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Julieta Venegas: “Mi papá era esa figura de macho con todos los estereotipos posibles”

Leila Guerriero

Tras el éxito, 20 millones de discos vendidos y seis premios Grammy, la cantante mexicana paró en seco. Reencontró la pasión por la música en Buenos Aires, donde vive ahora. Allí pasamos varios días de enero conversando con ella.

Julieta Venegas retratada el 20 de marzo en Coyoacán, Ciudad de México.
Julieta Venegas retratada el 20 de marzo en Coyoacán, Ciudad de México.Yvonne Venegas

Las cosas no estaban saliendo bien. No puede decirse que no estuvieran saliendo según lo planeado porque no había plan. Sólo la idea un poco volátil, quizás cándida, de que viviendo allí, en la Ciudad de México, podría tocar ante un público más amplio que el que había tenido en los bares de Tijuana. Pero las cosas no estaban saliendo bien. Ganaba poco dinero dando clases de inglés en empresas (bancos, farmacéuticas), y hay que imaginarla menuda, 21 años, acomodándose el pelo detrás de las orejas en un gesto que funciona hasta hoy como antídoto contra la inseguridad o la timidez (igual que la risita compungida con que le quita importancia a frases que suenan sentenciosas, o con la que parece desestimar pudorosamente un comentario ingenuo), enseñando gramática y pronunciación, pensando qué hago aquí, esto no es lo que se suponía que iba a suceder. Pero ¿qué era lo que se suponía que iba a suceder? Hay que imaginarla saliendo de esas oficinas, yendo hasta el centro, pegando papeles donde podía leerse un número de teléfono, la frase “Busco baterista” y su nombre, Julieta Venegas, una chica del norte, una fronteriza, una recién llegada a la Ciudad de México a la que las cosas no le estaban saliendo bien, a la que no le alcanzaba el dinero ni para pagar el alquiler, y que un día de Navidad, de visita en Tijuana, le dijo a su madre: “¿Sabes qué, mamá? No me está yendo bien, ya no sé si puedo seguir, no sé si es tan buena idea haberme ido”. Y hay que imaginar a su madre (en una conversación que Julieta Venegas recuerda 30 años después, 20 millones de discos vendidos después, seis premios Grammy después, sentada en un departamento del barrio de Belgrano, en Buenos Aires, donde vive desde 2017, un departamento de dos habitaciones con una cocina sin ventanas, una heladera cuyo tamaño obtura el pasillo, una sala donde hay un piano, una guitarra, un ukelele, un acordeón, dos bibliotecas, un sofá y absolutamente nada más) diciéndole: “Mi amor, tuviste los pantalones para irte. No regreses”.

—Le dije: “Mami, creo que me voy a volver”. Y mi madre volteó y me dijo: “Yo toda la vida tuve el sueño de ser artista. Nunca pude, no me dejaron. Ahora tú estás haciéndolo. Ya no regreses, mi amor”.

Y no regresó.

—¡Tráiganle una toalla a Julieta! —pide un técnico que sale del baño donde se graba un video de Dom La Nena, chelista y cantante brasileña que reside en París.

Pero esta tarde de enero de 2020, cuando aún faltan dos meses para que se imponga un confinamiento obligatorio debido a la epidemia de coronavirus, con la ciudad de Buenos Aires a más de 34 grados, Julieta Venegas sale del baño de un departamento antiguo recogiéndose el vestido negro, riéndose y diciendo: “No pasa nada, me encanta”.

—Vos decinos si hay algo que no querés hacer —dice Dom La Nena, con una voz en la que se refleja la conciencia de que una de las mayores estrellas de la música latinoamericana está empapada porque la escena se grabó bajo la ducha.

—No pasa nada —dice Venegas, concentrada en no mojar el piso.

Llegó a las cuatro y media de la tarde, acompañada de su hija Simona, de nueve años, cargando dos portatrajes y un bolso con ropa. Saludó a todos —“Hola, Julieta, encantada”—, y la llevaron hasta un cuarto donde la peinadora le preguntó cómo quería el pelo.

—No sé, tengo un desastre. Quizás un poco de forma, si no toma mucho tiempo.

Ahora, mientras se quita el vestido mojado, dice:

—Cuando volví a tocar, hace más o menos un año, este vestido era mi uniforme, mi refugio, lo usaba para todo.

Cuando volvió a tocar (después de un año sin hacerlo), lo hizo en el bar de la librería Notanpuan, en San Isidro, zona norte del conurbano bonaerense, ante 50 personas que pagaron para verla 7 euros cada una.

Ocho álbumes; giras ininterrumpidas desde 2004 y hasta 2017; escenarios y discos compartidos con artistas como Bebe, La Mala Rodríguez, Marisa Monte, Fito Páez, Kiko Veneno, Mon Laferte; seis premios Grammy; más de 12 millones de discos vendidos según la discográfica Sony; más de 20 millones según Wikipedia. La definición del verbo “dejar” es “separarse o alejarse de una persona o cosa, temporal o definitivamente”. De todo eso se separó o se alejó Julieta Venegas, temporal o definitivamente, cuando decidió mudarse a Buenos Aires. Lo hizo como sólo hace las cosas de trascendencia extraordinaria (casarse, migrar, tener un hijo): sin reflexión. Intempestivamente.

Mientras los técnicos preparan el set para otra escena del vídeo, ella mira ese ir y venir burbujeante como si transcurriera en un mundo lejano y divertido, mientras dice que a su hija le gustan el sushi y la cultura japonesa, que la indigna que el presidente de México se refiera a las mujeres con estereotipos (“Dice que somos ‘muy sensibles”). Usa una falda larga color púrpura, impresionante. Lleva los labios pintados de un rojo sobrenatural. Parece, toda ella, un espléndido zapato de charol.

—¿Quieres un té? —pregunta desde la cocina.

Su departamento en Buenos Aires no tiene ninguna particularidad, pero fue lo primero que consiguió para alquilar cuando con su pareja, Pablo Braun, dueño de la prestigiosa librería Eterna Cadencia y fundador del FILBA, el Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires, uno de los mayores eventos literarios del Cono Sur, decidieron dejar de vivir en la misma casa.

—Tengo té verde, ¿te gusta?

Vive aquí con su hija Simona y una gata, Mila. Usa una falda larga de jean, una camisola blanca con bordados mexicanos, zapatos chatos de cuero trenzado, un atuendo que variará levemente a lo largo de semanas: los mismos zapatos y distinta blusa; la misma blusa, los mismos zapatos y un pantalón. Se maquilla poco y a veces, como ahora, nada, pero cuando lo hace usa un labial rojo engreído que suprime del rostro cierta severidad trágica y lo reviste de un esplendor gallardo. Las cejas dibujan un estallido que hace pensar en hadas, chispas, entusiasmo. Habla muy rápido, en ocasiones con frases algo grandilocuentes, como “creo mucho en los procesos y necesito integrar las diferentes partes de mi vida de manera tal que no tenga que disociarme”, etcétera, que forman un blindaje detrás del cual se arracima una intimidad apretada e impenetrable. En la sala, que termina en un balcón en el que se ve un tendedero con ropa puesta a secar, hay dos bibliotecas con libros de Rachel Cusk, Chéjov, Foster Wallace, Lydia Davis, Lorrie Moore, Siri Hustvedt, de piso a techo. Lee todos los días durante horas y, si no lo hace, se siente mal: “Algo me pasa en el cerebro”.

“Con las decepciones amorosas adelgazo y me pongo superactiva. No caigo en la autoconmiseración”

—Pongamos esta silla que me dio una amiga —dice, acercando una silla baja, de cuero y madera rústica, para apoyar la tetera y las tazas.

Lo del té verde no responde a ningún culto a la alimentación saludable.

—Amo la comida chatarra. Mi mamá odia cocinar. Nos mandaba al colegio con la mantequilla de maní, latitas, todo lo que los demás niños no podían. Y nos encantaba. Yo amo la comida rápida porque es el sabor de mi infancia. Para mí la infancia es el burrito de Taco Bell. Burger King, Kentucky Fried Chicken, y la sopa enlatada Campbell. Con grumos.

—Vos eras vegetariana.

—Sí, durante 17 años, pero ya no. Me encanta la carne.

Hay varios equívocos en torno a Julieta Venegas, y la idea de que es vegetariana es uno de ellos. Otro consiste en que, por su aspecto menudo, su afabilidad humilde, se la asocia con el adjetivo “frágil”. En 1987, por una discusión, dejó de hablarle a su madre durante semanas (la mujer cursaba un embarazo). En 1989 su padre la echó de casa y ella no volvió en seis meses. En 2004, por un intercambio de opiniones, dejó de atenderle el teléfono a su hermana durante un año y medio. Frágil.

Julieta Venegas retratada el 20 de marzo en Coyoacán, Ciudad de México.
Julieta Venegas retratada el 20 de marzo en Coyoacán, Ciudad de México.Yvonne Venegas

Sus padres —Julia Edith Percevault y José Luis Venegas— se conocieron en Tijuana. Ya casados, se mudaron a Los Ángeles para que él, fotógrafo, estudiara los avances de la fotografía en color. Los cuatro primeros hijos nacieron allí, en Long Beach; los dos restantes, en México. Son, en total, seis hermanos: un varón y cinco mujeres, dos de ellas gemelas. Una se dedica a la música; la otra, a la fotografía. Una se llama Yvonne. La otra, Julieta.

—En Estados Unidos, a los bebés les ponen una etiquetita en la mano. Una decía Gemela A y otra Gemela B. Así las dejamos, para reconocerlas. “Gemelita A” sabíamos que era Yvonne, y “Gemelita B” era Julieta. Estaban idénticas.

Julia Edith Percevault, la madre de Julieta Venegas, habla por teléfono desde su auto estacionado frente a una tienda departamental de la ciudad donde vive, Chula Vista, San Diego, Estados Unidos, a pocos kilómetros de Tijuana, México, donde su marido tiene, desde hace 50 años, un estudio de fotografía especializado en bodas.

—¿Cómo recuerda esos primeros años?

—Yo no sé si he sido inocente o medio tontita, pero siempre me sentía feliz. Siempre lo he atribuido a que Dios está conmigo, entonces la pasaba bien. Y más adelante empezamos a tener problemas.

Venegas no tiene recuerdos de Long Beach, donde la familia vivió hasta sus tres años. En 1973 su padre abrió el estudio de fotografía en Tijuana, pero montaron casa en Chula Vista, Estados Unidos.

—Todos los días nos llevaban al colegio en Tijuana y nos volvían a cruzar. Pero nunca llegaban a tiempo a buscarnos. Me acuerdo de estar con las monjas, porque nos mandaban a colegio privado, esperando a mis papás, tomando una leche. Era un drama.

El estudio de su padre se transformó en sinónimo de status —lo contrataba toda la élite de Tijuana—, y a él le encantaban las bodas, pero lo que era carisma en fiesta ajena, en su casa se volvía rigor despótico.

—Cuando yo tenía unos siete años, llegó y estábamos mirando televisión. No lo saludamos. Entonces dijo: “No hay más televisión”. Se llevó el televisor y lo regaló. Y nunca más hubo televisor. Como no había nada para hacer, me puse a leer. En mi casa había libros de autoayuda, así que leía las novelas de Corín Tellado que encontraba en la de mis amigas.

—¿Ningún hermano se oponía a tu padre?

—No. Había obediencia y esa figura represiva se iba heredando. El hermano mayor trataba mal a la grande, luego la grande a las que siguen, era una cadenita así… dura. Mi papá era esta figura de macho en todos los estereotipos posibles. Ultramegaconservador, olvídate de los gais. Pero ahora es el señor más dulce que puedas conocer. Cambió mucho.

—¿Qué cosas concretas recordás del comportamiento de tu padre antes de ese cambio?

—Es que no me gusta mucho entrar en eso, la verdad.

Cuando dice cosas así, sobreviene una licantropía extraña y su rostro adquiere una expresión pétrea, los ojos cargados de desconfianza y reconvención.

—Nadie sale ileso de la infancia. Y menos si tuvo un papá como el mío.

Yvonne Venegas, hermana de Julieta, habla desde su casa en la Ciudad de México, donde vive desde 2009 con sus dos hijos de 8 y 11 años y su marido inglés.

—Llegaba mi papá y nos hacíamos los dormidos. Era una presencia hostil. Él tenía preferencia por mí, y no lo ocultaba. Era horrible. Decía: “Julieta, mira a tu hermana”. Yo siempre fui más sociable. Julieta era más privada y nadie podía tocar el piano: era de ella. Era muy territorial. En los años de adolescencia, era un bicho raro para mi papá. Era bastante desagradable la relación entre ellos. Él quería que se vistiera bonita y tuviera un novio guapo, y cuando se fue a Ciudad de México nunca la apoyó. Después, cuando fue famosa, todo era “Ay, Julietita”, y eso me cargó. Ahora veo a mi padre, ese personaje romántico que se la pasa pidiendo perdón, y pienso que eso estaba dentro de la furia que él tenía.

—¿Recordás alguna escena concreta de esa furia?

—No, son muchas. No me parece que sea necesario darte un visual.

—Yo creo que desde que tuvimos a nuestros hijos, la cosa con Yvonne se balanceó. Ella quería estar más cerca en la relación y yo soy muy fóbica. Creo que nos criaron haciéndonos competir. La gemela buena y la gemela mala, la linda, la fea.

—¿Quién era la buena y quién era la mala?

—Yvonne. Yvonne era la buena y yo era la mala —dice Julieta Venegas con la severidad de quien expone un hecho de sangre, un crimen—. Ella era muy sociable y yo no. Eso se volvió casi una caricatura: la buena onda y la mala onda. Y cuando me empezó a ir bien, Yvonne se sintió despojada de ese personaje que tenía.

“Ella en México estaba enferma, no estaba feliz, y se fue a Argentina y está divina”, dice su hermana

La gemela buena onda quedó fagocitada por la fama mundial de la gemela oscura.

—Nosotros somos fronterizos —dice José Luis Venegas, padre de Julieta Venegas, desde Tijuana—. Ahora vivimos otra vez en Chula Vista, y cruzamos para trabajar en Tijuana, en mi estudio.

Al principio, el plural parece incluir a alguien más, pero luego queda claro que es el plural de los reyes.

—Yo soy de la vieja generación. Cuando Julieta me dijo que iba a ser rockera yo sentí mucha angustia. No conocía a otra rockera mexicana y le dije: “¿Quién vas a ser, Gloria Trevi?”. Siempre fue muy terquita, perseverante. Más seria que Yvonne. Era poco comunicativa, un poquito huraña. Y cuando se fue no buscó opinión, dijo: “Me voy a México”, y nos quedamos fríos. Pero por entonces el papá era regañón y enojón. Todo lo arreglabas con “Aquí se hace de este modo”. Era la actitud de un general retirado.

—De chicas le tenían miedo.

—Pues yo creo que en ese tiempo había nalgadas. Sí creo que me tuvieron miedo. Pero eso también las hizo fuertes de carácter, porque no soy muy dejadas.

Podría decirse que todo lo que pasó después empezó con la ausencia de aquel televisor y con la presencia de un piano.

—A mi papá le pagaron un trabajo con un piano, y nos mandó a todos a clases particulares con Margarita Valles de Estrada. Un día la maestra le dijo a mi papá: “Sus hijos no quieren venir. La única a la que sí parece que le gusta es a Julieta”. Mi papá me dijo: “La maestra Margarita me dijo que tú quieres seguir. ¿Es así?”. Dije que sí, y me dijo: “El piano es tuyo”. Yo adoraba a mi maestra, y por ella empecé a pensar en dedicarme a la música clásica. Pero cuando yo tenía 12 años, murió durante una operación.

Hubo otros maestros: uno mexicano al que trataba mal (ni siquiera lo miraba); una rusa que tampoco le gustó. Mientras tanto, el peso mexicano sufrió una devaluación y vivir en dólares se tornó imposible, así que la familia se mudó a Tijuana. Ella era una chica solitaria, que se pasaba los días leyendo, tocando el piano y se vestía de manera estrafalaria

—En esa época, mi padre tenía la preocupación de que yo me metiera drogas. Llegábamos de una fiesta y era “Sóplame”, para ver si había tomado o había fumado. Los gringos para él representaban el libertinaje. “Me quiero ir a Tijuana porque no quiero que te conviertas en drogadicta”, me decía. Nos fuimos por la devaluación. Era especialista en chantajearnos con cosas que no eran verdad.

Sin embargo, el libertinaje vivía en Tijuana bajo la forma de un adolescente, Alex Zúñiga, que tenía una banda, Chantaje.

—Me invitó a tocar y dije que sí. Mi papá estaba escandalizado. Llegaban a mi casa estos “jesucristos”, como los llamaba, y se tomaban el alcohol, se comían la comida. Yo los adoraba. Estábamos desatados comprándonos ropa usada. Con mi mamá era siempre la misma conversación: “Tu ropa es horrenda”. Un día llegué del colegio, abrí mi clóset y estaba vacío. Imagínate, a los 16 años. Bueno, drama. Mi mamá negaba que hubiera sido ella. Y una noche mi papá vino y me dijo: “Yo no fui, ¿eh?”. No dijo “Fue ella”, pero le echó la culpa. Y dejé de hablarle a mi mamá durante un mes. Era 1987, ella estaba embarazada de mi hermanita menor. Lloraba, me hacía unos dramas. Y yo ni la volteaba a ver. Durísima.

La banda de Zúñiga se disolvió pronto y formó otra, Tijuana No!, de reggae y ska.

—En Tijuana No! empecé a escribir canciones. Y un día Alex me dijo: “No tenemos cantante, ¿tú cantas?”. Le dije: “Supongo que sí”. Canté Boys Don’t Cry, de The Cure, y Alex dijo: “Listo, tenemos cantante”.

Así, con 17 años, tocaba y cantaba en una banda contestataria mientras su padre veía cómo la hija criada entre monjas se volvía aprendiz de bruja.

—Cuando terminé el colegio me dijo: “¿Qué quieres estudiar? Las mujeres, hasta que se casan, deben estudiar”. Y le dije “Música”. “Eso no es una carrera”. “Entonces Letras”. “No, algo que te sirva”. “Entonces no estudio nada”. Entré a trabajar en una tienda de discos y decidí estudiar musicología en la Universidad de San Diego. Pero me corrió de casa.

Cree que la pelea fue de noche. Recuerda que metió su ropa en bolsas para la basura y que terminó en un sitio que le alquiló a un amigo.

—Tuve que dejar la universidad porque no me alcanzaba para pagar la renta. Mi papá venía todas las noches a tocar el claxon y pedirme que volviera. Yo decía: “Este señor está loco, yo no vuelvo”.

—¿Qué generó la pelea?

—Yo estaba hablando con un novio y mi papá me quitó el teléfono. Empecé a gritar y dijo: “Coge tus cosas y vete”. Pero siento que estamos adentrándonos en lugares que…, no sé si me gusta tanto hablar, la verdad.

Al cabo de un tiempo regresó a su casa, pero la calma duró poco. Las letras de Tijuana No!, sobre la revolución y la desigualdad, no eran lo suyo.

—Así que cuando decidieron hacer su disco les dije: “Ustedes son mis hermanos, pero yo no voy a seguir en la banda”.

Dejó el grupo, siguió trabajando en la tienda de discos, hizo música para una obra de teatro. Tenía 21 años —y miraba con amor y envidia el éxito de Tijuana No!, que conseguía fechas en todas partes— cuando la invitaron a un festival en Monterrey y pensó que podía aprovechar para ir a la Ciudad de México.

—Le dije a mi papá: “Me voy”. Me dijo: “Yo no te voy a ayudar”. Y le dije: “No me ayudes”. Pero no tenía planes de vivir allí. Y cuando llegué pensé: “Aquí a lo mejor puedo tocar en un sitio al que no vayan a verme nada más mi mamá y mis tías”. Y me quedé.

“Era vegetariana, pero ya no. Amo la comida rápida, es el sabor de mi infancia. Mi mamá odia cocinar”

Vivía en una casa sin agua caliente, a la que entraba metiendo la mano por un agujero y tirando de un alambre. Para sobrevivir, empezó a dar clases de inglés mientras intentaba formar una banda.

—Pegaba carteles en las tiendas de discos, buscando músicos. Así armé una banda, Lula.

Un día, desde un auto, un desconocido le gritó: “¡Julieta!”. Era Francisco Franco, un actor que había conocido a su hermana Yvonne en Tijuana. Cuando vio a una mujer idéntica en Ciudad de México supuso que era la gemela perdida y la invitó a subir.

—Y yo, muy confiada, me subí. Me dijo que estaba haciendo una obra de teatro. Le dije: “Invítame a hacer la música”.

Seis meses después había compuesto la música de la obra —Calígula, probablemente— e interpretaba allí a una pianista gringa que lanzaba diatribas contra los padres (“me desahogué”). La pieza estuvo en cartel un año, le permitió tener algún ingreso. Una noche tocó en un bar llamado Rockatitlán y entre el público estaban los Café Tacuba, ya entonces una banda de renombre.

—Nos hicimos novios con Joselo Rangel, de los Tacuba. Habremos estado juntos tres años, pero fue muy importante para mí.

Joselo la alentó a comprar el acordeón, que siempre había querido tocar —“aprendí sola”—, a grabar un demo, y le presentó al productor argentino Gustavo Santaolalla, un midas artífice del boom del rock latino­americano en los noventa.

—Después apareció una disquera, BMG, y me propusieron firmar un contrato.

En 1997 sacó su primer disco, Aquí, con producción de Santaolalla.

—En ese tiempo, Yvonne vivió en Ciudad de México. Pero no me acuerdo, porque nuestra relación empezó a ponerse mal.

Venegas, en un ensayo con su maestra de canto Ericka Bañuelos (a su izquierda) en Ciudad de México.
Venegas, en un ensayo con su maestra de canto Ericka Bañuelos (a su izquierda) en Ciudad de México.Yvonne Venegas

—Yo me arrepiento muchísimo de haberme casado a los 21 años para irme de mi casa —dice Yvonne Venegas—. Con uno que era heroinómano rehabilitado. Me fui con él a Portugal y pronto recayó. Me regresé a Tijuana. Pero mi papá decía: “Ahora eres una mujer marcada, ya no eres virgen”. El día del Gay Pride dije: “Me voy al Gay Pride”. Y se puso histérico, que cómo iba a ir con esos retorcidos mentales, que eres igual que tu hermana. Y le dije: “Si yo fuera lesbiana, ¿qué harías?”. Me dijo: “Te correría de la casa”. Le dije: “Ya, me voy”. Y me fui a Ciudad de México.

Vivió allí desde 1994 y hasta 1996, y salió un tiempo con Quique Rangel, hermano de Joselo, el novio de su hermana (“A ella no le gustó nada que yo anduviera de novia con el hermano de su novio”), pero lo que terminó de agriarlo todo fueron unas fotos.

—Yo hago fotos desde los 15. Empecé tomándole fotos a Julieta. Y se publicó un portafolio que hice sobre ella en una revista de fotografía. Julieta sale desnuda en una tina, hermosa. Hay otra donde nos estamos dando un beso en la boca. Las fotos iban acompañadas de un texto donde yo escribía cosas de nuestra relación. Pero una revista de farándula tomó la foto de Julieta desnuda y la puso en la portada. Ella era famosilla. Y fue un drama. Fue un cambio en mi relación con ella pero también en mi trabajo, porque me dijo: “No puedes tomarme más fotos”. Y yo dije: “Qué hago”.

Los textos de Yvonne, debajo de las fotos, dicen: “Tal vez yo quiera tomarle fotos a Julieta de todas las formas en que me deje para asegurarme un lugar en sus recuerdos, y tal vez Julieta no me deje tomarle fotos porque no quiere asegurarme ese lugar”.

—Lo conocí en México.

—Y se casaron.

—Sí, nos casamos. Pero ¿sí tenemos que hablar de eso? —dice, riéndose—. Sí, nos casamos por civil en Estados Unidos. Menos mal, porque en Chile no había divorcio.

En 1998, terminada su relación con Joselo Rangel, se casó con Álvaro Henríquez, líder de Los Tres y uno de los músicos más reconocidos de Chile.

—Ni él se mudó a México ni yo a Chile. Duramos un año de novios y un año casados. Estuvo lindo. También le quitas ese peso al casarse. Listo, ya la hiciste, te casaste, check. Lo sigo queriendo un montón. Y le tengo cariño a esa decisión que tomamos. Después él se enamoró de otra chica.

Hace una pausa y, echando la cabeza hacia atrás, se ríe a carcajadas.

—De una actriz de teleserie. Nunca puedo evitar decirlo porque me da mucha risa. Era parte de la anécdota: “Y después me dejó por una actriz de teleserie”. Era obvio que iba a pasar lo que pasó. Pero nunca he sido rencorosa ni atormentada. Las decepciones amorosas nunca me dan lo que se supone que te dan, que estás triste, comes. Yo adelgazo y me pongo superactiva. No caigo en la autoconmiseración.

En 2000, cuando sacó su segundo disco, Bueninvento, hacía tiempo que sus padres habían regresado a vivir en Chula Vista. El primer día de ese año se separaron.

—Estuvimos separados nueve años —dice Julia ­Edith, madre de Julieta—. Volvimos a principios de 2009. Teníamos una situación muy tremenda. Un día exploté y dije: “¿Sabes qué? Esto es imposible, me voy”. Los primeros cuatro años ni hablábamos. Después empezó a reconquistarme. Ha cambiado muchísimo. Está más tranquilo. Antes explotaba y daba gritos. Hasta miedo te daba hablarle, porque no sabías cómo iba a reaccionar.

Todos dicen que, desde que volvieron a estar juntos, él cambió por completo. Explican los motivos de esa conversión con un argumento simple: “Extrañó a su familia”.

—En mi familia el silencio ha sido un problema. Yo sé que mi papá tuvo una infancia dura porque una vez, hace unos años, le pregunté: “Pa, ¿qué onda tu infancia?”. Y me dijo: “Yo tengo borrados los primeros 10 años de mi vida”. Pero ahora lo veo todo amoroso y quiero disfrutar a ese señor.

Su segundo disco, Bueninvento, se lanzó en el año 2000, y la crítica, elogiosa, resaltó su carácter “magnético”, “lírico”, “oscuro”. En 2003 lanzó Sí, un disco que lo cambió todo. Su corte ‘Andar conmigo’ trepó a las primeras posiciones en América Latina y eso hizo que empezara a sonar, entre sus devotos, la frase “se volvió comercial”. El portal All Music publicó: “No hay que confundir a Venegas con (…) algo pasajero. A veces el amor está destinado a durar”. En 2005 Limón y sal, con hits acorazados como la canción que da título al disco y ‘Me voy’, vendió seis millones de copias y terminó de consolidarla entre la realeza del pop latinoamericano. Siguieron el MTV Unplugged, de 2008; Otra cosa, de 2010; Los momentos, de 2013, y Algo sucede, de 2015. Giró por Europa, por Estados Unidos, por América Latina. Se compró una casa. Se compró un piano Steinway de cola. Había salido de Tijuana sin un cobre y ahí estaba, brillando por el universo. Sin embargo, todo empezaba a ser un mal sueño.

—La fama de Julieta fue un golpe fuertísimo para mí —dice Yvonne Venegas—. La gente me confundía con ella. Les decía: “No, soy la hermana gemela”. Y me decían: “Me tomo una foto contigo y digo que eres Julieta”. Y en ese momento nosotras dejamos de hablarnos por un año y medio. Parte del asunto por el cual nos peleamos tenía que ver con que, cuando su proyecto se volvió tan grande, yo no la reconocía. Fuimos a Japón a grabar el video de un tema, ‘Lento’. En el avión íbamos riéndonos, usando un idioma que inventamos entre nosotras. En cuanto llegamos a Tokio, todo se cortó. Era “ese mundito tonto lo vamos a dejar de lado”. Era dura conmigo. Y pues sí, hubo problemas.

—¿Quién sufría más cuando se peleaban?

—Pues yo, la verdad. Ella no creo que nunca la haya pasado mal. El año que estuvimos sin hablarnos, yo la buscaba y ella no me atendía.

“Profesionalmente es un general. Por lo demás es una princesa flotante en una nube extraña”, dice un amigo


—Profesionalmente es un general; amoroso, pero un general —dice su amigo el actor y director mexicano Francisco Franco—. Y por lo demás, es una princesa flotante en una nube extraña.

En 2009 viajó a Buenos Aires. Permaneció allí cinco meses para grabar Otra cosa. Solía almorzar en un restaurante vegetariano, Krishna. Allí trabajaba, como encargado un musicoterapeuta llamado Rodrigo García Prieto.

—La relación empezó en Buenos Aires. Me quedé embarazada y él se vino conmigo a México. Cuando llegamos, nos separamos de inmediato. Fue muy poco tiempo de relación. Tres meses. Pero ahora estamos en un momento lindo y por eso no quiero…, para los dos fue muy traumático.

Cuando se supo que estaba embarazada, los programas y revistas de farándula especularon con la identidad del padre: “Un psicólogo argentino”, “un músico argentino desconocido”. Ella no dijo nada, ni entonces ni después, cuando las cosas se pusieron feas.

—Con la familia de Rodrigo hemos tenido una historia dificilísima. Yo los siento como mi familia ahora. Pero todo lo que pasó fue traumático. Ahora lo veo como una cadena de actos desesperados. Míos, de él, de la abuela. Fue horrible para todos.

Simona nació el 12 de agosto de 2010. Antes del nacimiento, Rodrigo García Prieto le había advertido que no permitiría que saliera de gira con la niña. La reacción de Venegas fue anotarla sólo con su apellido. García Prieto, que siguió viviendo en México por ocho años, inició un juicio de paternidad. No ayudó que Venegas fuera, desde septiembre de 2009, embajadora de buena voluntad de Unicef, una ONG que defiende los derechos de los niños. En febrero de 2014, la justicia dictaminó que la niña debía llevar el apellido de su padre. Desde entonces, el vínculo con la familia paterna es fluido, pero ella habla del tema con una prudencia cargada de preocupación, como si cada palabra pudiera destrozar universos dolorosamente construidos.

—Ma, ¿cuánto dura la entrevista? Es que mi abuelita mañana se va —dice Simona, entrando en la sala con un teléfono.

—Pásamela, mi amor. Hola, Irma —dice ella, afable.

—Hola, Juli, ¿cómo estás? —dice la abuela paterna de Simona—. Mañana me voy de viaje y quería verla hoy, si se puede.

—¡Por supuesto que se puede! Lo único que tiene que hacer es bañarse, pero si no vuelve tarde…

—Se puede bañar en casa, si quiere.

—Ah, pero claro. ¿Cuándo quieres venir? Bueno, en media hora —dice, y corta—. Listo, mi amor. Viene en media hora la abuelita.

Esa noche, mientras abuela y nieta paseen, la madre se encerrará a terminar una canción (“Yo creo que tengo una monja viviendo dentro mí, en el sentido de la austeridad”).

—¿Este es el corrector?

—Sí. Está en otro envase, pero es el mismo tono.

—Qué loco. El otro era más naranja, pero lo pruebo.

Es viernes y ha llegado hace minutos al teatro Picadero donde se repone por unos días La enamorada, un monólogo que se estrenó en agosto con críticas dispares: “Venegas tiene encanto (…) pero no puede evitar la sobreactuación (…)”, publicó Página/12; y “Enamora, conmueve por su entrega, por su dominio de la escena”, publicó La Nación.

—A Simona se le aflojó un diente de abajo —dice ahora, riéndose, vestida apenas con un culotte rosa viejo y una blusa del mismo color mientras se maquilla en el camarín (la obra se hace en cooperativa y no pueden permitirse un maquillador)—. Supongo que son los de leche, ¿no? Tengo que llevarla al dentista.

—Lo primero que se caen son los de adelante —dice una chica que la ayuda a recogerse el pelo.

—Yo creí que había cambiado todo. Oye, ¿cuándo viajamos con la obra a Perú? Porque el 14 y el 17 de abril voy a hacer Nueva York y Miami, con los Soda Stereo. Ay, hoy tengo perros. Pablo se fue y me dejó a las perras. Yo me salí de la casa temprano.

—¿Tienen paseador? —pregunta la chica.

—No, se quedan solas, las pobres. Con la gata. Además me los dio sin comida y ¡les puse comida de gata! —dice, subiendo el tono hasta la carcajada—. Todo mal.

—Pasa, pasa —dice mientas abre la puerta de su ­departamento—. Disculpa el desorden, pero me había olvidado que venías. Estábamos haciendo unas bolitas de tapioca con Simona, para un té que se llama boba tea. Tenemos que ir a comprar leche.

—Si tenían planes, vuelvo otro día.

—Ay, no, pasa, pasa.

Son las cuatro de la tarde de un lunes. Usa una falda verde esmeralda, una camiseta negra que tiene algunos rastros de harina, chancletas de plástico. El encuentro iba a ser el domingo, pero envió un mensaje pidiendo pasarlo al lunes porque olvidó que “tenía un asado”. Esa tendencia a la distracción es habitual (modifica los días y horarios de las entrevistas porque olvidó otro compromiso, siempre con un delicado pedido de disculpas), pero puede tener manifestaciones preocupantes: durante los únicos siete meses en los que condujo chocó tres veces, siempre porque “no volteaba a ver: me metía y luego recordaba que tenía que mirar”.

—Estoy pensando en mudarme a una casa. Pero estuvo bien venir aquí. Necesitaba un balance.

Usa a menudo la palabra “balance”, a veces como escudo ante la amenaza de que la vida vuelva a ser lo que fue.

—Ella en México estaba enferma, no estaba feliz, y se fue a la Argentina y está divina —dice Yvonne Venegas—. Yo prefiero a esta Julieta. Y a esta Yvonne. La admiro tanto. Es tan inteligente, tan intuitiva. Me dicen: “¿No te cansa que te confundan?”. Yo digo: “Que me confundan con un mujerón como ella me encanta”. Lo botó todo y se fue. Quedarse sin nada: mi hija, mi gata, y nada más. Un mujerón

Un disco llevó al otro, un premio al otro, una gira a la siguiente. Pero su hija aprendía a caminar en un aeropuerto, su casa era la tierra prometida a la que no terminaba de llegar.

La cantante, durante un concierto en Oaxaca, México, el 29 de febrero.
La cantante, durante un concierto en Oaxaca, México, el 29 de febrero.Yvonne Venegas

—Llegaba a México y enseguida tenía que irme. Me decían: “Vamos a tocar en tal lugar”, y yo, en vez de ponerme contenta, sentía angustia: “¿Cuántos días voy a estar sin ver a Simona?”. Toda la última gira estuve así. Tres años. Y enferma. Me agarró una amebiasis y no se me curaba. Creo que estuve deprimida sin darme cuenta. Vivía esclavizada. Cuando me subía al escenario decía: “Está bueno esto, pero ¿y todo lo que rodea?”.

En 2016, el padre de Simona le dijo que iba a regresar a Argentina.

—Y me dijo: “Estaría bueno que pensaras en vivir allá”. Yo dije: “¿¡Qué!? ¿Qué voy a hacer allá?”.

Los mecanismos que desencadenaron su mudanza a Buenos Aires se habían puesto en marcha en 2012, cuando fue con su amiga la escritora mexicana Brenda Lozano a la librería Eterna Cadencia, del barrio porteño de Palermo. Las atendió el dueño, Pablo Braun, que no la conocía, así que cuando las mujeres se marcharon los libreros le dijeron: “¡Era Julieta Venegas!”. Él preguntó: “¿Quién?”. “La que canta Limón y sal”. Pensó: “Una de esas cantantes pop, como Paulina Rubio”. Y no pasó nada más hasta 2016, cuando ella hizo un show en Montevideo.

—En los últimos años, durante las giras, mi único paseo era ir a ver librerías. Estaba en Montevideo y me dijeron que la gente de Eterna Cadencia había abierto una ahí, Scaramuzza. Fui, pregunté si tenían Teoría King Kong. Me dijeron que no, pero que lo podían conseguir. Lo encargué, me saqué una foto con la librería y la subí a las redes. Pablo estaba en Montevideo y le avisaron: “Vino Julieta Venegas, subió una foto”. Me escribió por Twitter: “Hola, soy Pablo, de Eterna Cadencia. Scaramuzza es un emprendimiento mío, estoy a tu disposición”. Cuando le dije que iba a volver me dijo: “Si quieres, te invito a comer”. Buena onda, pero muy institucional. Almorzamos y nos conectamos con una complicidad muy grande. Empezamos a hablar por WhatsApp durante horas, así que lo siguiente fue: “Te voy a visitar a México”. Fue el mejor date de mi vida. Por otra parte, el papá de Simona ya había regresado a Buenos Aires, y me parecía triste que Simona no tuviera contacto con él. Así que, cuando lo conocí a Pablo, me dije: “Está lindo Buenos Aires”. Y nos mudamos.

Llegó a la casa de Braun el 10 de julio de 2017, con su hija y su perra Benita (que ahora vive con él, que tiene más sitio). Un año más tarde, la idea de compartir espacio ya no parecía tan buena, así que alquiló este departamento. Para entonces, llevaba meses alejada de la música.

—El 11 de enero de 2017 me fui a verla a México —­dice Pablo Braun en el bar de Eterna Cadencia—. Ya en el taxi nos dimos un beso. Me recontraenganché con la mina. Creo que el 15 de enero me dijo: “Quiero vivir en la misma ciudad que vos”. El 10 de julio estaba no en la misma ciudad sino en la misma casa. Estuvimos un año y medio, hubo una crisis y retomamos la vida en casas separadas. Cuando se vino a Buenos Aires me dejó muy en claro que era su decisión. Le gustó un flaco, se vino, quiere una vida más normal. Es una pesadilla estar de gira. El ensayo, la prueba de sonido, la prensa. Quería salirse de la picadora de carne. El primer tiempo que pasó acá estaba casi fóbica con la música. La verdad que el primer año yo no puedo decir que estaba de novio con una música.

—Me decían de tocar en un sitio y yo decía que no. Era como si hubiera dejado de querer a alguien. Me preguntaba: “¿Cómo es posible que no tenga ganas de tocar? Qué loco no tener impulso”.

Pasó casi un año. Hasta que un día, durante un asado, el dueño de la librería Notanpuan le propuso hacer un show allí, un lugar con capacidad para 50 personas, sin equipo de sonido, con un piano precario.

—Y le dije que sí.

—En julio de 2018 tocó ahí, con un piano que era cualquier cosa, un micrófono modesto, y entradas a 400 pesos —dice Pablo Braun—. Y fue más feliz que haciendo conciertos para tres mil personas. Ella ya escribió Limón y sal, tiene 70 millones de escuchas en Spotify. Para qué hizo todo eso si no lo puede disfrutar. Nunca le pregunté, pero me imagino que el cheque de Spotify todos los meses le debe servir para pagarse sus gastos.

—El departamento donde vive…

—Es un papelón. Nos habíamos peleado y lo primero que apareció lo alquiló. Igual, ella es muy modesta. En México la casa era simple, ni los premios tenía a la vista. Una vez la acompañé a una gira y en Suiza dormimos en un hotel que te daba vergüenza. La puerta del baño era una lámina de plástico. Fue la única vez que se quejó un poquito, y no por ella sino por mí, se sentía mal de haberme llevado a un lugar así.

El pequeño recital de Notanpuan fue el primer movimiento de un engranaje que volvió a ponerse en marcha. En enero de 2019 se presentó en el Café Vinilo; en marzo de 2019, en el centro cultural Torquato Tasso. Siempre lugares chicos, siempre sola. Estos conciertos ínfimos convocados por una artista de multitudes produjeron en la crítica una reacción elogiosa: “Necesitó tomarse un tiempo sabático de la gran industria musical y mandarse a tocar lo que le viniera en gana, en espacios pequeños, sola con sus instrumentos y su voz dulce y versátil”, publicó Página/12 acerca de su show en el Torquato Tasso; “Un concierto impecable (…). Venegas tiene un ángel único y un baúl repleto de canciones con el vuelo y la solidez suficientes como para habilitar audaces relecturas”, publicó La Nación acerca de su concierto en el Café Vinilo.

—Ahora no tengo disquera, no tengo mánager. No tengo cachet. Alguien me dice: “¿Cuál es tu cachet?”, y le digo: “No sé, ¿cuánto tienes? Si me interesa, me das lo que puedas”.

Si existe algo que pueda llamarse “vida normal”, la que lleva en la Argentina se le parece: lleva a su hija en tren al colegio, hace las compras, cocina, tiene ayuda doméstica una vez por semana (en México vivía con una niñera y tenía chófer), y muy pocos la reconocen por la calle. Sólo a veces, cuando paga con tarjeta de crédito y leen su nombre, le dicen: “Ah, como la cantante”.

“Es muy difícil salir completamente ileso o ilesa de la infancia”

—Y yo digo: “Sí, igual”. A veces incluso me dicen: “Y te pareces muchísimo”. Pero nunca digo “Soy yo”.

En pocos días partirá hacia México (hará una gira por Puebla, Monterrey, León, Guadalajara, Querétaro, Tijuana, Oaxaca: “Puse demasiadas fechas, estoy un poco arrepentida, no quiero volver al ritmo de antes”), pero ahora la mujer a quien los diarios de su país celebrarán como a una hija pródiga —“Julieta Venegas regresa renovada tras dos años”, “Julieta Venegas regresa para ofrecer conciertos íntimos”— se calza las chancletas y, con la camiseta salpicada de harina, baja con su hija a comprar leche para hacer bolitas de tapioca.

El sábado 28 de diciembre de 2019, el teatro ND Ateneo de Buenos Aires está repleto. Julieta Venegas, en el escenario, parece una chica encantada con el éxito de su fiesta de cumpleaños. Usa un vestido de estampado asombroso, rojo y crema, de busto ceñido y falda plisada. Brilla como si por las venas le corrieran cristales, y no sangre. Como si con un leve movimiento pudiera tornarse traslúcida. Ya ha tocado el piano, el acordeón, el ukelele, la guitarra. Ya ha cantado canciones clásicas y nuevas. Ya ha hecho bromas sobre el lenguaje inclusivo, pronunciando deliciosamente la equis en “todxs”. Ya ha dicho que “es muy difícil salir completamente ileso o ilesa de la infancia, siempre quedan unos traumillas”. Ya se ha reído, nerviosamente, de esa frase. Ya ha hecho todas esas cosas y ahora canta —con una voz aireada que respira sobre los versos un desasosiego manso— una canción poderosa y extraña: “¿Por qué mi sangre empuja tanto? / ¿Por qué hay un sol quemando en mí? / ¿Por qué tengo esta fuerza infatigable?”. Es una artista en sus dominios, la dominatriz de un público devoto. Y una mujer que vive lejos de su país, en un departamento rentado, con una gata, con su hija de nueve años.

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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