Destapando una olla a presión
La polarizada sociedad boliviana parecería estar dividida al 50%, con organización y movilización
"Insurgencia ciudadana”, “golpe de Estado”, “antesala de guerra civil”, etcétera. No se puede reducir a pocas palabras la compleja crisis política boliviana ni el curso que van tomando las cosas desde la renuncia de Evo Morales y la instalación accidentada de una autoproclamada presidenta de transición premunida no de la Constitución, sino de dos Biblias. Se le atribuye un aterrador discurso racista vía Twitter que ojalá no sea cierto.
Hay algunas analogías con lo que pasó en el 2000 en el Perú con la caída de Fujimori luego de su cuestionado intento de reelección irregular. Semejanzas: reacción social y política contra una candidatura ostensiblemente anticonstitucional y autoritaria; irregularidades en los cómputos y control gubernamental de las instituciones electorales; sindicaciones de corrupción gubernamental; alta polarización política.
Hay, sin embargo, tres grandes diferencias. La “transición” boliviana apunta a ser antesala de inestabilidad social y política. Los hechos lo vienen anunciando con marchas, incendios, saqueos y petardos en El Alto, La Paz o Cochabamba.
Primero: diferencias sustanciales en la relación Gobiernos sociedad. Mientras en el Perú de Fujimori se estaba ante un régimen autoritario y vertical, imbricado con el servicio de inteligencia militar y sin interacción orgánica con la sociedad, el proceso político boliviano ha tenido otras características. Se vertebró una sociedad prevalecientemente indígena y una dinámica de integración/cooptación con el poder gubernamental. Innegable reconocer que en ese contexto muchas veces desde el Gobierno se alentó un peligroso revanchismo étnico/racial que no es ni será irrelevante en los futuros acontecimientos.
La institución militar no fue durante el régimen boliviano anterior protagonista; su “recomendación” a la renuncia de Evo en las finales fue una cereza encima de la torta cuando ya los acontecimientos se habían desbordado. En Perú la cúpula castrense y de inteligencia eran el sostén crucial del Gobierno autoritario; al instalarse el Gobierno de transición de Valentín Paniagua su principal amenaza estaba en esas estructuras imbricadas con el Gobierno de Fujimori.
Segundo: un importante crecimiento económico en Bolivia (se triplicó el PIB) y se redujo la extrema pobreza: del 38,2% (2005) pasó a 15,2% (2018). Junto con políticas sociales razonablemente eficaces resultó en una importante legitimación gubernamental. El decenio de Fujimori fue modesto en crecimiento económico (3,3%) y sin mayor impacto en reducción de pobreza. El boom peruano arrancó luego de reestablecida la democracia.
Tercero: una intensa, violenta —y creciente— polarización en la Bolivia de hoy que va desde la ilegalidad de la postulación de Evo a la disputa sobre la legalidad de una presidenta de transición cuya preocupante mezcla de política con religión no apuntan particularmente a la concordia nacional. La oposición democrática a Evo Morales parece desbordada por la derecha extrema. No es el Perú del 2000; no había “masas” con Fujimori, aparatos que ocupasen la calle ni gestos confrontacionales desde la transición.
La polarizada sociedad boliviana parecería estar dividida al 50%, con organización y movilización. Esto tendrá enormes repercusiones en el curso de los acontecimientos, tentaciones de “mano dura” y crecientes tensiones que sólo se podrán superar con diálogo, respeto democrático, tolerancia y elecciones generales limpias y transparentes.
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