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La crisis del coronavirus
Tribuna
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La pandemia que vendrá

Aumentar la comprensión de los virus así como preparar y prevenir el próximo brote con inteligencia artificial ofrecerá una chispa de esperanza

Investigación de un modelo de inteligencia artificial para determinar si un paciente padece covid-19 a raíz de radiografías
Investigación de un modelo de inteligencia artificial para determinar si un paciente padece covid-19 a raíz de radiografíasEL PAÍS (Europa Press)

Los virus son los agentes infecciosos más abundantes del planeta. En España existen cientos de millones de virus por metro cuadrado, una cifra asombrosa por su magnitud y significado: somos una especie frágil con un número relativamente pequeño de individuos viviendo en el planeta de los virus.

La mayoría de los virus son inocuos, pero otros tienen el terrible potencial de erradicar la humanidad. Si no nos autodestruimos antes, un virus acabará con nosotros. La terapia contra los virus es una de las asignaturas pendientes de la medicina moderna. Para la mayoría no hay antibióticos ni tratamiento alguno. Nos acechan desde la oscuridad de la ignorancia, como las fieras husmeaban al hombre prehistórico antes del descubrimiento del fuego: en nuestra indefensión, los virus son nuestros depredadores más letales.

Un virus es un ácido nucleico envuelto en proteínas. Su ARN o su ADN es fundamentalmente similar al nuestro y les guía el mismo egoísmo: sobrevivir y, si es necesario, a toda costa. Richard Dawkins propuso en los setenta que lo genes aspiran a la inmortalidad y que los humanos y las demás especies son solo vehículos para conseguir ese objetivo. Según algunas teorías, los virus son desechos de células muertas, partículas inertes flotando en la lluvia, el polvo, el agua de los océanos y la brisa de los desiertos, que cobran vida cuando infectan una célula. Una vez en su interior, saquean su maquinaria más eficiente, consumen su energía y se multiplican miles de millones de veces. La célula muere liberando una horda de clones que aspiran ciegamente a la eternidad infectando el vientre de tantas células como sea posible. Y una insignificante cantidad de ARN puede aniquilar fácilmente millones de células, organismos complejos y animales en días. Darwin nunca dijo que la vida en la Tierra se basase en la supervivencia del más fuerte.

Si una pandemia -quizá la siguiente- podría acabar con la humanidad, ¿por qué los virus no nos destruyen hoy o no lo han hecho todavía?

El vocablo virus proviene de la palabra veneno en latín y, como cualquier tóxico, puede matar o curar. En nuestros laboratorios, modificamos la genética de los virus para diseñar tratamientos contra el cáncer, los amoldamos a voluntad. De un modo parecido, los virus nos han moldeado a lo largo de miles de millones de años. Si el carbono une la química del universo, una conclusión profunda de la biología implica que existe una conexión telúrica entre los organismos. Los ácidos nucleicos han tenido en la Tierra una inconcebible expansión formando a través de la evolución un incontable número de seres vivos. Todos ellos, desde los virus a las ballenas azules, tienen en común su base molecular, el ADN y el ARN. Entre los virus y la humanidad el vínculo no podría ser más profundo. El insólito origen del primer hombre podría deberse a la infección de un predecesor por un retrovirus hace millones de años. Una teoría turbadora basada en hechos extraordinarios: hay treinta mil virus en nuestro ADN. Sin las letras de los ácidos nucleicos virales, nunca se hubiese escrito la palabra humano.

En 1964, June Almeida, hija de un conductor de autobuses escocés, identificó y fotografió el primer coronavirus humano en su laboratorio en el hospital St. Thomas de Londres. Más tarde se establecieron similitudes entre los coronavirus humanos y los que infectan a las aves. La COVID-19 es causada por un coronavirus de otra especie que ha “saltado” a la nuestra.

La siguiente pandemia podría iniciarse cuando uno de los virus de las aves de corral infectase a un cerdo en una granja

La siguiente pandemia podría iniciarse cuando uno de los virus de las aves de corral infectase a un cerdo en una granja en Tailandia. El puerco infectado sufre una nueva infección por el virus de la gripe que aqueja al granjero. El virus humano y el virus aviar intercambian sus genes en el cerdo, transformándose en un nuevo patógeno. El nuevo virus infecta al granjero, quien no tiene defensas contra él. A la mañana siguiente, el campesino amanece a la misma realidad del día anterior y del otro y del otro: decenas de pollos muertos. El nuevo virus ha infectado también a varios miembros de su familia, que permanecen asintomáticos cuando él muere de una neumonía. Los familiares asisten al entierro, y regresan a sus casas en su aldea y en aldeas vecinas. Un miembro de la familia, a pesar de no sentirse del todo bien, hace un viaje de negocios al Japón y desde allí sus socios viajan a Manhattan y los socios de los socios, a Berlín. La existencia de la nueva enfermedad es anunciada en un hospital de Vietnam. Este virus letal se transmite por el aire y cientos de millones de personas mueren antes de tener una vacuna.

En nombre de la economía se ha defendido la esclavitud y silenciado los efectos nocivos del tabaco. El miedo a un decrecimiento económico ha enfrentado a políticos populistas y científicos durante la pandemia. Los políticos no consentirían que el remedio fuese peor que la enfermedad. Mientras las medidas sociales propuestas por los epidemiólogos salvaron millones de vidas, los políticos insisten en cargar los muertos a sus colegas: en la ilógica matemática de la necrofilia, calculan que, por cada muerto que cantan, tendrán un votante más en lugar de uno menos. Boris Johnson negó la gravedad de la epidemia y acabó en la UCI del hospital St Thomas, donde Almeida medio siglo antes había descubierto el coronavirus.

No se toman las mismas medidas para reaccionar ante una pandemia. Sin estos simulacros, es difícil ensayar la urgente y precisa comunicación necesaria para arrinconar una enfermedad. Sin ensayos, no se pueden evidenciar los fallos hospitalarios o los hábitos de comportamiento social que podrían ser reparados

Bill Gates —Casandra de la pandemia viral— apuntó que nos preparábamos para las guerras, pero no para las pandemias. En previsión de un posible conflicto, países grandes y pequeños sufragan gastos de maniobras militares, simulacros bélicos a gran escala, por tierra, mar y aire. No se toman las mismas medidas para reaccionar ante una pandemia. Sin estos simulacros, es difícil ensayar la urgente y precisa comunicación necesaria para arrinconar una enfermedad. Sin ensayos, no se pueden evidenciar los fallos hospitalarios o los hábitos de comportamiento social que podrían ser reparados. El diagnóstico del primer caso de la siguiente pandemia debería hacerlo un ordenador. Se necesitan equipos listos para digitalizar y centralizar la información a nivel mundial, ensayar estrategias de inteligencia artificial capaces de predecir la velocidad y el patrón de la diseminación y que establezcan inmediatamente los grupos de riesgo, instauren las medidas de protección y faciliten el rápido descubrimiento de nuevos medicamentos.

Según Procopius —historiador de la primera pandemia— durante la peste bubónica del 541, la gente repartía su lástima entre los enfermos y los que los cuidaban. En los hospitales de hoy día, viven y mueren los agotados héroes del presente. Su heroísmo quedará sin recompensa. Acabada la crisis, habrá quien pierda su puesto de trabajo: en EE UU, la prestigiosa Clínica Mayo ha comenzado un plan de recorte de salarios y optimización de plantillas… Los aplausos del presente son cálidos, pero las bajas temperaturas de los ventrículos del capitalismo se miden en grados Kelvin.

Huéspedes recientes del planeta de los virus, vivimos a su merced. Las olas de la COVID-19, son solo la avanzadilla de la pandemia que vendrá. Aumentar nuestra comprensión de los virus y prepararnos para diagnosticar el siguiente brote y prevenir su expansión usando inteligencia artificial ofrecerían una chispa de esperanza. Esa antorcha en medio de la noche del conocimiento que tantas veces ha encendido la ciencia.

Juan Fueyo es neurólogo e investigador del Centro de Cáncer MD Anderson

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