El maleficio
Desde la camilla que los lleva al hospital se preguntan por qué su esfuerzo ha sido inútil y en medio de la peste se ha instalado el virus del odio
Nacieron en plena guerra civil, engendrados bajo una lluvia de hierros; fueron amamantados con el odio y destetados con el miedo y el pan de serrín. Cuando llegó la paz, los niños de la guerra supieron muy pronto que unos habían ganado y otros habían perdido y que su destino iba a ser muy distinto en aquella España, una, grande y libre, partida en dos, la del hambre y la del beneficio, la de los descampados con chavales perdidos como perros sin collar y la de los chicos gorditos y bien peinados, quienes llegado el momento unos irían al instituto o al colegio de curas para hacerse dirigentes, amos y señores, otros a la fábrica o al arado para acabar siendo obreros, jornaleros y servidores. Crecieron aplastados por el mismo silencio, pero un día hubo una feliz conjunción de los astros y aquellos niños de la guerra, que ya eran jóvenes obreros y estudiantes, hijos de vencedores y de vencidos, sintieron la necesidad agónica de sacudirse del encima el yugo de la dictadura. Juntos pelearon bajo los gases lacrimógenos, sufrieron cárceles y torturas, pero no cesaron de unir sus fuerzas en la conquista de la libertad, a la que se sumaron jóvenes de derechas que también necesitaban la democracia para respirar. El resultado fue una explosión de dicha, de bienestar, de prosperidad y de acracia creativa que se produjo en este país durante dos décadas como nunca la hubo en nuestra historia, desde los romanos, gracias al espíritu de aquellos niños nacidos en una guerra civil y que ahora están muriendo en una pandemia. Desde la camilla que los lleva al hospital se preguntan por qué su esfuerzo ha sido inútil y en medio de la peste se ha instalado el virus del odio, como un maleficio histórico, que añade a la incertidumbre del Gobierno el rencor más abyecto de la oposición hasta envenenar al país de nuevo con el espíritu de Caín.
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