_
_
_
_
El atlas de Pandora
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Nubes

Irene Vallejo

Sócrates, que tal vez sonrió ante su caricatura, sabía que la educación no es un juego: es lo que siempre está en juego

TOMO ASIENTO en una sillita verde de dos palmos y descubro que, desde esa altura, la perspectiva cambia. En el aula donde tendrá lugar la reunión, padres y madres parecemos personajes huidos de Alicia en el país de las maravillas, tras haber comido un pedazo de pastel que nos provoca un crecimiento desproporcionado. Desde la humildad del asiento bajo y la postura ridícula, alzo los ojos hacia la sonrisa de giganta dulce de la maestra de mi hijo. Vuelvo a mi infancia; recupero imágenes nítidas de la luz que bañaba mi colegio, los palotes en el cuaderno, las canciones, las rimas y el perfil pecoso de un niño pelirrojo llamado René. Sentada en la silla verde miro de nuevo la escuela como la veía en la niñez: un teatro fascinante del juego y la palabra.

La escuela siempre ha sido un escenario de debate social. Hace 2.500 años, Aristófanes estrenó ante el público ateniense su comedia más famosa, Las nubes, donde caricaturizaba a Sócrates y la pedagogía innovadora de la época. Aristófanes, como buen conservador, se preocupaba por la decadencia de la enseñanza, y en algunas escenas parece anticipar nuestras guerras culturales del presente. Su discurso en Las nubes añora los buenos tiempos pasados, cuando los niños eran disciplinados, obedientes y respetuosos con sus mayores. “Por norma no se oía nada, ni un gruñido infantil, y todos caminaban por la calle guardando la compostura. Si uno de ellos hacía una payasada, le daban una tunda”. La didáctica de los palos era insuperable; en cambio, los métodos permisivos de la nueva educación convertían a los jóvenes en una panda de chicos pelilargos, flojos, charlatanes, liantes e inmunes a la voz de la autoridad. Al final de la comedia, un padre desatado decide zanjar el conflicto por la vía pirómana, y prende fuego al Pensadero, la escuela donde Sócrates impartía sus peligrosas enseñanzas. Sucede, y ahora hablamos de la realidad, que el filósofo sería condenado años después a beber una dosis letal de cicuta por corromper a la juventud con ideas nocivas.

Más información
Desvelo

La paradoja es que Sócrates y los corrompidos discípulos que continuaron su labor —unos tales Platón y Aristóteles, entre otros— son hoy recordados como una generación dorada. Ya no hay maestros como ellos, suspiran los elegiacos. Se diría que la educación está siempre degenerando. Los padres, en perpetuo estado de alarma y premonición de catástrofes, reincidimos en la ridícula costumbre de enseñar a los profesores cómo cumplir su tarea. Aunque el apocalipsis suele faltar a la cita, los profetas del fin del mundo no parecen perder un ápice de credibilidad. Y mientras discutimos sobre el declive de la enseñanza, olvidamos reivindicar la labor y el saber hacer de los maestros. Ya los agoreros antiguos, encantados con sus cataclismos, se desentendieron de minucias como reclamar mejoras y medios para esta profesión humilde, típica de quienes caían en desgracia y exiliados. “O se ha muerto o es maestro en alguna parte”, dice un personaje de comedia sobre alguien de quien no se tienen noticias. “Tuvo un oscuro comienzo”, escribe Tácito a propósito de un hombre que dio clase en su juventud.

Nieta como soy de maestros, me pregunto por qué no hablamos más a menudo de confianza y gratitud. Son profesionales con una misión exigente y visionaria: la escuela es el lugar donde primero edificamos el futuro, un espacio de crecimiento íntimo y colectivo. La figura de Sócrates ofrece uno de los ejemplos más antiguos del ascensor social en funcionamiento. Descendía de una familia humilde y cuentan que era el tipo más feo que merodeaba por Atenas. La fealdad no es un dato anecdótico: los griegos estaban tan obsesionados como nosotros por la belleza física. Llama la atención que aquel hombre de túnica raída, malcarado y sin pedigrí aristocrático dejase una huella imborrable. Su historia de ascenso se truncó cuando lo procesaron, convirtiéndole en uno de los primeros maestros perseguidos de la historia. Él, que tal vez sonrió ante su caricatura en el teatro, sabía que la educación no es un juego: es lo que siempre está en juego.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_