¿Qué puedo hacer yo para combatir el virus?
Yo estoy en una planta para la seguridad social en la que hay más repuestas que preguntas. Porque hay más sabios que tontos
Y mira que es feo el coronavirus. Parece que todos los departamentos de arte de los periódicos se hayan juntado para buscar el animal más repugnante que se pueda imaginar. Porque la capacidad de hacer el mal del bicho es tan grande como su fealdad.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se ha mostrado a la altura de lo que los encarcelados en los hospitales pedimos. Es decir, que nos conformamos con unas pocas palabras amables, dosis suficientes de Apocalipsis, y alguna esperanza de que el menú del día de mañana incluya espinacas a la crema. Hay que decir que no está nada mal.
Los que no tenemos coronavirus, al menos de momento, nos sentimos muy próximos a los que sí. En eso somos iguales. En lo de las espinacas. Es raro sentirse como alguien tan apartado justo por no padecer coronavirus. El vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, ¿se sentiría así al romper la cuarentena que él tenía que respetar más que nadie?
Echemos un vistazo a la calle. Las multitudes siguen clamando con su ausencia, que todavía está garantizada por la escasa cantidad de lo que haya en los almacenes. No hay de casi nada, excepto de lo que sí hay, que hay mucho. Y la gente va a aguantar mientras quede algo. ¡Qué bien que tienen 200 recambios de afeitadora!
Hay problemas mucho más gordos, por supuesto. Los sanitarios que te rodean en una proporción inédita de cinco a uno, y por eso les aplaudo en mi ventana de patio hospitalario todas las noches a las 22.00, tienen hijos que van al colegio y mayores a los que cuidar. Casi es mejor desconocerlo y conformarnos con saber que España es uno de los países en los que las redes familiares todavía funcionan bien. Estamos, y no se nos olvide, en lo de Zafra más uno. Zafra era un matador, o sea que se enfrentaba a su enemigo por derecho. Por tanto se obligaba a sí mismo a encarar ese horrible coronavirus mostrándole sin pudor el camino de la femoral.
¿Qué puedo hacer yo para combatir el virus? La respuesta es desoladora, como siempre que se pregunta al poder: nada, o casi. Obedecer. De modo que nuestra mayor dosis de heroísmo se reduce a hacer todo lo que nos mandan desde el Gobierno al último celador. Para patriotas oxidados queda el solemne llamamiento de Quim Torra e Iñigo Urkullu: vayamos todos juntos hasta donde la patria lo exija. Un contravirus es siempre mejor si habla como debe.
Si dejamos de lado tan inútiles consignas, nos queda bien poco. Bueno, si es que sabe a poco hacer el trabajo entero. No está mal seguir el ejemplo los sanitarios y procurar que los protocolos se cumplan con rigor. Incluido el de no salir de casa.
— Esteban, ¿como se te ocurrió hacerte la prueba?
— Tenía un poco de fiebre.
Además de feo, el bicho está por todas partes.
Y se hace esperar, para reírse de nuestra ansiedad en busca de noticia permanente. Incubación. Cuarentena. Periodos de tiempo tasado que no gobernamos. Nuestra capacidad de intervención se reduce a la espera y la obediencia.
— Carmelo, ¿y tu fiebre?
— No lo sé. Ahí está, pero no toso.
El teléfono es otra vez el cordón umbilical que me une al mundo. En eso también somos todos iguales.
La madre del enfermero le llama desde Zamora, asustada.
— ¡Ten mucho cuidado!
Pero a él le preocupa más que su hijo proteste porque le pongan deberes en vacaciones.
Varias generaciones a verlas venir.
Yo estoy en una planta para la seguridad social en la que hay más repuestas que preguntas. Porque hay más sabios que tontos.
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