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ideas / un asunto marginal
Columna
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Introspección

Cuanto más pienso en lo que vivimos hoy, más valoro lo que se logró durante la transición. Fuimos capaces de hablar

Suárez y González en Madrid en 1977.
Suárez y González en Madrid en 1977.Gianni Ferrari/ Cover/ Getty Images
Enric González

Las sociedades, a veces, se ven obligadas a reflexionar sobre sí mismas. Se trata de momentos excepcionales. Esos momentos suelen producirse tras alguna revolución trascendental, como en Francia después de 1789 o en Rusia después de 1917. En Estados Unidos la reflexión llegó al cabo de la guerra civil (1861-1865). En Alemania, más que un momento, hubo un proceso de asimilación que duró décadas: no fue fácil, aún no lo es, encajar la terrible responsabilidad del nazismo. Fue hermoso y angustioso a la vez escuchar a Angela Merkel en Auschwitz, este mismo mes, decir que la memoria de aquel delirio asesino era “inseparable” de la identidad alemana.

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Yo no fui nunca un entusiasta de la transición que llevó a España desde el franquismo a la monarquía parlamentaria. En la época era joven y todo me parecía insuficiente. Bajo el fragor de la actualidad (terrorismo, amenaza militar, crisis económica) costaba bastante ser ecuánime. Hoy me doy cuenta de que nadie era capaz de serlo. Y, sin embargo, con la perspectiva de casi medio siglo, resulta evidente que de forma colectiva lo fuimos. Con todo lo que ello supuso de renuncia y frustración.

La transición fue el momento en que España tuvo que pensar qué era. Desde luego, no era ni una, ni grande, ni libre, como había pregonado la dictadura. ¿Qué era? Cualquier respuesta lúcida conducía a la desolación. España había sido un imperio desangrado, una monarquía corrupta, un mosaico de lenguas e historias en el que solo una institución multinacional, meritocrática y capaz de elevar la ambigüedad y el cinismo a la categoría de arte, la iglesia católica, había funcionado como tejido conjuntivo. España había desperdiciado el siglo XIX, crucial en el resto de Europa. En España había habido buenas intenciones, ocasionalmente, pero, al menos desde el siglo XVIII, nunca buenos resultados. Y nos habíamos matado unos a otros con una fruición enfermiza.

¿Qué hacer? Para empezar, asumir el fracaso y renunciar a los grandes objetivos. Por debajo de la espuma de las proclamas de los grupos de poder, políticos y económicos, en la calle se respiraba un ansia muy prosaica de paz y tranquilidad. En el acuerdo constitucional hubo alguna imposición y muchas claudicaciones. El resultado, sin embargo, fue más o menos el necesario. Queríamos, fundamentalmente, dejar de matarnos unos a otros, dejar de almacenar rencor, ser como creíamos que eran nuestros vecinos europeos: normales.

Cuanto más pienso en lo que vivimos hoy, más valoro lo que se logró entonces. Fuimos capaces de hablar. Yerra quien piense que lo de hoy es puro encabronamiento: nada comparado con aquello. Probablemente el miedo fue superior al odio; el caso es que logramos articular un mecanismo para dejar de matarnos, dejar de encarcelarnos, dejar de exiliarnos. Los políticos (con la excepción de la ultraderecha, la ultraizquierda y Alianza Popular, por entonces un simple residuo del franquismo) acordaron una Constitución más o menos aceptable y acordaron un programa de estabilización económica, los Pactos de la Moncloa, que permitió evitar un desastre. Visto desde la distancia, no fue poco.

Entonces no logramos saber qué era España. No creo que lo sepamos hoy. Sí fuimos conscientes de que propendíamos al fratricidio. Y optamos por un equilibrio de poderes, institucionales y culturales (lenguas, nacionalidades, tradiciones), que iba a permitirnos seguir con vida, aunque nos la complicara.

Algo se ha hecho evidente con el tiempo: la lucidez dura poco.

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