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Columna
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Betelgeuse se muere

Si la estrella estuviera a punto de estallar ante nuestros ojos, lo más perturbador es pensar que llevaría muerta 640 años

Un grupo de personas mira las estrellas con telescopios.
Un grupo de personas mira las estrellas con telescopios.Getty Images
Javier Sampedro

Nuestra devoción por la cultura griega es seguramente una forma de eurocentrismo, la versión clásica del nacionalismo. Ni Pitágoras concibió el teorema que lleva su nombre, ni la escala musical que también lo lleva, ni Platón descubrió los sólidos platónicos, ni los griegos inventaron el alfabeto griego. Todos esos avances esenciales surgieron mucho antes, por lo general entre el Tigris y el Éufrates, la verdadera cuna de la civilización occidental. Lo mismo ocurre con las constelaciones, esas figuras que forman las estrellas y que parecen transmitirnos mensajes mitológicos, que siempre nos hemos empeñado en adjudicar a los griegos, pero que tampoco inventaron ellos. Las tablillas cuneiformes del Éufrates demuestran que casi todas esas constelaciones y mitologías asociadas provenían también de Mesopotamia. La antigua Grecia fue la pionera del espionaje industrial.

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Las constelaciones. Llevo media vida luchando para intentar verlas, con resultados frustrantes. Ni veo un león en Leo, ni un toro en Taurus ni un escorpión en Escorpio, no hablemos ya de las osas mayores o menores. Por eso mi favorita es la constelación de Orión. Me basta mirar al cielo cualquier noche, o asomar la cabeza por la ventanilla del coche —no se preocupen, no voy conduciendo— para identificarla allí arriba, con su cinturón de tres estrellas y su espada, sus brazos y piernas desplegados para alivio de torpes como el que suscribe. Hace casi 3.000 años que Homero la mencionó en la Odisea, y sabemos que los egipcios la conocían al menos un milenio antes. Sus estrellas tienen nombres fragorosos como Rigel, Bellatrix, Mintaka o Saiph, que constituyen el cinturón del guerrero mitológico, su torso y sus miembros. Y la más bella de todas ellas, Betelgeuse, bat al-jawza, el hombro del gigante.

Betelgeuse se muere. Es una supergigante roja —su color rojo se puede apreciar a simple vista, pues es una de las estrellas más brillantes del cielo—, y eso quiere decir que ya ha agotado el combustible de hidrógeno que habitaba su núcleo, la hacía brillar y contrarrestaba con su presión centrífuga la atracción gravitatoria entre sus partes. El hombro del gigante colapsó y encendió un nuevo tipo de reacciones nucleares que la expandieron hasta su actual y gigantesco tamaño. Su siguiente paso —su muerte oficial— será estallar como una supernova, un lucero deslumbrante que no solo dominará la noche, sino que seguirá recordándonos a plena luz del día que el cielo ha cambiado para siempre.

Es posible, aunque para nada seguro, que la muerte de Betelgeuse haya empezado ya ante nuestros ojos distraídos con mil cosas de este mundo. Los astrónomos han observado que su brillo se ha mitigado en las últimas semanas, y que está ahora mismo en el nivel más bajo desde que hay registros. Que vaya a estallar pronto como una supernova es solo una de las posibles explicaciones. Otras son su inestabilidad intrínseca, una monstruosa eyección de polvo o, ya puestos a desvariar, una civilización de un planeta betelgeusiano que haya cubierto su estrella de satélites para aprovechar toda su energía moribunda, tapándonos así la vista. Pero, si Betelgeuse estuviera a punto de estallar ante nuestros ojos, lo más perturbador es pensar que llevaría muerta 640 años, pues está a 640 años luz de la Tierra. La noticia se le escapó al primer condestable de Castilla.

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