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carta blanca
Columna
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Última carta a un padre

A punto de cruzar tu último río, vuelves a tener 10 años y subes al monte a arañarle con gran esfuerzo sus cargas de esparto

Deja que te acune, en un abrazo de azaleas, que te devuelva lo que me diste y es tuyo. Fuiste niño yuntero en tu tiempo de garza, de vuelo esmerado y lento. Nunca halcón lanzado sobre su presa. No te bebiste la vida a borbotones; has pasado por ella con extremo cuidado para no perder pie, igual que cruzabas el río con tu par de mulas.

Una vez me contaste que, siendo muy pequeño, llorabas en la orilla temiendo que las cuatro cabras que teníais se ahogasen al cruzar.

Ahora que poco a poco te estás marchando, veo en tu mirada que estás volviendo allí. Al emparrado donde comías uvas. A las huertas donde robabais albaricoques y melocotones. Al paisaje en el que te criaste, adusto y florido, que te conformó de igual manera.

Son las cuatro de la madrugada. Es noche cerrada. Desde el jergón de hojas de mazorca oyes la voz de tu padre decirte que vayas a dar el pienso a las novillas. Esas que a punta de sol estarás enjaezando para la labranza. Las has adiestrado tú, como te han enseñado tus mayores o como Dios te ha dado a entender; con una soga de esparto, un montón de piedras en los bolsillos para cuando se descarrían y trozos de nabos secos y manzanas para cuando obedecen. Ya con el ubio, arrastrando el tosco arado, a duras penas podrás dirigirlas por bancales empinados. Más bien te arrastrarán ellas a ti.

En los inviernos, mordidos por el frío, los hermanos bajabais vuestros colchones de la habitación de los atrojes para dormir ante las pocas brasas que quedaban en la chimenea. Alguno de vosotros salía al gallinero a por un poco de leña seca para avivar el fuego. Como erais muchos y la sala pequeña, por turnos os apretujabais como podíais frente a la boca del hogar.

Tus primeros años fueron eso. Labranza, siega, trilla, recogida del esparto. Ahora resuena en tu mente, en tu querencia interior, el cuerno que alguien hacía sonar anunciando la vuelta de los segadores, que llegaban polvorientos con sus animales y sus arreos después de haber estado segando de sol a sol en campos de La Mancha durante semanas. Te vuelve la imagen de las mujeres endomingándose en un frenesí de risas y nervios para esperarlos en los altos del pueblo.

A punto de cruzar tu último río, vuelves a tener 10 años y subes con los hombres que van al monte a arañarle con gran esfuerzo sus cargas de esparto y, como no tienes fuerzas suficientes para las duras horas de trabajo entre riscos y peñascos, cumples como pinche. Te quedas pelando patatas y cortando trozos de tocino sobre un serón de esparto. Te da sombra una carrasca, mientras ellos se pierden hacia los altos del monte con sus talisas. Cuando bajen, y tras la parca comida, dormitarán un rato, exhaustos, ahítos de sol sobre las agujas de los pinos. Luego han de volver al tajo.

En tu digno alejarte sé que vuelves al baladre y al tomillo. A tu río, querido padre.

Manolo García acaba de publicar el poemario El fin del principio (Verso & Cuento, Aguilar)

y el 3 de julio lanza su nuevo disco, Acústico, Acústico, Acústico.

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