El Gobierno como comprador de último recurso
Mantener las empresas con vida y asegurarse de que los empleados sigan cobrando es fundamental. Si el Poder Ejecutivo sustituye por completo la demanda desaparecida, cada compañía podrá seguir pagando
El coronavirus está poniendo en peligro la vida económica mundial. Las medidas de distanciamiento social, cruciales para combatir la epidemia, están reduciendo bruscamente la demanda en sectores como el transporte, los restaurantes, los hoteles y los espectáculos. Otras industrias tendrán dificultades para producir por la interrupción de los suministros (empleados que no pueden ir a trabajar, empresas cerradas debido a brotes de la enfermedad). Se espera que esta caída directa de la producción sea breve, probablemente de unos meses. Y, aunque los Gobiernos no pueden impedirla, sí pueden aliviar las dificultades económicas durante la epidemia y evitar que cause daños prolongados en la economía. Sin medidas de los Gobiernos, la caída directa de la producción generará grandes pérdidas para las empresas y posiblemente despidos masivos. Muchas empresas y muchos trabajadores no tienen suficiente liquidez para soportar caídas drásticas de la demanda. El riesgo es que muchas compañías vayan a la quiebra, con graves perjuicios para las familias de los empleados. La muerte de una empresa tiene costes duraderos: los vínculos entre empresarios, trabajadores y clientes se destruyen y, a menudo, hay que reconstruirlos desde cero, y los empleados despedidos necesitan encontrar nuevo empleo. Mantener las empresas con vida durante esta crisis y asegurarse de que los empleados sigan cobrando sus salarios es fundamental, incluso para las empresas y los empleados que tengan que dejar de trabajar debido al distanciamiento social.
La provisión de liquidez —en forma de créditos sin intereses, por ejemplo— puede ayudar a las empresas y los trabajadores despedidos a capear el temporal, pero esta estrategia no basta. Los préstamos no compensan todas las pérdidas, solo permiten repartir los costes durante un periodo más largo. No obstante, en el caso de la crisis del coronavirus, tiene sentido que los Gobiernos compensen a las empresas y los trabajadores por las pérdidas sufridas para que puedan resurgir casi intactos cuando termine el periodo de hibernación debido al distanciamiento social. En el contexto de esta pandemia, necesitamos una nueva forma de seguro social, dirigido específicamente a las empresas y que opere a través de ellas. La forma más sencilla de hacerlo es que el Gobierno se constituya en comprador de último recurso. Si el Gobierno sustituye por completo la demanda desaparecida, cada empresa podrá seguir pagando a sus empleados y mantener su reserva de capital, como si estuviera funcionando con normalidad.
En los sectores públicos como educación, aunque se cierren las escuelas, hay que seguir pagando a los profesores
Para comprender cómo funciona la idea del comprador de último recurso, tomemos el ejemplo del sector de las aerolíneas. Si la demanda cae un 80%, el Gobierno lo compensaría comprando el 80% de los billetes, para mantener un nivel de ventas constante. Eso permitiría a las aerolíneas seguir pagando a sus empleados y mantener sus aviones y su material sin riesgo de bancarrota.
En el caso de la pandemia de coronavirus, esta estrategia sería eficaz por un doble motivo. En primer lugar, está clara la causa de la sacudida: una crisis sanitaria que no tiene nada que ver con ninguna decisión empresarial y que va a ser temporal. En segundo lugar, afecta de distinta manera a cada sector. Es una situación muy diferente de las recesiones normales, en las que la caída de la demanda está muy repartida y no tiene un calendario visible.
¿Cuánto puede costar ese tipo de programa de comprador de último recurso? Una caída de la demanda de bienes y servicios del 40% durante tres meses que afecte a toda la economía produce un descenso del 10% del PIB anual. El Gobierno puede compensar las pérdidas privadas transfiriendo 10 puntos del PIB al sector privado y financiarlo mediante un incremento de la deuda pública. La factura de la caída directa de la producción por las medidas de distanciamiento social correría a cargo del Gobierno, es decir, las pérdidas se socializarían. Las consecuencias distributivas de esta política se controlarían con el sistema fiscal. Más tarde, los Gobiernos podrían decidir cómo ajustar los impuestos para pagar el exceso de deuda; con unos impuestos progresivos sobre la renta y el patrimonio, el coste recaería sobre los más ricos.
No es posible instaurar una política de comprador de último recurso que sea perfecta, pero los Gobiernos pueden acercarse bastante a ello. En el caso de los autónomos y los trabajadores como los conductores de Uber, el Gobierno sustituiría los ingresos perdidos; sería el equivalente a un seguro de desempleo. Para las grandes empresas, la compensación estaría condicionada a que no se despida a los empleados. A las empresas les conviene más conservar a sus empleados, aunque estén temporalmente sin trabajar, para que luego pueda reanudarse rápidamente la actividad —sin tener que contratar a personal nuevo— cuando se recupere la demanda. En cuanto a los sectores públicos como la educación, aunque se cierren las escuelas, hay que seguir pagando a los profesores.
La actividad está detenida, pero con una inyección intravenosa de dinero será posible mantenerla viva
Las propuestas actuales para afrontar las consecuencias económicas de la pandemia no son de suficiente alcance o no están bien dirigidas a los sectores más necesitados. Los préstamos a empresas ayudan, pero no compensan las pérdidas. Aplazar los pagos de impuestos favorece la liquidez, pero no es suficientemente selectivo, porque beneficia por igual a personas y empresas no afectadas directamente por la pandemia. Los pagos personales directos permiten aliviar los problemas económicos provisionales, pero tampoco es una estrategia bien pensada, porque es demasiado poco para quienes han perdido el trabajo y una ayuda innecesaria para los que no. Durante el distanciamiento social, el objetivo no debe ser aumentar la demanda agregada, puesto que la gente no puede gastar tanto dinero en bienes y servicios.
El seguro de desempleo y las bajas por enfermedad remuneradas son lo que más puede ayudar a los trabajadores despedidos y a los que pueden trabajar, pero no hacen nada por las empresas. Un programa de comprador de último recurso sería eficaz si se desarrolla durante un periodo muy limitado, para que los costes sean asumibles y las decisiones empresariales no se vean afectadas.
No compensaría del todo los efectos económicos negativos del coronavirus. Por mucho que hagan los Gobiernos, va a haber auténticas caídas de producción. Aunque los empleados de las líneas aéreas cobren su sueldo, los aviones no se moverán. En algunos sectores, como la alimentación, las cadenas de suministro sufrirán inevitablemente distorsiones, debido, por ejemplo, a las cuarentenas.
Un programa de comprador de último recurso, en cambio, suavizaría los apuros tanto de los trabajadores como de las empresas. Mantendría la disponibilidad de efectivo de las familias y las empresas para que la conmoción del coronavirus no tenga repercusiones secundarias en la demanda —por ejemplo, que los trabajadores despedidos reduzcan su consumo—, y podría haber un rápido restablecimiento cuando se recupere la demanda. La actividad económica, hoy, está detenida, pero, con una inyección intravenosa de dinero, será posible mantenerla con vida hasta que termine la crisis sanitaria.
Emmanuel Saez es director del Center for Equitable Growth de la Universidad de California en Berkeley y Gabriel Zucman, profesor de economía en esa universidad.
Este artículo ha sido publicado en www.socialeurope.eu
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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