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Para gustos, los colores

Las chucherías gozan del beneplácito de los adultos por su vínculo con emociones positivas.
Las chucherías gozan del beneplácito de los adultos por su vínculo con emociones positivas. Yamaguchi Haruyoshi (Getty Images)
Andoni Luis Aduriz

No existe una preferencia universal. Aquello que nos deleita y nos desagrada está condicionado en gran medida por el entorno, la cultura y las experiencias vividas. 

El ponente tenía tras de sí una enorme pantalla donde se podía contemplar la imagen de una playa de arena blanca salpicada con siluetas de palmeras; en el horizonte, un mar cristalino coloreado de turquesa. El profesor nos pidió mirar aquel paisaje. “¿A alguno de los asistentes le disgusta esta imagen?”. “¡Es imposible que esta visión incomode a alguien!”, me dije. Varias personas alzaron la mano y declararon temor a la soledad, miedo al mar, pavor a los espacios abiertos, a los tiburones… Todo tipo de fobias se cruzaron con mi condición y circunstancias del momento, recordándome que había olvidado el resto de realidades que conviven alrededor. Obvié que las experiencias y creencias que modelan nuestra identidad determinan la manera que tenemos de sentir el mundo y de etiquetar lo que nos desagrada y lo que nos deleita.

En las preferencias gustativas hay una parte esculpida por la evolución y la biología. Los seres humanos tendemos a buscar sal de forma innata porque es necesaria para mantener los osmolitos que facilitan la regulación hidromineral del cuerpo. Del mismo modo, poseemos receptores capaces de detectar lo dulce y mecanismos de acumulación y regulación de grasas, esenciales para la vida y en otro tiempo un bien escaso. Acumular energía ha sido crucial para sobrevivir en entornos de incertidumbre alimentaria, así que percibir los alimentos con poderío calórico se transformó en una magnífica estrategia. Tanto es así que, para reforzar la apetencia por ellos, el cerebro segrega un cóctel químico de neurotransmisores que producen deseo y placer.

Pero la satisfacción por la comida tiene además un componente psicológico y ambiental. Nuestras preferencias están condicionadas por el entorno, la cultura, la asignación del valor hedónico concedido a un bocado y los recuerdos atesorados. Al fin y al cabo, la interpretación de los estímulos que captan los sentidos es subjetiva. Cuando saboreamos un alimento, las áreas cerebrales relacionadas con la memoria, las emociones y las expectativas se activan. El cerebro toma la información, la procesa, compara e interpreta vinculándola al contexto, y finalmente da una respuesta. Paradójicamente, desbordar las predicciones en un entorno de garantías, además de activar la curiosidad, produce una gran satisfacción, como tantas veces me ha explicado el director del Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona, Ignacio Morgado. Desde un punto de vista pragmático, la aparición de algo ácido o amargo ha sido una señal de alarma ante potenciales sustancias nocivas. Todo lo opuesto, por ejemplo, a muchas golosinas que, junto al dulzor, van arropadas por una acidez desproporcionada, que además emulan objetos incomestibles y lucen colores chillones que en otra situación inquietarían bastante. Sin embargo, todo ello viene con una etiqueta afectiva favorable, asentado sobre el hábito de un público adulto que ya comió chuches de niño.

Resumiendo, clasificamos como delicioso aquello que desencadena un placer intenso en nosotros porque nos motiva y complace. Pero el dictamen que establezcamos sobre el grado de satisfacción o desagrado es singular y propio. Solo así se empatiza con el hecho de que al cocinero Juan Mari Arzak no le agrade el pulpo, a Ferran Adrià los pimientos rojos y a Martín Berasategui los garbanzos. Solo así se entiende que las tres delicias del popular arroz de ascendencia china sean las gambas, el huevo y el jamón cocido, mientras en Occidente se denomina delicia a una colección de postres, pasteles y golosinas, y a un filete de pescado limpio de piel y espinas. Así de sencillo. Y así de enredado.

Ternera con chalotas fermentadas

Ternera con chalotas fermentadas
Óscar Oliva

Ingredientes

Para 4 personas

  • 500 gramos de chalotas
  • 15 gramos de sal
  • 200 gramos de colmenillas
  • 900 gramos de solomillo de ternera
  • 50 gramos de nata

Instrucciones

1. Las chalotas

Para esta elaboración hay que extremar las precauciones higiénicas. Esterilizar un bote de cristal en una olla con agua hirviendo. Secar y reservar. Limpiar las chalotas y cortar la mitad en juliana. Mezclar las chalotas junto a la sal hasta que esté perfectamente integrada. Meter en el bote y presionar para que no haya espacio apenas entre las chalotas. Cerrar el tarro con film transparente y dejar reposar durante tres días a temperatura ambiente en un lugar fresco y seco. Si vemos que el film se hincha, es parte del proceso de fermentación. Una vez pasado ese tiempo, guardar en nevera y reservar.

2. Las colmenillas

Limpiar las colmenillas con un paño húmedo y escaldar durante dos minutos.

3. El solomillo

Retirar todas las telas y la grasa sobrante de la pieza de carne. Cortar el solomillo en cuatro partes de unos 200 gramos.

4. Acabado y presentación

Escurrir las chalotas y reservar 50 gramos del líquido de fermentación. Salar el solomillo. Marcar en una sartén durante dos minutos por cada lado o hasta que esté en el punto deseado. Retirar de la sartén y desglasar con nata y el jugo de las chalotas. Cuando haya reducido a la mitad, agregar las colmenillas y las chalotas y dejar que hiervan durante dos minutos.

5.

Servir junto al solomillo.

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Sobre la firma

Andoni Luis Aduriz
Andoni Luis Aduriz (San Sebastián, 1971) es un cocinero reconocido internacionalmente que lidera desde 1998 el restaurante Mugaritz, en Errenteria, con dos estrellas Michelin. Comunicador y divulgador, colabora desde 2013 con ‘El País Semanal’, donde comparte su particular visión de la gastronomía y su mirada interdisciplinar y crítica.

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