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Columna
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La plaga como recurso

Si el coronavirus como transformador de dogmas no altera la autoestima del presidente norteamericano, habrá que confiar en que, al menos, incida sobre la lógica de sus electores

Juan Jesús Aznárez
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en la Casa Blanca, el pasado 10 de abril.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en la Casa Blanca, el pasado 10 de abril. Evan Vucci (AP)

Si la psicología que aborda los traumas colectivos fuera caritativa con la humanidad, el coronavirus emergería como la vacuna contra los presidentes que lo son por su habilidad para el engaño, sin haber culminado el tránsito de la barbarie a la civilización. Las calamidades generalizadas pueden alterar las percepciones de las víctimas sobre sí mismas, sobre el mundo y reconvertir sus credos, según expertos que investigaron los efectos. La peste bubónica, el cólera y la gripe española modificaron la manera de vivir y morir; el estrés postraumático de la Covid-19 bien pudiera transfigurar al hombre medieval que habita en la Casa Blanca, enemigo del consenso y el acuerdo. No todo está perdido.

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Los ensayos clínicos indicarán si la mortandad causada por poblaciones bacterianas desconocidas ha influido positivamente en los esquemas conceptuales de los ideólogos del Gobierno y del presupuesto armamentístico de Estados Unidos: 738.000 millones de dólares contra la calderilla en sanidad pública. Bueno sería que el yodo, los respiradores y la solidaridad compitan con los misiles en la corteza prefrontal de Trump y del Pentágono; será milagroso cuando las partidas para curar derroten a las asignadas para matar.

Aunque la epidemia se haya constituido en factor de políticas, contabilidades y calendarios, no todos los estudios sobre psicología social atribuyen al virus el poder de cambiar las creencias básicas de los individuos, adivinado por Janoff-Bulman en Teoría de los supuestos destrozados. Las especulaciones contrarias a la profesora emérita de la Universidad de Massachusetts indican que los pensamientos y juicios que suponemos ciertos seguirán igual de ciertos después del patógeno, ergo Trump y sus émulos no cambiarán.

La peste que antes de Cristo mató a un tercio de la población de Atenas y derrumbó el Estado próspero y justo concebido por Pericles, no sepultó para siempre los fundamentos de la primera democracia documentada de la historia pero dañó sus articulaciones; la Covid-19 no tumbará las democracias y dictaduras contemporáneas pero probablemente incorpore ajustes en sus engranajes. Los rebrotes de la plaga de Justiniano no laminaron el imperio bizantino; generaron inestabilidad y revoluciones y el emperador nunca recobró el esplendor perdido.

Si el coronavirus como transformador de dogmas no altera la autoestima del presidente norteamericano, habrá que confiar en que, al menos, incida sobre la lógica de sus electores y los reconduzca hacia candidaturas más saludables en las elecciones de noviembre. El gobernante ha recomendado educar a los niños sin salir de casa. Más completa fue la recomendación de un asesino español a los hijos de un amigo, fascinados por sus fechorías. Me pidieron su autógrafo. El criminal se lo envió desde su celda en Bolivia. “Para Iñaki y Javi. No seáis como yo”. Trump hubiera debido aconsejar a los niños americanos que estudien y reflexionen mucho, y que no sean como él. Todavía está a tiempo. La plaga podría humanizarle; caso contrario, que lo fulmine en las urnas.

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