Partido a partido
El ímpetu con el que se busca el final del bloqueo político contrasta con el cortoplacismo que imponen las complicadas aritméticas parlamentarias
El debate de investidura arrancó por la vía de la singularidad en tiempo, forma y composición: se convocó durante el fin de semana y en víspera de Reyes; a él se presentaba el primer Gobierno de coalición de la democracia española cuya combinación de socios —un partido socialdemócrata y otro partido a su izquierda— resulta excepcional en el entorno europeo; y, por si fuera poco, durante las primeras horas de la mañana planeó la incertidumbre sobre si Esquerra Republicana de Catalunya mantendría su abstención y garantizaría, así, la investidura en segunda votación.
Seguramente el Partido Popular, Ciudadanos y Vox no imaginaban que su actuación coordinada frente a la Junta Electoral Central ayudaría a Esquerra a hilar el relato con el que responder ante la inhabilitación de Torra. Mientras los representantes de Junts per Catalunya planteaban la decisión de la JEC como una afrenta de España a las instituciones catalanas, los líderes de Esquerra acudieron a la lectura ideológica de los hechos —las derechas intentando impedir un Gobierno progresista— para justificar su decisión de mantener la abstención.
El electorado de Esquerra es más sensible a la derecha española que los votantes de Junts per Catalunya. Ello proporciona cierta ventaja al partido de Junqueras y Rufián frente al partido de Torra, pues su viaje hacia el pragmatismo y la moderación puede sostenerse sobre el flotador ideológico para compensar las concesiones que inevitablemente va a tener que abordar en la cuestión territorial.
Los sobresaltos en la izquierda protagonizados por el sector independentista en el arranque de la investidura auguran una legislatura con alguna fortaleza y muchos desafíos. La fortaleza es que los partidos han llegado a este debate con una relativa buena salud interna: aparatos engrasados (véase la contención de los barones territoriales del Partido Socialista ante la creación de la mesa de diálogo con los independentistas catalanes) y una militancia en sintonía con la dirección de los partidos. No es un asunto menor: la negociación y la consecución de pactos implican renuncias y sacrificios que son más fáciles de digerir con aparatos cohesionados.
Frente a esa fortaleza, se presentan numerosos retos. Primero, el de la pura supervivencia del futuro Ejecutivo, pues los Gobiernos de coalición que no cuentan con mayorías parlamentarias son, en promedio, los de menor duración. Segundo, el de los costes de transacción que conllevará alumbrar mayorías parlamentarias para cada iniciativa legislativa, sobre todo teniendo en cuenta que la metamorfosis en la que se encuentra embarcado uno de los principales partidos para conformarlas —Esquerra— lo convierte en un actor menos predecible. El tercer reto es hacer efectiva la oferta de diálogo frente a una oposición ensimismada en una escalada dialéctica donde la descalificación del adversario (como “inmoral”, “un peligro” o “una amenaza”) no pretende cuestionar sectorialmente el programa de gobierno, sino poner en duda su legitimidad para conformarlo.
El discurso de Sánchez fue equilibrado en su tono, seguramente buscando el contraste con el lenguaje apocalíptico de Casado y Abascal, y ambicioso en el alcance de las propuestas. El amplio horizonte del programa presentado era necesario para oxigenar al fin un debate público atrofiado de táctica electoral. Pero el ímpetu con el que se busca el final del bloqueo político contrasta con el cortoplacismo que imponen las complicadas aritméticas parlamentarias de una legislatura que acabará abriéndose paso, en mitad del estruendo hiperbólico de la oposición, lentamente y con esfuerzo, partido a partido. @sandraleon_
Sandra León es politóloga e investigadora Talento Sénior en la Universidad Carlos III de Madrid.
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