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Columna
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El pangolín

No está de más que recordemos nuestra nimiedad, al fin y al cabo los animales más resistentes son aquellos conscientes de su debilidad y que actúan en consecuencia

David Trueba

La tecnología y la naturaleza mantienen un apasionante pulso del que somos espectadores en primera fila. La última victoria de la naturaleza sobre ese convencimiento de que llegaremos a vencer la enfermedad, la soledad, el tiempo y la distancia gracias a los avances técnicos ha sido estrepitosa. La cancelación del Congreso de Móviles de Barcelona, que hasta ahora había sobrevivido a disputas políticas, pujas municipales y huelgas sectoriales, se ha rendido ante la más innovadora de las amenazas: el miedo. Un virus mutante que adopta las formas menos previsibles en función de un algoritmo inexplorado, combinación de verdad y mentira en dosis graduables. Bastó que una sola empresa importante renunciara a desplazar a sus empleados para que el resto de grandes marcas revisara las posibilidades de demandas laborales y cancelara en cascada la asistencia a la feria. No fue, por tanto, el miedo a la enfermedad llamada coronavirus, sino el miedo a las cláusulas contractuales, lo que desencadenó el drama. Porque, no nos engañemos, la cancelación se ha vivido como una tragedia mayor que las muertes lejanas que se acumulan en una China que nunca sabemos si admirar o temer.

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La repatriación de los españoles que se encontraban en el epicentro del contagio fue exitosa. Pero tampoco deberíamos presumir demasiado. No es lo mismo disponer de servicios y control para una docena de personas que encarar decenas de miles de afectados. Basta ver lo que la gripe causa en nuestro sistema sanitario cada temporada. A día de hoy, la confusión es persistente, y para un país que vive de organizar ferias y recibir turistas la tensión es desquiciante. De entre todas las suposiciones sobre el brote del contagio, me quedo también con la potencia de la naturaleza como agente activo. Según parece, la ingesta de carne de pangolín podría ser la causa del brote en un mercado de Wuhan. El pangolín es un animal casi desconocido para nosotros, pero al que Marianne Moore dedicó uno de sus magistrales poemas. Tiene algo de especie mitológica, entre otras cosas porque pertenece a la familia de los folidotos, es decir, mamífero con escamas que se alimenta de hormigas y termitas.

El pangolín es un buen soldado de la Numancia ecológica, esa que se apresta a resistir, pese al acoso tecnológico. Es un animal acorazado. Si volvemos al poema de Moore, es casi una alcachofa con cabeza, inquietante y nocturna, que parece diseñada por el mismísimo Leonardo da Vinci en cruce con los toreros de Gargallo. El colofón del poema, y estamos ante una de las escritoras fundamentales del siglo pasado, suena casi a predicción: víctima del miedo, siempre reducido, extinguido, frustrado por la oscuridad, casi cumplida la tarea, dice al resplandor oscilante: “¡De nuevo el sol!, nuevamente otro día; y otro y otro y otro, que penetra y refuerza mi espíritu”. Es ese espíritu indómito de la naturaleza el que se ha enfrentado, a través de un animal que los niños españoles soñamos en paisajes tropicales y lejanos, a todas las inteligencias petulantes de Silicon Valley. Este pangolín 5G es una advertencia, un aviso para navegantes. Nos ha recordado lo frágil que es el sistema mundial de reservas hotelero frente a una mordedura. No está de más que recordemos nuestra nimiedad, al fin y al cabo los animales más resistentes son aquellos conscientes de su debilidad y que actúan en consecuencia.

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