Para que la Tierra nos soporte
Ya no se trata solo de sobrevivir a la covid-19, sino de cómo cambiar desde ahora y continuar después. Hacer lo mismo simplemente no aparece como una opción a considerar
Tan clamoroso es el fracaso de una parte de nuestra civilización, evidenciado sin atenuantes por la irrupción de la covid-19, que difícilmente habrá en el futuro un homo sapiens que hunda este momento dramático en el olvido. Podremos verlo de otra manera, acordarnos con dolor de nuestros muertos, o reconocer nuestros errores. Pero la resaca será imborrable.
¿Hay algo que podamos hacer frente a este quiebre sorprendente de nuestro discurrir por el planeta? Se han dicho tantas cosas sobre lo que vivimos —feas, hermosas, esperanzadas o desoladas—, que lanzar más hipótesis siempre es arriesgado. Sin embargo, hay asuntos que asoman, como luces al final de un túnel que no sabemos si realmente tiene un final.
Tal vez lo primero sea precisamente eso: aprender a vivir con más incertidumbre. No dar respuestas aventuradas a problemas o trances históricos, como aquella que anunció El fin de la historia o la aún vigente “un día todos estaremos conectados”. No se sabe ni siquiera si esta pandemia terminará, y más bien parece el comienzo de una saga de eventos similares.
Vivir con seguridades inútiles es muy propio de nuestros tics civilizatorios. La pareja ideal puede estar en Tinder, la dieta perfecta en un método, la ruta económica de un país en un “piloto automático” (una penosa frase muy recurrente en Perú). El auto invencible llega un día, y el teléfono incomparable otro, para luego diluirse todo en medio de la melancolía.
Las cuarentenas son una cachetada a esas certezas, y curiosamente se hacen a partir de un congelamiento de casi todo, salvo de “lo esencial”. Es decir, de eso que, en realidad, nos sirve, como la comida, las medicinas, los recursos financieros. Para la mayoría, ya no hay tiempo para lujos, gastos estéticos, frivolidades. Nos hemos quedado desnudos, tal como somos.
La actual crisis se perfila como un ensayo tormentoso frente al agravamiento del cambio climático
Además de esas necesidades reales, nos sobrevive el afecto, que en algún tormentoso recinto más bien muta en violencia de género o familiar. Y en millones de hogares en sentir más en carne viva cómo es la pobreza. No es lo mismo la incertidumbre del rico que la del desposeído, ni el virus es tan democrático como se proclama. Pero la angustia sí parece común.
De allí que hayan irrumpido soluciones antes ninguneadas como la bicicleta. En un mundo híper-motorizado, el humilde vehículo, tan ninguneado a pesar de su coraje ciudadano y ecológico, se está haciendo un mayor espacio en Nueva York, en París, en Lima. Va a dejar de ser una alternativa africana, o un recurso hipster holandés, para convertirse en una necesidad.
Tiene las de triunfar inesperadamente, contra todo pronóstico, y como si nos preparara para una catástrofe mayor, que no se podría contener con inmovilizaciones. La actual crisis se perfila como un ensayo tormentoso frente al agravamiento del cambio climático, y es más: no está desconectada en absoluto de este, como lo han demostrado ya varios científicos.
No hacerse ese enlace entre este presente y ese futuro resulta, al menos, candoroso. Hay varios indicios de que los nuevos virus están entre nosotros debido a nuestra torva intervención en la biosfera, a nuestra pasión por exprimir los recursos sin piedad. Hemos convertido al planeta casi en un botadero, o en un almacén sucio, y queremos que no se sienta.
No es un tiempo para ser conservador, en todas las dimensiones lamentables del término, desde oponerse a la equidad de género hasta maldecir a la migración
Es verdad que la Tierra podría continuar sin los humanos, sin que quede de nosotros ni una prueba molecular. Por lo mismo, si queremos que nos soporte no es opcional, sino urgente, caminar hacia una cultura que no santifique el consumo como el súmmum de la felicidad. Eso ni siquiera lo aguanta nuestro cerebro, ni nuestro cuerpo, como solemos sentirlo al final del día.
Somos muchos, además, como ya lo ha advertido el divulgador científico David Quammen, de modo que no podemos pretender que nuestro impacto ambiental sea soportable. En estos días ha sido curioso, y desolador, ver calles de grandes ciudades vacías, las cuales sugerían que, en efecto, la historia había terminado, solo que para nosotros pero no para los animales.
Nuestro modo de ocupar el territorio tiene que cambiar. También nuestra manera de planificar las ciudades, de formar una familia, de viajar, de vincularnos con los otros seres vivos, de aprovechar los ecosistemas. No es posible, como ha señalado Global Footprint Network que actualmente necesitemos 1.7 planetas para vivir como vivimos. O incluso más.
El mundo ya no es un lugar para viejos dogmas. No es un tiempo para ser conservador, en todas las dimensiones lamentables del término, desde oponerse a la equidad de género hasta maldecir a la migración. La solidaridad, la inteligencia, la austeridad, la justicia, se perfilan como mejores compañeros de viaje. Seguir fomentando el abismo social, global o nacional, es suicida.
Si acaso podemos imaginar un ciudadano postpandemia, esté tendrá que juntar en un haz una serie de valores que hoy son irrenunciables: los derechos humanos, la lucha contra el calentamiento global, el consumo inteligente, el respeto por el otro. La parte de nuestra especie que lo entienda, y lo asuma, tendrá más posibilidades de vivir, no solo de sobrevivir.
Porque ni la globalización será lo que hemos conocido. Volverá pero en otra clave, quizás como una suerte de escenario donde tendrá que haber intercambios más cautos. Puede ocurrir todo lo contrario, por supuesto. Pero si la opulencia de los recontra-favorecidos o la miopía de los poderosos insisten en la injusticia y el aplastamiento, los ecosistemas ya no nos aguantarán.
“Mientras dure esta música, mereceremos haber visto, desde una cumbre, la tierra prometida”, escribió una vez Jorge Luis Borges recordando al poeta Walt Whitman. Tal vez la única manera de que el planeta nos soporte y que no seamos reemplazados por los insectos, o por los propios microbios que hoy tanto tememos, es que produzcamos otra música, otro mundo, otra esperanza.
Ramiro Escobar La Cruz es periodista y profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú, de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.
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