Elogio del error
A menudo, los detectores de fallos cometen un grave error de lectura: las erratas les llevan a perder de vista la grandeza y la originalidad del pensamiento
Fue una de las peores pesadillas que puede vivir un autor, y también uno de los mejores momentos de radio que se han emitido en los últimos tiempos. Sucedió en mayo de 2019, en el programa Free Thinking, de BBC 3. El presentador, Matthew Sweet, entrevistaba a Naomi Wolf a propósito de su nuevo libro, Outrages: Sex, Censorship and the Criminalisation of Love (Ultrajes: sexo, censura y criminalización del amor). En mitad de la conversación, Sweet cita un pasaje que habla de ejecuciones a adolescentes por crímenes relacionados con la homosexualidad en el siglo XIX. En la documentación histórica consultada por Wolf aparecen como “executions”, que la autora interpreta como condenas a muerte, pero el entrevistador dice: “Creo que se ha equivocado al interpretar el término, pues no se refiere a condenas a muerte, sino a exoneraciones”. Sweet asegura que, en la terminología jurídica de la Inglaterra victoriana, una “execution” era la forma de condonar una pena. Es decir, que todos los casos que Wolf había computado como “ejecuciones” a jóvenes homosexuales, en realidad habían sido exonerados.
Un larguísimo silencio de tres o cuatro segundos sucede a esa revelación, ante la que una Wolf petrificada solo acierta a decir: “Ah”. Es un “ah” largo y descendente que se apaga hacia el final, como si cayera por un precipicio. Es el “ah” que constata que el libro entero está basado sobre un error de interpretación. Es decir: no vale para nada.
Unos meses después, los editores de Wolf en Estados Unidos cancelaron el lanzamiento de Outrages, que no llegó a imprenta.
La editorial de Naomi Wolf retiró su último libro después de que un locutor de la BBC le señalara un error flagrante
Menos sonados —y sin consecuencias editoriales— han sido los casos más recientes de Jared Diamond y Philipp Blom. El primero fue objeto de una reseña demoledora en The New York Times firmada por Anand Giridharadas en la que no solo trataba al autor (de 82 años) como un yayo que chochea, sino que dedicaba cuatro párrafos a enumerar datos erróneos diseminados por su último libro, Crisis, casi todos sobre fechas y hechos históricos. La última obra de Blom, El motín de la naturaleza, fue tratada por el mismo periódico con mucha más benevolencia, pero Peter N. Miller, su reseñista, también llenó un párrafo afeando errores como el de situar la obra de Montesquieu en el siglo XVII en vez de en el XVIII.
Sirvan estos precedentes para espantar la bicha de la leyenda negra española. Por más que el affaire sobre Imperiofobia, de María Elvira Roca Barea (que ha sido ampliamente atacado por catedráticos como José Luis Villacañas, historiadores como Edgar Straehle e investigaciones publicadas en este mismo periódico), ensordezca y ensucie la discusión intelectual, no se trata de una fatalista y fatal excepción ibérica, sino de un capítulo más en lo que parece una guerra abierta entre el ensayo académico más duro y los libros de francotiradores que, ajenos a la disciplina de los claustros, alcanzan un público masivo que casi ningún especialista consigue igualar. Las dos preguntas pertinentes son: ¿cabe exigirle a estos ensayos narrativos, divulgativos y polemistas el mismo rigor que a la literatura académica? ¿Hasta qué punto unos errores pueden invalidar la tesis interpretativa y subjetiva de una obra?
Los errores allanan el trabajo del crítico. Al encontrarlos, este se excusa de buscar argumentos para desmontar las hipótesis propuestas por el autor y puede desbaratar su trabajo sin más esfuerzo intelectual que el de enumerar datos equivocados. Hay casos flagrantes, como el de Naomi Wolf, donde un solo error puede destruir un libro entero, pero la mayoría de las equivocaciones se sitúan en una zona de sombra donde el descrédito no está tan claro. Por ejemplo, si Blom corrige en una nueva edición todos los errores señalados por The New York Times, sus tesis no cambian. Para lo que quiere contar, no es relevante que se le cuele lo que más parece una errata que un error (entre los siglos XVII y XVIII hay un palito de distancia). Casi lo mismo se puede decir de Jared Diamond, cuya pretensión no es hacer un libro de historia, sino especular a partir de unos conocimientos generales. El caso de Imperiofobia plantea más problemas, porque no le han faltado críticos que, sin dejar de señalar los errores, asienten ante la tesis principal del lastre que ha supuesto la leyenda negra en la cultura española, mientras que otros concluyen que solo es un panfleto enmascarado de erudición.
En los años sesenta, Raul Hilberg, autor de la monumental La destrucción de los judíos europeos, base de toda la historiografía sobre el Holocausto, mantuvo una polémica muy dura con la filósofa Hannah Arendt a cuenta de su ensayo Eichmann en Jerusalén y de otros escritos. Hilberg acusó a Arendt de todos los pecados que un investigador puede cometer, y Arendt, que no era muda ni tímida, le respondió con todos los adjetivos que encontró. Más de medio siglo después, tanto la obra de Hilberg como la de Arendt gozan de un prestigio a prueba del crítico más puntilloso.
¿Por qué los trabajos de la filósofa no se resintieron ante esos ataques? Porque Hilberg y ella hablaban desde campos distintos. La propuesta de Arendt, aunque estuviera basada en la historia, no dependía del rigor de los datos para alzarse y adquirir consistencia, pues planteaba dilemas morales entre el individuo y la sociedad. Hilberg, en cambio, era un historiador puro, interesado tan solo en la verdad factual. En el fondo, ambos tenían razón.
Creo que, a menudo, los detectores de errores cometen ellos mismos un grave error de lectura. Hablando en plata: los árboles les tapan el bosque. En medio de fechas que bailan y de citas mal atribuidas, pierden de vista la grandeza del pensamiento o la originalidad de las ideas o la frescura de la provocación que contienen esos libros escritos casi siempre por legos, que utilizan una disciplina académica no para sentar cátedra en ella, sino como plataforma para llevarla a un terreno mucho más etéreo y literario.
Es muy fácil calibrar la importancia de un error en este tipo de obras: si al corregirlo, los argumentos no se alteran, es que se trataba de algo anecdótico. No es el caso de Wolf, claro, pero sí el de muchísimos libros que se reseñan con escandalera y peticiones de excomunión. Como lectores, quizá también tendríamos que aprender a ser críticos con los críticos y distinguir cuándo los errores desacreditan y cuándo son una simple coartada para no enfrentarse a los argumentos. Porque los ensayos, por lo general, se refutan en sus ideas y teorías, no en las fechas mal transcritas.
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