Patrimonios funerarios
Tuve un profesor que para hacernos comprender la diferencia entre bienes muebles e inmuebles ponía el ataúd como ejemplo de lo primero. No me viene ahora a la cabeza en qué asignatura se estudiaba aquello, pero sí que el docente gastaba bigote, además de una pajarita mustia, de color negro, un poco fúnebre.
—Cosas que se parezcan a un ataúd —añadía luego invitándonos a participar.
—Un armario —señalaba alguien.
—Pues un armario es un bien mueble —certificaba él.
Crecí, pues, con la idea de que los bienes muebles guardaban una relación estrecha con la muerte. Una caja de puros vacía, por ejemplo, era un féretro. De hecho, las utilizábamos para enterrar grillos, moscas, saltamontes, mariposas, lagartijas y escarabajos que perecían en el transcurso de nuestros juegos. Bien ordenados sobre el fondo de la caja, cabían docena o docena y media de estos seres, a los que podríamos calificar de semovientes, pues habían formado parte de un patrimonio que podía moverse por sí solo.
—¿Un grillo es un bien semoviente? —preguntamos un día.
El profe dudó. Luego dijo que el grillo se hallaba en la frontera de esa clase de bienes, pues, aunque era muy cierto que podía moverse por sí solo, resultaba difícil calificarlo como una propiedad.
Se equivocaba en eso. Los guardábamos en jaulas diminutas, semejantes a las de los canarios que fabricábamos nosotros mismos. Me pregunto hoy si era correcto calificar de bien mueble un ataúd. Pero me pregunto, sobre todo, por qué la cabeza establece estas asociaciones entre el pasado remoto y el presente sombrío.
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