‘Plant blindness’ o por qué no nos fijamos en las plantas que nos rodean
El investigador botánico Eduardo Barba denuncia esta ceguera colectiva que especialmente afecta al arte en su libro 'El jardín del Prado', para el que ha identificado 600 especies en 1.100 cuadros
Mientras la mayoría de los cerca de ocho mil visitantes diarios que recibe el Museo Nacional del Prado se paran (o no) ante el personaje al fondo de Las Meninas de Velázquez, la mano sobre el pecho del caballero que pintó el Greco o las orondas carnes de Las tres Gracias de Rubens, un peculiar detective examina, cuadro a cuadro, todas las plantas que crecen inadvertidas en las pinturas más destacadas de la pinacoteca.
Eduardo Barba, jardinero e investigador botánico en obras de arte, con su inseparable monóculo, y esquivando las advertencias de los vigilantes de sala, lleva años anotando en su libreta todas las especies que se cruzan en su paseo por el jardín pintado del Prado. Así, ha conseguido inventariar 1.100 obras en las que ha identificado casi 600 especies. Parte de ese minucioso trabajo lo ha recogido en su primer libro: El jardín del Prado (Espasa), publicado a mediados de febrero. A través de 43 pinturas escogidas, el autor hace su personal recorrido botánico por uno de los principales museos del mundo.
Barba emprende con este libro una particular cruzada contra la ceguera que, en su opinión, el ser humano experimenta frente a las plantas, especialmente las que aparecen en las obras de arte. "Somos capaces de no prestar la más mínima atención a la botánica que nos rodea de manera incesante, incluso estando en la mitad de un bosque, esa ceguera es también trasladable al mundo del arte", afirma el investigador.
El termino en inglés plant blindness fue acuñado por los botánicos James H. Wandersee y Elisabeth Schussler a finales de los noventa. En su estudio Preventing Plant Blindness, ponían de relieve el creciente desconocimiento y falta de apreciación que había en la población joven de Estados Unidos hacia el mundo vegetal y la preferencia por el mundo animal.
Es, en su pequeña escala, el mismo sesgo cognitivo que se ha aplicado históricamente a la representación de las mujeres en el arte, su papel dentro de las escenas y su presencia y valoración como artistas. Una brecha que el propio Museo del Prado reconoce en su web sin mucha autocrítica, y este año trata de subsanar con la exposición Las invitadas. Lo denuncia también Peio H. Riaño en Las Invisibles, el ensayo que acaba de publicar y en el que da cuenta de las numerosas violaciones, vejaciones y sumisiones en las que las mujeres quedan representadas en el museo, sin cuestionamiento alguno por parte de la institución ni mención clara en las cartelas de las obras.
Los detalles frente a la ceguera vegetal colectiva
Sea por desinterés o por incapacidad de percibir los estímulos y beneficios de las plantas, la realidad es que estas, pese a su omnipresencia, pasan desapercibidas para gran parte de los terrícolas. Frente a este fenómeno de ceguera vegetal colectiva, Eduardo Barba hace una férrea defensa del valor de los detalles y de la importancia de desarrollar una mirada atenta hacia el mundo que nos rodea. Preocupado por la distorsión que produce lo virtual, su fórmula trata de buscar en el arte la huella de lo real a través de las plantas. "Hemos variado el tiempo de contemplación. El arte me ha enseñado a pararme delante de una obra y contemplarla sin que importe nada más, ni el tiempo ni lo que sucede alrededor", explica.
Todo empezó hace cinco años con Patinir y su Descanso en la huída a Egipto: "Me atrapó por la botánica y me animó a identificar las plantas del Museo del Prado, todas. Cuando me di cuenta, tenía más de 30 especies apuntadas y no he podido parar hasta hoy". En este tiempo ha catalogado todas las obras en las que hay alguna especie representada, más de un millar entre cuadros, esculturas y artes decorativas.
Durante su inmersión en los fondos del museo, descubrió pintores que prestaban atención a los detalles, artistas que tras poderosos personajes e intensas escenas, se paraban a representar pequeñas plantas entre los huecos de un muro o sobre el paisaje de fondo tras una ventana. "A veces son pequeñas pinceladas que no parecen nada, pero que en realidad dibujan con precisión una amapola o un cancel de las ninfas, plantas que crecían a los pies de maestros como Tiziano o Velázquez. Otras veces, pintores como Brueghel destinaban energías a pintar grandes árboles tan identificables como el roble".
Este investigador de pequeñas hierbas en grandes cuadros ha rescatado infinidad de plantas del ángulo oscuro del arte, convencido de que el Prado es un jardín pleno y florido. A pesar de que la mayoría no haya reparado en ello, y las cartelas de las obras tampoco les dediquen atención, la pinacoteca está llena de detalles botánicos con mayor o menor intencionalidad. Claveles, caléndulas, malvas, amapolas, violetas, gordolobos, rosas, milenramas y azucenas salpican las obras del museo. También plantas extrañas que parece que solo pueden crecer en la imaginación de un artista como en el Bosco.
Las plantas más comunes y las más raras
La hiedra es la planta más representada –en más de 160 obras– y la rosa, la flor más repetida. En cuanto a árboles, son muy comunes el pino piñonero, el roble, el ciprés o el laurel. Dentro de esta variedad botánica, para Eduardo Barba "tan importante es un tomate como una caléndula, son igual de bellas cada una en su ámbito".
Para este botánico, la representación del reino vegetal es esencial en la capacidad del arte de interpelar al espectador y trasladarle a momentos y lugares recónditos, "hay paisajes de Claudio de Lorena en los que todavía sigo allí, contemplándolos. En La Anunciación de Fra Angélico, a veces te da la sensación de que las briznas de hierba siguen creciendo. Hay infinidad de rosas cuyos pétalos casi podrías tocar con los dedos e incluso encuentras cuadros que te impregnan de olores, como la hierba fragante que recrea Patinir en El paso de la laguna Estigia".
Cada artista tenía una motivación para incluir una u otra planta en sus cuadros y de manera más o menos realista, desde el adorno por puro afán estético hasta el valor simbólico para completar el mensaje de la obra. Los símbolos religiosos son los más frecuentes, es el caso de las minúsculas margaritas que aparecen en La Crucifixión, de Juan de Flandes. Todas son blancas, excepto las que surgen de debajo de la cruz, en tono rojizo, como alegoría del martirio de Cristo.
Dentro de la nómina de pintores jardineros, los flamencos son los más preciosistas. En cuadros como El Descendimiento, obra maestra de Rogier van der Weyden, hay representadas más de una decena de plantas. En La Fuente de la Gracia, del entorno de Jan van Eyck, crecen multitud de hierbas silvestres, hasta 20 especies reconocibles, junto a algunas menos realistas. También árboles escondidos, frutos de cerámica, hojas de piedra y flores de hilo.
Pese a este peso de la botánica en la colección del Prado, las cartelas que explican las pinturas que cuelgan en sus salas no incluyen, apenas, referencias vegetales. Lo mismo ocurre con los tratados artísticos en los que las plantas, sobre todo las menos comunes, suelen tener un papel residual. Este vacío puede encontrar su explicación en esa extendida ceguera vegetal, tan enraizada en la sociedad, contra la que lucha este jardinero convencido de que tan importantes son las plantas como el arte para conocer y entender el mundo.
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