La humanidad frente al espejo
Enfrentarnos a nuestros miedos significa evaluar de forma genuina qué cosas tenemos en nuestras vidas y a cuántas de ellas estaríamos dispuestos a renunciar por mantener sanos a nuestros seres queridos
Ni Gandhi, ni John Lennon, ni Martin Luther King, ni tampoco Greta... Ha tenido que ser un virus, un microbio de diminuto tamaño con nombre de realeza, quien venga a derrumbar nuestro mundo y a susurrarnos al oído que, como humanidad, llevábamos demasiado tiempo jugando a la ruleta rusa. Desde hace días, todos asistimos atónitos a una situación que hace meses parecía inverosímil, más bien de película o serie de ciencia ficción, pero que a ojos de los expertos vivía a nuestro lado, comía en nuestra mesa y siempre fue parte del paisaje, pero no nos habíamos dado cuenta.
En las últimas semanas todos hemos sido médicos, inmunólogos, estadistas, políticos, periodistas... Hemos pasado por todos los estadios posibles: optimismo, calma, terror, esperanza, angustia y hasta desesperación. No hay ninguna duda que la Covid-19 nos ha puesto como especie delante del espejo y no nos está gustando lo que estamos viendo.
El virus ha puesto nuestro mundo patas arriba, no ha entendido nuestras fronteras, nuestras leyes o nuestros principios. Es inmune a nuestros sistemas políticos, a nuestras ideologías: no es liberal, ni conservador, ni comunista. Está desafiando nuestro modelo de trabajo, nuestro modelo familiar y la forma en la que nos relacionamos con los demás. Nos prohíbe abrazarnos, besarnos y tocarnos, pero también nos prohíbe salir de casa y nos obliga a permanecer junto a nuestras personas más queridas por horas y horas. Nos está obligando a hacer cosas que nunca hubiéramos hecho si él no hubiera llamado a la puerta, nos fuerza a sacar nuestro ingenio y creatividad.
Esta amenaza nos está robando bienestar, seguridad y estabilidad, pero nos está devolviendo humanidad a grandes dosis. Estamos presenciando la caída libre de la economía en el mundo, el cierre de compañías y los expedientes de regulación de empleo. Otra vez, el virus puso en evidencia la fragilidad de un sistema cuyo éxito depende de que todo vaya bien, o por lo menos, que vaya bien para algunos. Esto demuestra que las grandes empresas, al igual que la mayoría de los ciudadanos, vive al día y si no genera dinero un mes no puede pagar el alquiler, la hipoteca o los servicios básicos. Enfrentarnos a nuestros miedos significa evaluar de forma genuina qué cosas tenemos en nuestras vidas y a cuántas de ellas estaríamos dispuestos a renunciar por mantenernos sanos a nosotros y a nuestros seres queridos. Todas esas cosas que sacrificaríamos simple y llanamente no son importantes, no las necesitamos y este virus nos está regalando esa claridad.
Todas esas cosas que sacrificaríamos simple y llanamente no son importantes, no las necesitamos y este virus nos está regalando esa claridad
Cuando todo esto pase —ojalá pronto— tendremos una segunda oportunidad como especie. Podremos retomar el mundo donde los dejamos, volver a estimular la economía para volver a crear los mismos puestos de trabajo, seguir con las jornadas laborales interminables, compartiendo tiempo con nuestras familias y amigos los fines de semana, recuperando así nuestros sistemas al completo o, también podríamos comenzar diferente: podríamos revisar nuestros sistemas de valores, principios y convivencia. Empezar a mirar a nuestros vecinos de forma distinta, con la certeza de que hemos pasado el mismo miedo, y que, fruto de ese miedo, nos hemos hecho las mismas preguntas.
Podríamos a lo mejor impulsar jornadas laborales más cortas, repartiendo mejor la carga. Tal vez tratar de que todos los negocios y proyectos fueran sostenibles, estar más en comunión con la naturaleza y la tierra. Usar más y mejor la tecnología, de una forma sana y positiva, poniéndola al servicio del progreso. Aprovechar este macro experimento de teletrabajo para evaluar realmente si hacen faltan tantas horas en una oficina. Reflexionar si, hasta ahora, lo veníamos haciendo así por el supuesto de “más horas, mayor productividad” o por imitación de conductas de control, jerarquía o formas de trabajar obsoletas. Podríamos empezar a preocuparnos más por los demás, a construir sistemas de salud, de educación al alcance de todos. Podríamos cambiar nuestra manera de vivir.
Cuando salgamos de esta, si intentamos no continuar con el mundo exactamente en el punto en el que lo dejamos, tendremos la oportunidad de salvarnos a todos.
Rafael Moyano es director ejecutivo de la Corporación Educacional Escuelas del Cariño.
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