La versatilidad de un aplauso
Cada noche, a las ocho en punto, aplaudimos a quienes llevan toda la vida combatiendo ese maldito virus que es la indiferencia
Chamisku, un perro con nombre de campo de refugiados iraquí, me mira con cara de “venga, dale, ahora o nunca”, y yo, que llevo media tarde en modo Spiderman, subiéndome por las paredes, solo puedo responderle: “Gracias por existir”.
Empieza el ritual. Guante en la mano derecha para la correa, los zapatos, la barandilla, el interruptor, el picaporte y los imprevistos que surjan sobre la marcha. La mano izquierda libre para sentir la brisa, el riesgo y la libertad de recolocarme las gafas cuando el efecto submarino de la mascarilla me deje las lentes empañadas como el polvo de DiCaprio y Winslet en Titanic. Como ellos, también nosotros embarcábamos felices en este 2020, pero ahora ya no queda ni la orquesta.
Música aún sí. Escucho a Manolo Escobar desde un portal sin portero y suena Eye in the Sky de Alan Parsons en una casa frente al Monumento del Machichaco. Resoplo bajo la mascarilla hecha con papel de horno y creyéndome el batiscafo de Jacques Cousteau me dejo llevar hasta los Jardines de Pereda. Ni un alma. Atmósfera plomiza. La cabeza es una batidora en estos tiempos convulsos, y Chamisku mea como si no hubiera pandemia, ni EPIs ni verdades a medias. El sol cae por allá enfrente, más por gravedad que por rotación terrestre, y dadas las circunstancias es un verdadero prodigio que las partículas sigan suspendidas en el aire.
Sobre un mar calmo se perfila el Himalaya cantábrico, que me recuerda a la Cachemira y a Kuldeep, que es Sij del Punjabi indio, quien hace dos años no tenía donde caerse muerto y soñaba con llegar a España y trabajar en un restaurante. Kuldeep, que es coqueto —mirada de Tom Cruise y flequillito caído como parche de pirata—, convenció a su primo Saim para coger la mochila y endeudarse con un prestamista local para comprar un billete de avión y viajar de Delhi a Belgrado, ya que las personas de nacionalidad india no necesitan visado para aterrizar en Serbia. Allí comenzó su aventura: alguien puso el queso y ellos cayeron en la trampa. Hoy, tras más de 700 días atrapados entre Serbia y Bosnia, sin asilo, ni piso, ni visos de mejora, sobrevive al frío, el hambre y las devoluciones violentas en el encofrado de un edificio que nunca supo ser más.
Con la epidemia, Bosnia cierra fronteras, negocios y esperanzas. En No Name Kitchen hemos decidido evacuar a los voluntarios internacionales y Kuldeep me contaba cómo algunos supermercados han vetado el ingreso a migrantes en estos días de racionamiento, en los que muchos tienen la razón, pero casi nadie razona.
Kuldeep no se puede quedar en casa, no tiene ninguna. Ayer nevó y hoy Kuldeep se esconde entre mantas, temiendo que una redada policial acabe con sus huesos en un barracón del CIE de Velika Kladusa, ese del que nadie puede salir pese al overbooking. La trampa del virus, que contagia de miseria al apestado, y de egoísmo al miedoso.
Ya es casi la hora: 19:59. Se prenden los altavoces y comienza a sonar Resistiré, la canción del Dúo Dinámico, tan apropiada para el momento. Encaro la calle Cádiz con el aura digna y plebeya del arquero que clavó la antorcha olímpica en Barcelona '92 y se abre un balcón junto al Hotel Bahía. Una pareja de ancianos se asoma y comienzan a aplaudir como si llevaran todo el día esperando este momento. Lo llevan. Pechos henchidos, los suyos y el mío; Chamisku sigue levantando la pata sin temer al qué dirán. Se abren dos ventanas más, tres, siete, veintiséis, todas llenitas de palmadas al casi unísono, convirtiendo cada paso en un desfile imperial.
Suena el himno de España a mi paso por el Zara de la calle Lealtad. Todo esto es raro: su dueño elude 585 millones de euros al fisco y deslocaliza su negocio a maquilas donde no se respeta ni el derecho a respirar, pero compra respiradores y ahora media España quiere cantarle el cumpleaños feliz. No es fácil ser rico, tampoco es fácil ser patriota. Los nacionalismos llevan matándonos desde la Babilonia de Hammurabi y a algunos solo nos resucitan cuando marca gol Iniesta. Bueno, y hoy también, cuando me sorprendo a mí mismo llorando lágrimas que son mares. La gente ya no está segura de lo que aplaude, unas creen que es a la esperanza, pero la mayoría sabe que aplaudimos al miedo, porque nunca hemos celebrado en masa las operaciones a corazón abierto, aunque haya quienes siguen aplaudiendo en los aterrizajes como si el piloto en vez de hacer su trabajo estuviera haciendo milagros.
La gente ya no está segura de lo que aplaude, unas creen que es a la esperanza, pero la mayoría sabe que aplaudimos al miedo (...)
Me vengo arriba, ya sé que no me aplauden a mí, y habrá incluso quien me odie por tener perro, pero no puedo evitarlo. Miro a la grada y levanto el puño —rollo Black Power—, y Chamisku levanta las orejas como John Carlos en el pódium de México '68. Enfervorizo a la grada, que me saluda contagiada por la necesidad de interacción y de jaleo. Cierro los ojos, suena toda la calle Isabel II, clap, clap, clap, parece un velódromo y me imagino a Kuldeep a mi lado, con su resiliencia, con su valor inaudito para buscar un futuro mejor. Él sonríe abrumado por la ovación y los balcones le dicen que es bienvenido, que humanidad solo hay una y que siga luchando, que somos idiotas y egoístas por colonizar, consumir y contaminar tanto, mientras él hace una genuflexión de agradecimiento.
Mis ojos siguen cerrados y a mi lado están Zehida, Hajran y Alma, voluntarias locales que siguen dando el callo en Bosnia para que miles de Kuldeeps no desfallezcan. Junto a ellas está Marta, doctora anestesista en el Hospital Infanta Sofía, quien lleva semanas convirtiendo la UCI en un hospital de campaña para llegar a casa y lidiar con dos mellizos y una bebé. Marta desafía al llanto y enfrenta la pesadilla. Este aplauso es para ella, por hacer su trabajo y porque cuando el mundo miraba para otro lado, ella cubría los gastos médicos de dos mujeres sirias, emigradas por la guerra y la discriminación sexual, y de Leila, una madre soltera iraní víctima de violencia machista y rechazada por su familia a causa del divorcio. Mujeres migrando por los Balcanes a quienes nadie aplaude y todos repudian.
En realidad, miro alrededor y veo a mucha más gente. Veo a Paula y a Jorge. Ella, farmacéutica en el Gregorio Marañón; él, médico en Puerta de Hierro, quienes combinan guardias, hijos y dobles turnos, hasta acabar con los ojos del revés. También me acompañan Javi Soto, que es jardinero, y su pareja Rosa, quienes cogen la furgoneta y llevan agua y comida a esos muchachos albaneses que la prensa estigmatiza como los piojosos polizones del puerto de Santander. Aplausos a borbotones, también para las almas de la Red Cántabra de Apoyo Mutuo, que no paran de no parar, llevando la compra a los ancianos aislados en el Valle del Pas y repartiendo visores de protección en Valdecilla.
Lloro, aplaudo, río y se me caen los mocos y no hay dios que se pueda sonar la nariz en estos días sin tener miedo a contagiarse pero no pienso despreciar el momento. Avanzo por la pasarela como un diseñador tras un desfile de moda, y aunque sé que el mérito es de Kuldeep, Marta, Javi y compañía, —ya que estoy— me lo gozo confiando en ser capaz de plasmar tanta emoción en palabras cuando retorne al búnker. Emoción y admiración para quienes llevan cajas con pizzas a los hospitales para que el personal sanitario tenga algo de comer y un sitio donde guardar las toneladas de aplausos que cada noche se lanzan al cielo, ese sitio en el que siempre buscamos algo de esperanza, cuando ya casi nadie recuerda donde la guardó por última vez.
Aplausos como si no hubiera un mañana; y quizás no lo haya, al menos no un mañana como este hoy. Quizás se extinga este mundo, tan llenito de personas sin hogar y tan llenito de muros para repeler a quienes tienen menos, sin soluciones al drama que miles de personas viven hoy en Edirne, Melilla o Tijuana. Un mundo diferente nace y, por eso, cada noche a las ocho en punto, aplaudimos a quienes llevan toda la vida combatiendo ese maldito virus que es la indiferencia.
Ricardo Fernández pertenece a la ONG No Name Kitchen, que trabaja en Los Balcanes con refugiados.
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