusiasmo que se percibe entre mucha gente joven por tener experiencias comunitarias”. Ellos forman parte del Colectivo Toupas, una treintena de personas de la comarca o que se han ido estableciendo en ella en los últimos tiempos y que se han aproximado para hacerse fuertes ante la soledad del campo gallego y echarse una mano, ya sea para levantar un muro o cavar una zanja.
Manú enfoca el futuro de su finca desde un punto de vista global —integrada en las redes internacionales de la permacultura y de los nuevos modos de vida ligados a la reactivación del campo— y con la convicción de que Galicia es un territorio óptimo para la anhelada revolución verde del siglo XXI. Por su origen familiar diverso, su dominio de varias lenguas, su raigambre gallega y su visión de un mundo interconectado y sostenible, este joven de discurso articulado —e instruido en Alemania en algo tan poco académico como la poda de árboles en altura— es un modelo del ideal contemporáneo de lo glocal: ese gozne entre lo local y lo global que aprovecha las cualidades de ambas dimensiones sustrayéndose a las dinámicas homogeneizadoras y desarraigadoras de la simple y llana globalización. Caminando por la finca y sus muchas formas de vida —berzas, salvia, higueras, kiwis, gallinas, grosellas, ruibarbo—, mete la mano en un cúmulo de compost, lo desmenuza en la mano y dice: “El nuevo oro negro”. Para su elaboración son clave los excrementos de sus burros, Ima y Chomsky, madre e hijo. Ima es una burra madura, pero el hijo es joven y liante. “Chomsky es un idiota”, afirma Manú.
Él es la cara de un potencial vanguardismo rural gallego, mientras que Manuel López, de 37 años, es la de la Galicia ganadera que lucha por subsistir. Nos recibe en su casa de Castroncán, una aldea de Lugo donde cuida con su familia un centenar de cabezas de vaca rubia gallega. Un par de ellas han sido coronadas como Miss Vaca Rubia Gallega. Manuel hijo dice que la ganadería da pocas ganancias, pero le gusta y quiere seguir con el negocio. No se plantea dejar la aldea, que cuando era un niño tenía 30 casas habitadas y ahora una docena. “Muchos se van”, dice. “Imagino que esto no les parecerá fino”.
Tanto Manú como Manuel son importantes para el campo gallego. Tanto quienes tengan el equilibrio de utopismo y practicidad que se necesita para emprender ejemplos viables de resocialización moderna del medio rural como quienes son herederos de una rica cultura agrícola y ganadera y cuyo horizonte de competitividad se ve limitado por no disponer de superficies de explotación rentables a causa de la extrema fragmentación del territorio. “Galicia es una enorme despensa de alimentos de alta calidad que cada vez son más demandados. El reto es conseguir que funcione”, dice Santiago Lago, director del Foro Económico de Galicia. Al problema parcelario se añade el abandono de la tierra debido a la despoblación. Según un informe del Parlamento gallego, en poco más de medio siglo Galicia ha pasado de tener más de 800.000 personas en la actividad agraria a unas 45.000. El campo se vacía, se asilvestra y arde en un triángulo de intereses, accidentes y piromanía.
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A más de 100 kilómetros de Castroncán, mientras caminamos al atardecer por las calles silenciosas de Gomesende, la anciana Rosa sale al balcón de su casa con un punto de recelo superado por sus ganas de palique.
“Esto era muy bonito”, dice. “Pero todo se acaba en esta vida”. Y nos señala casas en ruinas. “Esa era la del farmacéutico, que tenía mucho dinero y unos árboles frutales que eran una maravilla. Y aquella otra, de unos ricos que se fueron a Venezuela”. Las hiedras se comen fachadas de casas con bellos balcones y otras casas ya son solo un montón de piedras primitivas. Bañado por la luz ambarina de los largos anocheceres de junio, todo ello es hermoso, pero como dice Rosa: “Es una lástima”. Gomesende es una de tantas aldeas gallegas que se van quedando deshabitadas, cayéndose como lleva décadas buena parte de la rica arquitectura popular gallega. Está en el sur de Ourense, la segunda provincia más envejecida de España, tras Zamora, y se encuadra en la comarca de Terra de Celanova, cuyo índice de centenarios triplica al de la prefectura de Okinawa (Japón), célebre por su longevidad. En un bar de otro pueblo de la zona nos cuentan proezas de ancianos autóctonos. Uno que con 97 años estaba siempre a las siete de la mañana cavando con camisa de tiras. Otra que con 82 salía cada mañana al campo con un sacho, dos botellas de vino casero, un par de chorizos y un trozo de pan. “Aquí acabas antes contando a los centenarios que a los niños”, dice Tamara Martínez, de 32 años. La crisis demográfica es radical. Galicia es la comunidad con la tasa de natalidad más baja de España y el número de muertes dobla al de los nacimientos. En 575 de sus 3.771 parroquias viven menos de 10 vecinos por kilómetro cuadrado. La población total, muy concentrada en el eje urbano que va del sur de Pontevedra al norte de A Coruña, sigue sobre los 2.700.000 habitantes gracias a la llegada moderada de inmigrantes.
Con la despoblación, Galicia se está volviendo atractiva para quienes buscan reinventarse en el campo. Es la zona más demandada de España en el portal Aldeas Abandonadas. “Después de la pandemia está siendo una locura, porque yo creo que a la gente le han entrado prisas por cambiar de modo de vida. Y muchos treintañeros y cuarentañeros se están preguntando si les vale más la pena pagar 200.000 euros por un piso de 65 metros cuadrados en una ciudad o 120.000 por una aldea con varias construcciones y un montón de terreno”, dice su gerente, Elvira Fafián. En 2018, la actriz Gwyneth Paltrow en su página de estilo de vida Goop hizo varias sugerencias de regalo de Navidad, entre ellas: una tabla de surf Hermès, un yate cero emisiones y una aldea gallega.
Gobernada desde 2009 por el PP con Alberto Núñez Feijóo como presidente —de nuevo candidato en estas elecciones—, el esqueleto económico de Galicia se sigue sosteniendo sobre la industrial textil, con Inditex establecido en Arteixo (A Coruña); la industria de la automoción, con PSA Peugeot Citroën en Vigo; las industrias agroalimentaria y pesquera, y el turismo, cuyo emblema es el Camino de Santiago. En infraestructuras, el interminable AVE Galicia-Madrid sigue en ejecución tras cinco fechas oficiales de finalización fallidas y hay conexiones ferroviarias interiores decimonónicas.
Desde la Gran Recesión de 2008, en Galicia han ido despuntando también las start-ups, al principio de una forma más prolija y efímera y hoy con un carácter más selectivo y maduro, según David Regades, delegado de la Zona Franca de Vigo, que con la Xunta impulsa Vía Galicia, una lanzadera pública de proyectos. De esta aceleradora, considerada la mejor de España en 2019 por la Fundación de las Cajas de Ahorros (Funcas), han salido iniciativas variadas y exitosas, como la primera plantación de té de la Europa continental, un sistema de control de los viñedos con drones, una firma de chorizos veganos —¿herejía galaica?— o una empresa de nanosatélites. “El gallego es emprendedor. Lo lleva en el ADN”, dice la directora de Promoción Económica de la Zona Franca, Rosa Eguizábal. “Le falta venderse mejor, porque no tiene el sentido de la épica, y perder el miedo al abismo”.
En las instalaciones de la Zona Franca el paisaje era sobrio e industrial. Solo llamaba la atención un submarino artesanal interceptado en la costa con tres toneladas de cocaína a bordo. Junto a aquel cachalote de fibra de carbono, se hacía selfis un grupo de guardias civiles. La droga se dirigía a la ría de Arousa, bastión de la mafia gallega desde los ochenta hasta la fecha —antes ostentosa, hoy sigilosa—, pero muy por encima de ello un paraíso natural con uno de los mejores mariscos que existen.
—Aquí lo importante es el fitoplancton —dice Antonio Fernández, de 43 años, mientras nos lleva en barco a su batea en la costa de A Pobra do Caramiñal.
Él y su hermano José Manuel han tomado el relevo de sus padres para innovar. La batea es una plataforma flotante de vigas de madera para el cultivo de mejillón. Sus padres la usaban solo para este molusco, pero ellos le vieron potencial para la cría de almeja. En vez de cultivarla en la arena de la playa, que resulta más costoso para alimentarla, probaron con éxito a engordarla en la batea desde que es una semilla con los nutrientes del mar: he ahí el fitoplancton, del que hablan con reverencia. Ahora experimentan con el cultivo en batea del abalón, un molusco exclusivo en Asia y desconocido aún en nuestras mesas. “Hay que seguir inventando, porque en el mar hay futuro”, dice José Manuel, de 47 años, que no ve tan claro el relevo generacional: “A nuestros hijos les decimos que vayan a la universidad, y luego Dios dirá”.
Del otro lado de la ría de Arousa, en O Grove, está Culler de Pau, uno de los restaurantes más apreciados de la nueva cocina gallega. Lo montó después de la crisis Javier Olleros, natural de este pueblo, tras años trabajando por España y desoyendo los consejos que le daban sus amigos para que no se la pegase. “¿Quién iba a imaginar que la gente vendría a comer aquí hasta en invierno?”, dice en el comedor de su restaurante con una estrella en la guía Michelin y un gran ventanal con vistas a la puesta de sol, donde uno puede ver sumergirse en el océano la gran bola naranja mientras se come un cogollo de lechuga fresca con champiñón fermentado. “Después de rular por muchos sitios me di cuenta de que quería volver y crear algo en mi tierra”, cuenta. Sentado de cara al ocaso, Olleros, de 46 años, observa la ría y exclama: “¡Este ecosistema es la hostia!”.
Quedarse. Irse. Volver. Siguen siendo palabras recurrentes para un pueblo emigrante. Miles de jóvenes siguen yéndose cada año. Otros permanecen. “Y los que lo hacen pagan un precio”, dice la poeta Lara Dopazo Ruibal, de 34 años, en Marín, el pueblo marinero donde nació. “La diversidad laboral es pequeña, la precariedad está a la orden del día, los servicios públicos no dejan de deteriorarse y es un lugar envejecido”, reflexiona. Ha sido seleccionada como alumna por la legendaria Escuela de Escritura Creativa de Iowa, Estados Unidos. Estará dos años y regresará. “Pese a los problemas, este lugar tiene cosas muy positivas. El mar, mi familia, mis códigos culturales. Todo eso para mí es calidad de vida. Y entiendo la elección del lugar donde vivo como una decisión ética. Lo que yo pueda aportar, lo quiero aportar aquí”. Uno de sus compromisos como escritora es ayudar a que el gallego “no desaparezca”. “Sería la extinción de una cosmogonía”. Un modo filosófico de reivindicar lo mismo que Laura Esclusa, una chica de 16 años que un viernes a mediodía compartía conguitos en un banco de A Coruña con su amigo Alejandro Mangana, de 18 años. “Para mí el gallego es un orgullo, y eso que yo paso de banderas”, dijo. “Y lo peor es que la gente no tiene cerebro”, continuó. “Un día un chaval me dijo: ‘Mira, progre, si quieres hablar gallego vete a Rusia”. Laura quiere ser profesora y trabajar en Finlandia. Alejandro quiere ser profesional sanitario y trabajar en Suiza. Irse. Irse.
Exhibimos os adeuses / coma un traxe de domingo, escribe Lara Dopazo Ruibal en su poemario Claus e o alacrán, de 2018.
Otro que se fue se llamaba José María Rivera Corral. Emigró en 1870 con 14 años a Cuba y a México, volvió en 1890 y fundó en 1906 Estrella Galicia, una cervecera que en menos de una década ha pasado de facturar menos de 200 millones de euros al año a más de 500 millones. Es otra de las grandes marcas gallegas, en expansión nacional e internacional, pero con una raíz local poderosa. “En los noventa hubo unos asesores de fuera que nos recomendaron sacarle la palabra Galicia y dejarla en Estrella, para que no resultase regional. No les hicimos caso”, sonríe su consejero delegado, Ignacio Rivera, de 53 años y bisnieto de aquel que se fue. Según él, la palabra Galicia es “sinónimo de calidad”, y eso refuerza la imagen de su cerveza. A su vez, los gallegos se identifican cada vez más con la Estrella. En las últimas dos décadas es notorio en Galicia un fenómeno de reafirmación identitaria que no se plasma tanto en lo político como en el consumo y el ocio. Lo supo ver el sector de la publicidad —que en este mundo siempre llega antes que los demás—. El paradigma es la premiada serie de anuncios de lema ¡Vivamos como galegos! que desarrolla desde 2006 para los supermercados Gadis —número uno en Galicia— la agencia coruñesa Bap & Conde. “Por aquel entonces lo identitario-cultural aún no tenía tanta relevancia en la publicidad en Galicia. Ahora es un vector mainstream”, explica su director creativo, Miguel Conde Lobato, de 56 años y nacido en Caracas de padres gallegos.
Paseando por Santiago vemos dos anuncios de empresas lácteas gallegas, ambas apuntando a la pureza esencial de las ubres autóctonas. “Todo lo que es de verdad acaba ganando”, dice Larsa, y su competencia nos garantiza que “cuando eliges Feiraco, eliges Galicia al 100%”. El lema electoral de Feijóo se apunta sin mayores rodeos al volksgeist contemporáneo: un “Galicia, Galicia, Galicia” mucho más enfático que el “una nueva Galicia” de la candidata nacionalista Ana Pontón y que el “hazlo por Galicia, hazlo por ti” del candidato socialista Gonzalo Caballero.
En paralelo a cierta hipertrofia de lo gallego, asoman iniciativas que conjugan la defensa de lo propio con una mirada abierta. Numax es una cooperativa de Santiago con 11 socios con el mismo sueldo y que tiene una sala de cine pequeña pero de contenido exquisito. Se fundó en 2015 con avales ciudadanos, y además de poner películas fabulosas —y traducir decenas al gallego—, funciona como una librería con una cuidada selección literaria, un lugar de encuentro y una productora gráfica y de cine ligada al auge audiovisual gallego. Es una start-up autogestionada que sirve cultura en proximidad como un buen frutero ofrece peras o lechugas orgánicas, y que logra cosas tan diferentes y originales como reunir a 50 niños a ver una peli infantil de cine checo de los años setenta.
En la música urbana surgen otros fenómenos, como el dúo Boyanka Kostova, que combina el trap con letras de la idiosincrasia gallega. Acaban de sacar su álbum Os dous de sempre, en referencia al título de la novela de Alfonso Daniel Rodríguez Castelao (1886-1950). Si Castelao para sus dibujos se inspiró en las vanguardias europeas de los años veinte, Chicho y Cibrán, los Boyanka Kostova, se nutren de influencias como el trapero catalán Cecilio G o la banda andaluza Califato 3/4, que, según Cibrán, “hace unas movidas muy locas con electrónica y música de Semana Santa”. E igual que Castelao empleó aquellas corrientes del dibujo para hacer caricaturas satíricas y humorísticas sobre la dura realidad gallega, Chicho y Cibrán, de 25 y 28 años, hacen trap sobre su entorno. “No tendría mucho sentido que cantásemos de tiroteos en barrios negros de Estados Unidos”, dice Chicho. El dúo fue retratado en la escalera helicoidal del Museo do Pobo Galego, un delirio barroco obra del arquitecto Domingo de Andrade (1639-1712) en el que los músicos lucieron sus mejores chándales. A unos metros de donde posaban los Boyanka Kostova está el Panteón dos Galegos Ilustres, donde se encuentran figuras como Rosalía de Castro y el propio Castelao. Quién sabe si en el siglo XXII reposará en él algún icono gallego del trap.
—A mí me gustaría más estar con mi familia, pero acabar aquí querría decir que habríamos hecho cosas buenas por nuestro país —dice Chicho.
—Hombre, yo soy joven y aún me queda para eso —responde Cibrán—, pero realmente sería un honor descansar con toda esa peñita guapa.
Galicia en cifras
— Galicia tiene 2,7 millones de habitantes.
— Es la sexta comunidad de España en PIB. Desde 2000 casi lo ha duplicado: de unos 33.000 millones de euros a 62.570, un 5,2% del PIB nacional.
— Su PIB per capita supera los 23.000 euros, 10% menos de la media española.
— Su tasa de desempleo se situó al final del primer trimestre de 2020 en el 12,6%, frente al 14,4% nacional.