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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa

Recluirse: menos espacio, ¿más tiempo?

“Quien pierde tiempo gana espacio”. Estos días la propiedad conmutativa de esta frase da que pensar: Hemos perdido espacio ¿estamos ganando tiempo?

Anatxu Zabalbeascoa
Una persona coloca en su terraza el dibujo de un arcoíris solidario con los nombres de sus hijos en el casco histórico de Pamplona.
Una persona coloca en su terraza el dibujo de un arcoíris solidario con los nombres de sus hijos en el casco histórico de Pamplona.Villar López (EFE)

¿Las ciudades deben diseñarse para acelerar el ritmo de vida de sus habitantes o para ralentizarlo? A eso le daba vueltas tras leer el libro de Ramón del Castillo El jardín de los delirios (Turner), cuando la ciudad en la que vivo desde hace 20 años, Madrid, se detuvo como se ha ido deteniendo todo el planeta por si hacía falta recordarnos que vivimos en un mismo lugar.

Ni las ciudades, ni el planeta, han parado completamente –sería su muerte– ni todo lo que debería haberse detenido lo ha hecho, pero la mayoría de los habitantes vivimos ahora con menos espacio y con más tiempo. En unos meses, los que tengan la suerte de estar aquí y de poder dedicar un rato a pensar podrán mirar atrás para saber qué han hecho con más tiempo y menos espacio.

Confinados, el mundo parece depender de la ventana desde la que lo miramos. Y aunque hace décadas que las pantallas se antojan más abiertas a ese universo que el mejor de los ventanales, algunos se lamentarán ahora de haber alquilado un piso con vistas al patio. Tal vez no se podían permitir otro. O no: en los patios está la intimidad de las personas, el contacto que ahora nos está vetado.

Huerto urbano en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial.
Huerto urbano en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial.

Más que la espera, puede que sea el silencio lo más extraño del confinamiento. Escucho cada mañana el ruido de las botellas de vidrio cuando se rompen al estrellarse en el contenedor. Es el silencio lo que aumenta ese ruido: el estrépito es ahora inmenso a falta de ruidos mayores que lo amortigüen. A veces cuento las botellas como si fueran las campanadas que hace años que no suenan en el centro de Madrid. Esta mañana, algún madrugador ha tirado trece, un número que no repicaría en ningún campanario. Me he preguntado si serían frascos de tomate, cascos de cerveza, botes de mermelada o botellas de vino, aunque estoy empezando a distinguirlos. He pensado que igual eran muchos en esa casa. También que igual estaban necesitando mucho vino para calmar la ansiedad, alegrar el espíritu, conciliar el sueño o poder convivir. Se me ocurren siempre bastantes razones para tomar una copa de vino. Pero también pienso en la primera recluida que conocimos tantas niñas cuando el Diario de Ana Frank lo leíamos sobre todo niñas. Al principio creía que la sentíamos cercana –a pesar de la drástica distancia– porque era buena y nosotras queríamos creer que lo éramos. O por lo menos queríamos hacerlo ver. Luego pensé que nos gustaba porque era lista. En algún momento decidí que porque estaba enamorada y ahora creo que nos acercábamos a ella porque incluso cuando podíamos ir al cine, abrazar a los amigos, subir a un avión o trabajar para pagar un viaje a Japón, vivíamos en espera de lo que tenía que llegar, apostando por un futuro que diera sentido a nuestro presente.

La combinatoria entre pasado, presente y futuro define nuestra existencia. Los momentos en los que uno vive al día puede que sean los más certeros, pero un fallo en nuestra educación hace que, con demasiada frecuencia, entendamos el carpe diem como irresponsabilidad. Se necesita templanza para darle la espalda al mañana, pero es un ejercicio transformador. Estos días –que ya sabemos que no serán 15 ni 30– es difícil vivir al día y, a la vez, es la posibilidad más cabal. No sabemos cuándo podremos salir a pasear, pero sabemos que es bueno que los colmados del barrio sigan abiertos. Que resulta fundamental no necesitar un coche para ir a comprar. Sabemos que las calles sin gente no hacen una ciudad. Y empezamos a entender que el mundo al que salgamos será otro.

El mundo se ha parado. Y la paradoja ha hablado: la contaminación ha disminuido drásticamente; los pisos de alquiler turístico que tanto han subido el precio de nuestros alquileres están vacíos; los recortes en la sanidad pública se están traduciendo en muertos. Hay negocios que desaparecerán –como lo hicieron los fabricantes de faxes o de máquinas de escribir–. Y nos empezamos a preguntar cómo serán los centros de las ciudades sin tres o cuatro bares en cada calle.

Huerto urbano frente al Ayuntamiento de San Francisco durante la Segunra Guerra Mundial.
Huerto urbano frente al Ayuntamiento de San Francisco durante la Segunra Guerra Mundial.

Cuando a pesar de necesitar siempre dinero –y de tener que contarlo para llegar a fin de mes– sabemos que no es el dinero lo que da la felicidad, hemos entendido que si las decisiones económicas deciden la forma del mundo, las personas nos convertimos en números. Quienes tienen la fortuna de tener todavía familiares mayores saben que nos están hablando: han sobrevivido guerras, migraciones, fanatismos, analfabetismo, dictaduras, escasez y posguerras. Pero no han podido con un mundo frenéticamente conectado. Su suerte es la que nos espera.

La producción industrial está transformándose en una economía de guerra. Ferrari ha anunciado que fabricará componentes de ventiladores, Inditex que produciría mascarillas. Los fabricantes de perfumes han pasado a producir alcohol desinfectante. Nada que no sucediera durante la Segunda Guerra Mundial cuando el mundo paró no tres meses sino seis años. Entonces, hasta la naturaleza de parques y planteles se transformó. Donde había flores se plantaron tomates en verano y patatas y coles en invierno. La supervivencia cambió la vida. Y transformó las ciudades.

Marcuse decía que es imposible transformar la naturaleza sin que ella nos transforme a nosotros. Y da la impresión de que la naturaleza ya no nos está avisando: está reaccionando. Se ha escrito que nos puede unir. Que nos congrega cada tarde cuando aplaudimos a los sanitarios. El aplauso irrumpe a las ocho como si fueran las campanas de la iglesia llamando a una misa popular y laica.

En casa, quien solo siente el drama del aburrimiento debería considerarse la persona más afortunada del mundo. Quienes estamos preocupados por cómo podremos pagar deberíamos ocuparnos en lo que vamos a tener que cambiar. Pienso en Ana Frank, en quienes sobrevivieron confinados en pozos o campos de concentración y en quienes llevan años en un campo de refugiados sin noticias, sin comida, sin jabón, sin esperanza. El coronavirus ha transformado el mundo. Ha aplicado la rentabilidad de los negocios a nuestro propio cuerpo. Y ha dejado claro –incluso para quien confunde a las personas con oportunidades de negocio– que la mejor sanidad pública es un seguro de vida para todos en este mundo global. Ha cuestionado la facilidad de nuestros desplazamientos hasta ahora y el precio real de nuestra frenética vida. Ramón del Castillo sostiene que “vivíamos sin bajarnos del coche por miedo a que nos pasara algo”. Una desgracia nos está obligando a pensar, mirar y esperemos que a proyectar de otra manera. Hemos perdido espacio y hemos ganado tiempo. Admitimos que no entendemos lo que está pasando. También que queremos ver cómo será el nuevo mundo.

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