La urbanización del mundo es imparable, ¿están las ciudades preparadas?
En 2007 la población urbana superó a la rural. Para 2050 se espera que la cifra alcance a dos tercios de los terrícolas. El 90% del crecimiento del planeta sucederá en Asia y en África. ¿Qué ocurrirá en Europa y el mundo occidental? Urbanistas, sociólogos, arquitectos y científicos están de acuerdo en que la densidad, la mezcla racial y social y la casi desaparición de los coches —con la consecuente transformación del transporte— definirán la calidad de estos núcleos. Los políticos deberán elegir entre velar por los derechos de los ciudadanos, beneficiar a inversionistas o legislar una comunión entre ambos mundos
MAHATMA GANDHI estaba convencido de que, frente al campo incorrupto, las ciudades tenían sangre de hormigón. Eso haría infeliz a la gente. El tiempo no le ha dado la razón. Las urbes del planeta no dejan de atraer a nuevos ciudadanos. En 1900 solo un 13% de la población mundial vivía en ellas; para 2050 los urbanitas serán el 66% del planeta, según la London School of Economics (LSE). Y las indias son, precisamente, las grandes aglomeraciones por desarrollar: el 80% de las infraestructuras que necesitará entonces ese país están por hacer.
Las ciudades no se terminan nunca. Es condición urbana estar por hacer o por rehacer (en reparación). En el siglo XIX, París o Nueva York eran lugares peligrosos. “Las inversiones en infraestructuras transformaron Londres de lugar para una muerte temprana a ciudad para una vida larga”, cuenta Edward Glaeser, que enseña Economía Pública y Urbana en la Universidad de Harvard desde 1992. El autor de El triunfo de las ciudades (Taurus) es uno de los muchos defensores de la densidad en las megalópolis, pero advierte de que, además de reducir las emisiones de carbono, acortar los desplazamientos y hacer menos necesarios los coches, la densidad facilita la transmisión de los virus. Y debe gestionarse para que no reduzca la calidad de vida. Él apuesta por combinar el libre mercado y la gestión pública: es partidario de cobrar a los coches que circulan por el centro —como ya hacen Singapur y Londres—, una medida fácil de implantar técnicamente, pero políticamente poco popular.
La esperanza de vida en Hong Kong puede variar hasta 10 años según el barrio en el que uno resida
Entre 2010 y 2015 el mundo ganó anualmente 77 millones de urbanitas –más que la población de Francia—. Eso ha ocurrido mientras las ciudades siguen ocupando solo el 0,5% de la superficie del planeta. Es decir, cada vez nos concentramos en menos espacio. Ante esos datos, recabados por el departamento correspondiente de la LSE, su director, el arquitecto Ricky Burdett, advierte, mientras apura una ensalada en su oficina del Strand londinense: “Teniendo en cuenta que las infraestructuras y los edificios duran hoy entre 30 y 100 años, urge tomar las decisiones que dibujarán el mundo del próximo siglo”. Él y el elenco de notables sociólogos, filósofos, urbanistas, biólogos y economistas que coordina estudian las urbes del mundo. Publican sus conclusiones en la revista Urban Age. Y las recopilan en los sucesivos tomos: The Endless City (La ciudad sin fin, 2007) y Living in the Endless City (2011). El último de esos volúmenes, Shaping Cities (Dando forma a las ciudades), que ha publicado la editorial Phaidon, viaja por el mundo para informar de que la esperanza de vida en Hong Kong puede variar 10 años según el barrio en el que uno viva. O para reflejar el fracaso de dos millones y medio de casas prefabricadas construidas en Sudáfrica desde 1994. ¿Qué falló? Se diseñaron idénticas sin tener en cuenta la diversidad de las familias. El resultado ha sido la proliferación de aparcamientos para casas, en lugar de barrios o comunidades: hileras de domicilios que no han modificado las ciudades que dejó el apartheid.
¿Cómo hacer convivir densidad y complejidad evitando el caos? El negocio de construir edificios es muy distinto del de construir ciudades. Como alternativa a las viviendas ofrecidas por el Gobierno en Sudáfrica a través de su programa de reconstrucción y desarrollo (RDP), el estudio Noero Architects diseñó la Table House, una estructura autoconstruible por 640 dólares —abonables en 15 años con un 1% del salario medio mensual en Sudáfrica— que puede ampliarse vertical o lateralmente. Esa libertad para crecer en varias direcciones proporciona sentido del lugar. La identidad es otro de los factores que los expertos citan como básicos para que los barrios funcionen.
Joan Clos fue alcalde de Barcelona y señala que la institución que hasta hace poco dirigió, ONU-Habitat, y el Lincoln Institute calcularon que la media mundial del terreno dedicado a las calles ha disminuido de un 25% a un 21% en los últimos años. “Las ganancias inmobiliarias son un espejismo que no nos deja ver lo que pierden las ciudades”, dice Clos. El urbanismo debe pensar, según él, en el largo plazo, adaptarse a normas consensuadas y escuchar a la gente: “La información que se necesita para levantar una ciudad no puede ser solo técnica. La gente explica realidades y necesidades específicas que se les escapan a los expertos”. Esa atención al usuario tiene varios nombres: urbanismo desde abajo o participación ciudadana. Incluye consultas, diseño participativo y el saneamiento de la autoconstrucción. Es decir: las viviendas incrementales que defiende el Pritzker chileno Alejandro Aravena o la Table House del sudafricano Joe Noero. Se trata de que los ciudadanos dejen de ser solo usuarios y participen activa y conscientemente en el diseño de su ciudad.
El espacio se comprime en el transporte, en la vivienda e incluso, como apuntan los datos de ONU-Habitat, en las calles. Por eso la lucha por mantener un lugar para el ocio de quienes viven en pocos metros o un marco donde los poderosos se puedan encontrar con quienes no tienen poder son otras de las ideas que ponen de acuerdo a los expertos. Y a continuación, otros aspectos claves.
Espacio público
El paisajista barcelonés Enric Batlle, premiado internacionalmente por la reconversión del vertedero de El Garraf en parque natural, señala que en Barcelona el 52% de la ciudad es espacio libre: “Nos sobra espacio. El problema es cómo lo gestionamos”. Batlle defiende la recuperación de la relación entre agricultura y urbanismo. “La infraestructura verde debe ser la columna vertebral del territorio. Mantener la biodiversidad pasa por conectar la naturaleza con todas las escalas urbanas”.
Eso está haciendo París, una de las ciudades más densas del mundo, que ha ganado espacio público gracias a la iniciativa Reinventer Paris, lanzada por su alcaldesa, Anne Hidalgo, nada más llegar al Ayuntamiento. Hoy las márgenes del Sena se convierten en playa durante el verano. Y su Ayuntamiento ha obligado a los promotores a crear zonas abiertas para los ciudadanos. Hidalgo defiende una ciudad para todos. Pero no innova. Lo que hace se llama política urbana. En Nueva York la normativa permitió elevar los rascacielos a cambio de ceder suelo para plazas. Los edificios de oficinas de Chicago están obligados a invertir un 1% de su presupuesto en arte. El resultado son las esculturas de Calder, Picasso o Miró que hoy distinguen las calles de esa ciudad. Con todo, el espacio público que palia el tamaño menguante de los pisos no sirve de nada si está vacío, es decir, si la gente lo percibe como inseguro por la contaminación o la criminalidad. Por eso, más allá de densidad, la clave que más aflora en los discursos de los expertos urbanos es la palabra “mezcla”. Un urbanismo democrático es una vacuna contra los problemas urbanos. Así se barajan usos de edificios, se hacen convivir razas; se combinan incluso las clases sociales, pero más difícilmente se mezcla el valor inmobiliario. Esa parte financiera escapa a la idea de la ciudad como lugar para buscar la igualdad.
Financiación y propiedad
Desde el punto de vista económico, lo que está ocurriendo en las ciudades no tiene precedentes. Con frecuencia no se construye para habitar, sino para especular. Lo han llamado comodificación. Y no es el único problema financiero de las urbes. La gentrificación describe la expulsión de los habitantes habituales de un barrio cuando no pueden pagar los alquileres porque el mercado ha hecho que se hayan doblado o triplicado.
La financiación de la transformación urbana pone de acuerdo a los expertos de la London School of Economics. Ricky Burdett tiene claro que es la mezcla entre el dinero público y el privado lo que genera ciudades solventes. Por eso destaca la transformación del barrio londinense de King's Cross, desarrollada durante 30 años. Tres décadas. Esa es para el arquitecto indio Rahul Mehrotra la clave para poder transformar un barrio con dinero privado y normativa pública. Es el capital paciente, la inversión a largo plazo —30 años en lugar de 5 para recuperar el dinero— que, frente a la insensatez del cortoplacismo, reduce la velocidad, limita los riesgos y construye ajustándose a demandas reales. “Si la Administración construye la infraestructura, Bombay acumulará retraso en necesidades básicas como las letrinas”, dice Mehrotra. “Si son las compañías privadas las que se hacen con el control, el desarrollo será más económico y veloz. Pero aumentará el riesgo de corrupción”. En algunas ciudades, la urbanización de las viviendas autoconstruidas —la unión a sistemas de alcantarillado y agua corriente— no sucede porque resulta imposible pagarla.
Transporte y salud pública
La construcción de las carreteras que conectan las ciudades con cargo al tesoro público es uno de los grandes misterios de la economía moderna. No se explica cómo en Estados Unidos, por ejemplo, el ferrocarril tuvo que pagar por las vías mientras los fabricantes de coches no abonaron las carreteras. “Los coches generan un coste muy elevado que pagamos entre todos, incluidos los que no conducimos”, escribe Edward Glaeser en el libro Shaping Cities. “Cada nuevo conductor reduce la velocidad de todos. Y genera nuevas emisiones de carbono. No hay otra posibilidad que pagar por circular”.
En una ciudad como Delhi, el grado de polución actual equivale a fumar 50 cigarrillos al día
De las mañanas de domingo de Bogotá y Madrid, pasando por el día mensual sin vehículos de París y hasta llegar a la propuesta de Oslo de eliminarlos de su centro urbano, la relación entre coches y centro se ha redefinido con descensos en las emisiones de CO2 y con la duda de si esa decisión potenciará el uso del transporte público o el comercio de periferia. Casi todas las urbes han optado por el sistema progresivo: se dificulta el aparcamiento, se limita la velocidad y al final se impide la circulación. Hoy en Delhi (India), el nivel de polución equivale a fumar 50 cigarrillos al día. Los expertos en urbanismo están de acuerdo en que el coche, tal como lo hemos entendido hasta ahora, ahoga los centros urbanos y expande las urbes de una manera insostenible. El urbanismo condensado relaciona transporte y salud pública, puesto que limitar la circulación mejora la calidad del aire y reducir las distancias fomenta que la gente camine y haga ejercicio. Pero hay más enfoques.
El cultural constituye, en última instancia, la identidad y, por tanto, la conversión en destino turístico. Los peligros de convertir una ciudad en escenario para turistas y alejarla de la vida cotidiana de sus ciudadanos asolan Europa. El turismo da vida y mata a la vez. El Ayuntamiento de Palma de Mallorca fue pionero en prohibir alquileres turísticos. Y hoy son muchos, San Sebastián y Madrid entre los últimos, los que han legislado para limitarlo. Han aprendido que, si solo se atiende al beneficio económico, las ciudades se vaciarán y nadie viaja para visitar ciudades vacías. El lado social de las ciudades lo deciden todos esos factores: si podemos seguir viviendo en ellas, cómo nos movemos, si los niños y los viejos pueden caminar con seguridad por las calles, si el patrimonio público se pone al servicio de todos o se va vendiendo a inversores y si los ciudadanos se movilizan. Se trata de decisiones que no solo toman los políticos.
Participación y responsabilidad ciudadana
Hace una década, el urbanista danés Jan Gehl, autor del libro Ciudades para la gente, pidió a los neoyorquinos que opinaran sobre la peatonalización de Broadway, la avenida que cruza la ciudad. Querían que desaparecieran los coches, sentarse sin tener que consumir y wifi gratuito. Hoy el tramo más largo de Broadway es así. La participación ciudadana tiene un peso fundamental en la redefinición. Se ejerce tomando parte en consultas específicas que consiguen que las mejoras cohesionen a los habitantes, pero precisa esfuerzo y el marco de un país democrático. ¿Puede la opinión de los ciudadanos decidir el futuro de las megalópolis? Richard Sennett alerta del peligro de escuchar acríticamente a la gente: “Debemos escuchar. Pero escuchar no es lo mismo que dejar de pensar. Si hiciéramos lo que la gente quiere, acabaríamos construyendo urbanizaciones valladas”, advirtió en el CCCB de Barcelona durante la presentación de su último libro, Construir y habitar (Anagrama).
Sostenibilidad
En los últimos años, China ha utilizado más hormigón del que EE UU empleó en un siglo. Ese material hoy es juzgado insostenible por la cantidad de energía que precisa para fabricarse. El tamaño, la densidad, el tráfico o el aislamiento de las viviendas mejoran la sostenibilidad energética, mientras que el ahorro en salud pública, el acceso a la vivienda o la convivencia —“la mezcla de la que hablan los urbanistas”— definen una sostenibilidad social. Más calles y menos barreras parece el camino más corto para conseguir humanizar los espacios del futuro. “Con el 80% por construir, estamos ante una gran oportunidad”, sostiene Burdett. Y lo mismo piensa el escritor indio Suketu Mehta. Para él la historia de una ciudad depende de quién la cuenta. Asentado entre Nueva York y Calcuta, se define como “interlocal”, un ciudadano de varias ciudades a la vez: la de nacimiento y la de elección. Por eso está a favor de entender la complejidad no ya solo de las ciudades, sino también de cómo se cuentan. Él habla de la historia oficial —en parte la de las estadísticas— y de la no oficial, la que se cuece en los locutorios, mercados y las habitaciones saturadas. Por eso, frente a Le Corbusier, que opinó que los poblados chabolistas debían ser demolidos y sustituidos por espacios abiertos, hoy entendemos que las ciudades no son máquinas, sino el producto de la sociedad y, por tanto, “lugares indeterminados, impredecibles y frágiles”, concluye Burdett.