Lula da Silva: la izquierda herida de Brasil vuelve
Nada de lo que haga ahora el expresidente es improvisado. Ha tenido tiempo de pensar en prisión
El sindicato de los metalúrgicos en São Bernardo do Campo es el lugar al que Lula siempre regresa. En ese edificio del cinturón industrial de São Paulo se forjó como el líder obrero que con tesón alcanzó la presidencia, sacó a millones de compatriotas de la miseria que tan bien conoció y logró que el mundo se enamorara de Brasil. Pero la corrupción hundió al que a principios de siglo fue el líder indiscutido de la izquierda latinoamericana. Menos de 24 horas después de recuperar la libertad tras 580 días preso, estaba de nuevo en el sindicato arengando con el carisma de siempre a una multitud de fervorosos seguidores. Defendió su decisión de cumplir condena, de no huir al exilio o a una embajada. Al terminar su discurso sobre un autobús, fue llevado a hombros hasta la sede sindical. Protagonizaba una escena idéntica a la de 581 días antes, cuando se despidió de sus fieles y fue llevado en volandas antes de entregarse a la policía, tras días atrincherado, para cumplir condena por recibir sobornos. Lula es la figura que más divide ahora mismo a Brasil (más de la mitad de sus compatriotas lo odia), seguido muy de cerca por el presidente Jair Bolsonaro.
Luiz Inácio Lula da Silva (Caetés, Pernambuco, 1945) salió de la cárcel tan combativo como entró. Dispuesto a probar su inocencia y a dar la batalla. Por ahora, solo con discursos porque dos condenas le impiden presentarse a unas elecciones. Los que le conocen coinciden en que es un seductor. Un camaleón. Un tipo con gran instinto, con un excelente olfato político. Una de esas personas con la habilidad de leer inmediatamente a su público —sea en una barriada, en una convención de banqueros o en una cena de gala— para adaptar su discurso a lo que quieren oír sin resultar un impostor.
Ahora confía en que el Tribunal Supremo le dé la razón y anule por falta de imparcialidad las dos sentencias que dictó en su contra Sergio Moro, el juez que aceptó ser ministro del ultraderechista que ganó las elecciones tras el veto judicial a Lula. Moro es ahora el político más admirado de Brasil. Sí, la trama es larga, compleja y se desarrolla en varios escenarios. El Supremo tuvo en vilo durante semanas al país para finalmente decretar la excarcelación de 5.000 presos, Lula incluido, que solo irán a prisión cuando agoten todos los recursos. Aunque a sus 74 años se mantiene en forma con gimnasia y ha anunciado una tercera boda tras enamorarse de una militante del Partido de los Trabajadores 22 años más joven, Lula tiene otro flanco débil: seis casos más de corrupción. Poco importa eso ahora a una izquierda que estaba desaparecida desde que Bolsonaro llegó al poder. El presidente ya tiene un adversario político.
Condenado por cobrar sobornos, el líder del PT tiene otro flanco débil: seis casos más de corrupción
Lula, el pequeño de los siete hijos de una pareja de agricultores analfabetos, creció sin luz, saneamiento, retrete o zapatos. Como millones de brasileños del pobrísimo noreste, emigró a São Paulo huyendo de la miseria. Su trayectoria como líder sindical durante la dictadura culminó en la creación del Partido de los Trabajadores. Sus propuestas aterraban en este país tan clasista. Con la barba recortada y suavizando su programa para no asustar al dinero y a las élites, logró ser elegido presidente en 2002, al cuarto intento. “La esperanza venció al miedo”, proclamó entonces. Gracias a sus políticas públicas y al formidable boom de las materias primas, millones de brasileños pobres lograron tener electricidad, comprar una lavadora, ir al dentista, de vacaciones o soñar con que sus hijos estudiaran en la universidad. Por primera vez en la historia, los negros son mayoría en la universidad pública de uno de los países más desiguales del mundo. Esos millones de personas que ahora tienen oportunidades con las que sus padres ni soñaron son los que defienden con mayor entusiasmo al expresidente y combaten desde la calle los intentos por erosionar los derechos conquistados. Muchos de los brasileños que fueron el primero de sus familias en ir a la universidad, ser médico o comprarse un coche quieren asegurarse de que no son el último.
El político insiste en que el caso Lava Jato, el mayor escándalo de corrupción de la historia de Brasil, es un gran montaje de quienes realmente ostentan el poder en Brasil para perseguirle porque no le perdonan el progreso de las masas empobrecidas. Muchos de los que ahora le odian cuentan que le votaron. Entonces era él quien encarnaba el cambio. Terminó su segundo mandato en 2010 con un nivel de popularidad por el que cualquier político de un país democrático mataría, un 87%. Pero el escándalo del mensalão (los pagos a congresistas a cambio de que apoyaran leyes en el Congreso) en 2006 y seis años después el juicio televisado de dirigentes del PT empezaron a resquebrajar el idilio de las clases medias con él. La desilusión aumentó a medida que los jueces desmadejaban el caso Lava Jato, que ha dejado la política y el empresariado de Brasil, y buena parte del continente, difícilmente reconocible.
Entre sus defectos, la negativa a hacer autocrítica. Entre sus virtudes, su infinita capacidad de negociación. Sellaría una alianza con el mismísimo diablo con tal de lograr sus fines. Pero, como a tantos de sus pares latinoamericanos, le pudo el personalismo. Su apuesta por Dilma Rousseff resultó catastrófica. Y su encarcelamiento dejó al PT huérfano porque se ha resistido a preparar a otro sucesor con opciones de gobernar Brasil. Nada de lo que ahora haga es improvisado, ha tenido tiempo de reflexionar.
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