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Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Antonio Gamoneda, el poeta sin zapatos

Una antología reúne 70 años de trabajo del autor, crítico con la dictadura actual del consumismo

Javier Rodríguez Marcos
Luis Grañena

Antonio Gamoneda estuvo 15 años en huelga. No ha parado de trabajar un minuto desde que con 14 años entró en el Banco Mercantil de León como recadero y meritorio —él traduce “chico del botijo”—, pero durante tres lustros se mantuvo, en lo relacionado a la literatura, de brazos caídos. Cuando en 1966 terminó un poemario titulado Actos, la censura franquista lo devolvió al editor con dos frases demoledoras y un consejo. La frase: “Libro de versos muy malos. En ellos campa un sentido de resentimiento con toques de ateísmo”. El consejo: con un par de retoques podría publicarse. Gamoneda se negó. Era una forma de ser consecuente con la cita de Karl Marx que pensaba poner al frente de uno de los poemas: “La vergüenza es un sentimiento revolucionario”. El libro terminó publicándose como Blues castellano en 1982, con España ya de verbena y la poesía social convertida en una aguafiestas con la que nadie quería bailar.

Cuando Gamoneda decidió ponerse en huelga poética era solo el autor de Sublevación inmóvil (1960), con el que había ganado un accésit del entonces muy prestigioso Premio Adonáis. Era el galardón que consagró a su generación —la del 50 (lo obtuvieron Claudio Rodríguez, José Ángel Valente y Francisco Brines)—, pero Gamoneda vivía en León, a trasmano de los círculos literarios de Barcelona y Madrid. El silencio, los kilómetros y la censura provocaron que su reconocimiento fuera tardío. Tenía 46 años cuando, en 1977, publicó Descripción de la mentira, una obra visionaria que se abre con un versículo ya célebre: “El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición”. Desde entonces fue imposible prescindir de una voz que ahora acaba de reunir todos sus versos en dos volúmenes con un solo título: Esta luz (Galaxia Gutenberg). Una poesía completa que él prefiere llamar “testamentaria”, lo mismo que en lugar de decir que corrige sus textos —lo hace sin descanso— dice que los remedia.

Los poemas no tienen argumento y los de Gamoneda —viscerales sin perder la cabeza, irracionalistas sin caer en el surrealismo— menos aún. Tanto que es muy difícil rastrear en su obra su trayectoria vital. Hubo que esperar a 2009, tres años después de que ganara el Cervantes, para que sus memorias de infancia (Un armario lleno de sombra) descubriesen al hombre que hay tras el poeta, es decir, al niño que nació en Oviedo en 1931, que al año se quedó huérfano de un padre morfinómano y que poco más tarde ya estaba en León, la ciudad de la que no se ha movido y en la que estos días corrige la segunda entrega de su autobiografía. Ninguno de sus títulos —Lápidas, Libro del frío, Arden las pérdidas— es casual; este, tampoco: La pobreza.

Dejó la escuela por la vergüenza de que lo señalaran como pobre: usaba calzado de su abuela

En septiembre Antonio Gamoneda pasó por Madrid para anunciar que lo estaba terminando, presentar los dos tomos de Esta luz y lamentar que, a sus 88 años, jamás le haya tocado vivir en “una España aceptable”. Lo dice sin comparar la actual “dictadura económica” apuntalada por una ideología transversal —“el consumismo”— con la dictadura a secas que le tocó vivir al terminar la guerra, cuando su madre trabajaba de costurera amarrada a una Singer mientras él escuchaba desde casa los disparos de los fusilamientos. Fue antes de asistir como becario al colegio de los agustinos. Allí el propósito era evitar caer bajo la mirada de fray Manuel, un “enseñante eficaz” capaz de “patear la cabeza de un niño de 10 años al que antes había derribado a bofetadas”.

No fue, sin embargo, “el sadismo” ni “la pederastia frailuna” lo que lo sacó de la escuela. Fue “la vergüenza” de que lo señalaran como “pobre”. Sucedió cuando sus compañeros se dieron cuenta de que llevaba zapatos de mujer. En casa no sobraba el dinero y su madre rebajó los tacones a unos de su abuela para que su hijo sobrellevara el invierno. Fue entonces cuando decidió pedir trabajo en el banco, un empleo que luego le llevaría a la Diputación de León y, más tarde, a la Fundación Sierra-Pambley, una rama de la Institución Libre de Enseñanza destinada a la educación de campesinos y obreros.

La madre es fundamental en la obra de Gamoneda. En las memorias y en los poemas. Lo era en sus primeros versos y lo sigue siendo en los que acaba de recoger en Las venas comunales, un libro inédito incluido en Esta luz. En él ensaya una suerte de poesía social sin costumbrismo por mucho que hable de Mario Conde, el Ibex 35 o el general Franco. Esa conciencia crítica no le abandona desde que, de pequeño, vio en una obra cómo una viga suelta machacaba las manos de un albañil desprotegido. Aquel despertar a la ideología precedió por muy poco al despertar a la poesía. A esta llegó cuando un librero puso clandestinamente a su alcance una antología de Juan Ramón Jiménez, exiliado republicano, que contenía versos tan subversivos como “el poniente me invade con sus flores / de oro, mientras largo y lento, canta / el ruiseñor de todos mis amores / ahogándose casi en mi garganta”. Ahí empezó una carrera culminada hoy con todos los reconocimientos posibles. En sus poemas, no obstante, hace todavía el mismo frío que cuando era un muchacho sin zapatos.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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