Las Bridget Jones o el cliché cómico de la mujer patosa
El cliché cómico de la treintañera liberada, pero con la vida patas arriba, nos ha ayudado a desafiar los rígidos estándares morales y físicos. Pero ha llegado la hora de preguntarse por qué somos más graciosas cuánto más tropezamos.
UNA GENERACIÓN entera de mujeres, puede que una y media, no entendimos muy bien aquello de que lo personal era político hasta que leímos Cómo ser mujer, el libro a medio camino entre el ensayo y la autoficción que convirtió a Caitlin Moran en referente feminista y estrella planetaria en 2011. Así de agradecida hay que estarle a la escritora británica. En su último libro, Cómo ser famosa, Moran narra el paso a la edad adulta de Johanna Morrigan, una chica de 19 años precaria, con sobrepeso, de familia numerosa, obrera y hippy que se abre paso en el Londres de los noventa como periodista musical. A pesar de su edad, sus antecedentes y los imbéciles que se cruza por el camino, Johanna Morrigan no sobrevive, vive; lo hace a todo trapo, se come el mundo con talento, pupila y salero, como dice la copla. Cómo ser famosa es una historia sobre la construcción de la identidad y la conquista de la independencia de una mujer que patina de vez en cuando, como todas, pero que, en general, gestiona su vida social, emocional y laboral con éxito.
Se trata de una joven mujer autosuficiente y plena que además resulta muy graciosa.
La protagonista de Moran representa una anomalía: es una heroína cómica que no es una patosa. Últimamente escasean las figuras femeninas reales o de ficción que nos hagan reír desde una posición confortable, casi como si estuvieran mal vistas.
Pensemos en Fleabag. Fleabag no me entusiasmó. Ya está, ya lo he dicho, así es como una se convierte en un cadáver a efectos de cultura pop feminista. Si quiere dejar de leer y continuar con su día, lo entenderé; si decide quedarse, a continuación vienen algunos matices que quizá me salven el pellejo.
Fleabag es una serie fresca pero profunda, narrativamente original, con un guion divertidísimo; se merece todos los Emmy que se llevó y los que no, los BAFTA también; pero cuando Phoebe Waller-Bridge, su brillante y visionaria creadora y protagonista, rompe la cuarta pared en busca de la carcajada solidaria, yo le aparto la mirada. No eres tú, Phoebe, soy yo. Creo que se me ha roto la capacidad de reírme de los pequeños fracasos cotidianos de las mujeres de tanto usarla. Cabe la posibilidad de que no me quepa en el cuerpo un solo chiste más sobre polvos calamitosos, torpeza social, ingesta encadenada de ansiolíticos, ligues que llevan calzoncillos de Los Vengadores, alabanzas al Satisfyer como si fuera un tótem y, en general, mal manejo de la vida.
Hacer comedia con las propias miserias es liberador e inteligente. Reivindicar el derecho a cagarla gozosamente de las mujeres en una sociedad que les ha exigido encajar en marcos físicos y morales rígidos es muy higiénico, muy necesario; huir de la idea capitalista de éxito, también. Encaja además con el principio básico de la comedia de que conviene ponerse por debajo del espectador para llegar a su corazón.
La inquietud viene cuando se convierte en cliché, cuando parece imposible construir un personaje de treintañera desinhibida simpatiquísima sin cargarla de torpeza. Lo que encaramos aquí es un patrón: la imperfección pasa de ser un derecho a ser un deber, no solo para los personajes de ficción. Guionistas, monologuistas, viñetistas geniales, realizadas, equilibradas, reconocidas, de esas que se queman las pestañas delante del ordenador para dar lo mejor de sí mismas, hacen siempre las declaraciones trimestrales del IRPF a tiempo y tienen la casa y la salud mental como los chorros del oro, fuerzan personajes atolondrados.
Ojalá se cierre pronto el ciclo y comience la era de las heroínas que caen bien sin necesidad de revolcarse por el barro
La sensación es que ya hemos escuchado todos los infortunios posibles. Hemos visto a la mujer patosa —una ficción fabricada por mujeres tan capaces— emborracharse, caerse, no atinar a encontrarse el culo en los pantalones… ¿Qué más queremos? Es hora de que estalle la burbuja de la mujer patosa. No por ella, ella es estupenda, hace falta mucho talento para sacar chispas de los fracasos, sino por la lógica que revela su éxito. La insistencia en este estándar, el magnetismo de la mujer patosa, su irresistible encanto hacen pensar que las plenas, las felices, las astutas, las buenas administradoras de su vida no le hacen gracia a nadie. O peor, que para hacer comedia toca liquidar el impuesto revolucionario de que tu vida sea un desbarajuste. Ojalá se cierre pronto el ciclo y comience la era de las heroínas que caen bien sin necesidad de revolcarse por el barro.
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