El desconfinamiento como reconquista de la ciudad por sus paseantes
La recuperación de las calles, parques y terrazas nos devuelven la imagen de la quintaesencia de lo urbano
Hace no mucho, este mismo espacio servía para pensar y dar a pensar sobre lo que implica conjugar el verbo salir. Ahí se llamaba la atención sobre cómo la imposición de un confinamiento universal nos invitaba y hasta nos obligaba a tomar conciencia del valor de algo tan banal como dejar atrás la propia casa y bajar a la calle para encontrarse con un universo de extraños siempre a punto de dejar de serlo. La imagen suscitada en las primeras fases de los desconfinamientos de una ciudad sin apenas coches y con miles de paseantes circulando por las aceras e incluso por las calzadas debería sernos sugerente de cómo serían las ciudades si siempre fueran así.
No es cosa de preguntarnos cómo sería una ciudad sin coches, rebosante de viandantes que van de aquí para allá, de criaturas jugando, de gente llenando las terrazas… Ya lo sabemos. La hemos vivido. Podemos proponer que ese modelo de ciudad no se vaya; que se quede. Es más, el urbanista José María Ezquiaga, miembro del comité de especialistas para pensar un nuevo Madrid postcovid-19 ya lo ha propuesto. ¿Y por qué no? Tenemos una oportunidad en hacerlo real ahora: una ciudad con pocos coches, solo trajinar de gente que va y que viene, que juega, que se cruza con otra gente y que a veces se detiene para descansar y tomar algo con ella. El triunfo final del callejeo como forma de vida.
Pensémoslo. Qué cosa más sencilla y ordinaria se antoja el hecho de pasear por una ciudad. En cambio, ese acto tan elemental debería considerarse el elemento fundamental de aquello que damos en llamar "lo urbano", es decir, la esencia que nos permite reconocer y distinguir una ciudad como espacio social por excelencia. Al protagonista de esa ciudad movediza los latinos llamaron quídam, alguien que pasa y que solo existe en tanto que pasa. Y personaje al que el Circo del Sol dedicó uno de sus espectáculos: Quidam. Baudelaire le dedicó un nombre o este señor de las calles: flannêur, alguien que se desplaza de un sitio a otro de la ciudad abandonado a la mera tarea de observar y dejarse observar.
Acaso esta oportunidad de una reconquista masiva de la calle por y para los viandantes nos coloca ante la esencia misma de "lo urbano". Una madeja interminable de diagramas que se interseccionan, un colosal mecanismo que permite distinguir la ciudad de las implantaciones de la ciudad los desplazamientos, la primera sometida a una lógica de territorios, la segunda a una de superficies. Una urdimbre incontable de senderos en cuyo transcurso nunca sabe uno con quién se va a cruzar, acaso para siempre. Los Gipsy King lo supieron sintetizar en el estribillo de una canción, repetida machaconamente, como una verdad.
Dos novedades editoriales vendrían en soporte de esta intuición. Una nos llega de la mano de Capitán Swing, Wanderlust. Una historia del caminar, de Rebecca Solnit. Un repaso por las variedades de la actividad pedestre, de la caminata solitaria a la acción de las grandes coaliciones de viandantes que protagonizan las fiestas y las revoluciones, su significado político, social y estético, con referencias a algunos de sus practicantes más significativos: Gary Snyder, Jane Austen, Elizabeth Bennet o André Breton. La otra, de la Editorial Taurus, es Filósofos de paseo, de Ramón del Castillo, dedicado a pensadores que tuvieron sus mejores pensamientos "sobre la marcha". Es decir, caminando: Nietzsche, Heidegger, Adorno, Wittgenstein, Sartre… Apariciones estas que se suman a otras cercanas, publicadas todas en 2014: Andar: Una filosofía, de Frédéric Gros (Taurus); El dilema de Proust o El paseo de los sabios, de Javier Mina (Berenice); Un paseo invernal, de Henry David Thoreau (Errata Naturae); y El arte de pasear, de Karl Gottlob Schelle (Díaz-Pons).
Acaso esta oportunidad de una reconquista masiva de la calle por y para los viandantes nos coloca ante la esencia misma de "lo urbano"
Tenemos entonces que el viandante hace algo más que andar, atravesar cuando el semáforo se pone en verde, mirar escaparates o abrir y cerrar paraguas. Su paso —sea solemne, apresurado, dubitativo o calmado— es un acto práctico pero, al mismo tiempo, un movimiento profundamente lírico y hasta una forma de rebeldía ante el despotismo del automóvil, por unos días contemplado ahora en retirada. Marchar a pie sirve para cambiar de lugar, pero es también una forma de escritura en que cada trayecto que se traza es un relato, una historia íntima, una siembra de memoria.
De este ser anónimo de cuyo trajinar contemplamos estos días la apoteosis, el mero transeúnte, no se sabe demasiado. Tenemos como único indicio su aspecto, su rostro, percibido en el brevísimo intervalo en que lo contemplamos de soslayo. Sabemos que ha salido de algún lugar, pero no sabemos de cuál; es, pues, alguien sin origen. Tampoco sabemos dónde va ni lo que pretende; es, por lo tanto, alguien sin destino ni función. En cualquier caso, es siempre un enigma al que estos días podemos contemplar ejerciendo su misterio y su poder, proclamar que la calle es o debería ser suya.
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