Política selfi
Sujetos de sus propios guiones, algunos líderes políticos han quedado reducidos a su a menudo inconsistente mensaje, y la representatividad que se les supone, a su autorrepresentación
Los cinéfilos no necesitarán presentación, pero los jóvenes serialistas tal vez ignoren la existencia de un personaje de Woody Allen, que dio título a una de sus películas, llamado Zelig. Su principal característica era ponerse en el lugar de los otros sin que mediara un gramo de empatía, concepto este más reciente: solo por mímesis, Zelig se traviste para adquirir la apariencia de quien sea según las circunstancias. Eso en política también sucede: cuando no lleva al consenso (rara vez) se llama oportunismo, o como mínimo posibilismo al dictado de los sondeos. El fino alambre que el político Zelig recorre muchas veces se quiebra, tan endebles son las ideas que le alientan.
No son tiempos estos para la solidez de los políticos de antaño; si acaso, por consecuente e íntegra, para una Merkel que se bate en retirada y deja a Europa y el mundo al albur de líderes salidos del pincel de un figurinista. Políticos Zelig, pero también políticos selfie, como el inefable Salvini, o bocazas, sea en modo telerrealidad (Trump) o telepredicador, como Bolsonaro y sus acólitos (la boliviana Áñez, por ejemplo).
La imagen es el punto de partida, la autorrepresentación —tanto o más que la representatividad— la meta. El atractivo de Obama le consagró prematuramente con el Nobel de la Paz, una distinción que palideció al anunciar él mismo la ejecución extrajudicial de Bin Laden. También se echaron las campanas al vuelo con la elección de Emmanuel Macron como presidente de Francia: el mirlo blanco europeo que hoy da una de cal y otra de arena y se ha instalado en una política del sí pero no que algunos llamarían contradicción dialéctica. Su trayectoria le retrata: de revulsivo del socialismo francés en 2014 a liberal, o lo que sea, a ultranza.
Que hay que recortar espacio a la ultraderecha, hágase sin sonrojo mediante sucesivas vueltas de tuerca a la política migratoria, esgrimiendo fracturas identitarias o incurriendo en descalificaciones. Un estadista como él difícilmente debería permitirse comentarios—que algunos tachan de racistas— como los que profirió recientemente sobre Bulgaria, o contra Bosnia como “bomba de relojería” a causa de los combatientes del ISIS retornados. Un comentario, por lo demás, osado: Francia, con Bélgica, es el país europeo con más yihadistas nativos. Añádase su miope veto a la ampliación balcánica de la UE: nada que no ampare el manto de una imagen inmaculada, proyectada como un fin en sí mismo.
De la época del presidente Kennedy, opaco escaparate del sueño americano, a la actual, dominada por el imperio de la autocomplacencia —qué otra cosa son si no los selfies—, ha llovido mucho: toda una posmodernidad errática, casi gaseosa. Los políticos son hoy su propio mensaje, aunque conozcan cómo acaba todo cuando vienen mal dadas: matando al mensajero. Rivera bien lo sabe.
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