Manual de instrucciones para la vida con mascarilla
La misma prenda que protege contra la covid-19 también puede llegar a influir en la comunicación entre las personas.
La nueva normalidad es un baile de máscaras. Danzamos con medio rostro oculto intentando ir por la vida con naturalidad, aunque la mascarilla nos haga parecer entre médicos y forajidos y nos impida entendernos como hemos hecho siempre, con nuestra gama de sonrisas —genuinas o de cortesía— y una batería de códigos que apuntalamos retorciendo la boca y las mejillas. Ahora cuesta más reconocer las caras habituales porque, además de ir con medio rostro tapado, unos llevan gafas de sol y otros gafas de ver que se empañan.
“La gente grita muchísimo”, fue el diagnóstico de Miriam Riol, dueña de la peluquería La Gran Tijera, en Madrid, tras su primer día de reapertura. En la nueva era hay que ser cautos y minimizar las discusiones. En la antigüedad —léase antes del 14 de marzo— una sonrisilla, aún sarcástica y condescendiente, podía arreglarlo casi todo, pero con mascarilla no hay sonrisa vista. Sonreír ya no es un lubricante social. Si lo ha hecho mal, solo dispone de la mitad superior de la cara para arreglarlo.
“Ahora somos como perros sin rabo”, avisaba el South China Morning Post a sus lectores. El diario de Hong Kong recomienda “no fiarse solo de las pistas visuales: si alguien frunce el entrecejo, puede que esté enfadado. O no. Quizás haya olvidado las gafas y no vea nada”. Su consejo es aclarar, preguntar varias veces, repetir…, todo para evitar malentendidos.
Nuestro idilio con las mascarillas encaja en el esquema de un romance tóxico. De no querer saber de ellas pasamos, cuando se pusieron difíciles, a la lista de espera para pagarlas a precio de oro. Ahora las llevamos como el DNI personal e intransferible obligatorio para entrar en algunos sitios. Pero ya las reparten gratis, así que estamos a punto de superarlas. “Al principio, cuando veíamos a alguien con mascarilla tendíamos a invisibilizarlo, como si fuera mobiliario urbano”, señala la psicoterapeuta Isabel Larraburu. Habla, claro, de la prehistoria de la pandemia, ahora todos somos mobiliario urbano. Cree que para evitar confusiones entre enmascarados hay que “usar los ojos y las cejas para expresarse, y fijarse en la mirada de los demás para comprenderlos”. Pero reconoce que establecer contacto visual mascarilla mediante puede ser un acto temerario. “Muchos prefieren las expresiones de la boca y las mejillas porque les cuesta mirar a los ojos”.
“La cara tiene poder para seducir o amenazar, pero no comunica mensajes inequívocos sobre emociones como ‘soy feliz’ o ‘estoy enfadado”, opina el profesor José Miguel Fernández-Dols de la Universidad Autónoma de Madrid, que investiga la relación entre expresión facial y emociones. “Es una herramienta no verbal, pero tenemos multitud de recursos como las manos y las posturas que suplen de forma natural la parte oculta del rostro, y el ser humano tiene gran flexibilidad adaptativa”.
En breve, se nos pasará la mascarilla y tendremos que someternos a continuos llamados al orden. “Hay que recordar una y otra vez que la llevamos y que hemos perdido una vía importante de expresión, y que se nos puede malinterpretar y las disculpas con una sonrisa ya no son tan eficientes”, apunta Larraburu. En cambio, Fernández-Dols cree que la distancia social será más dura de llevar que una mascarilla. “Es más disruptivo. Hablar a distancia es molesto y estresante porque en nuestra cultura la intimidad y el afecto se expresan con la proximidad física. A la larga echaremos más de menos un abrazo que una sonrisa”.
Última instrucción: el verano está más cerca de lo que parece. No se exponga al sol. Evite el moreno de mascarill
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