¡Viva La Habana! Javier Mariscal dibuja sus 500 años
Es pura energía, puro ritmo, puro mestizaje, pura cubanía. Es la ciudad de Alejo Carpentier en la que cantó Benny Moré, la de las callejuelas del puerto y las fachadas monumentales. Todo comenzó el 16 de noviembre de 1519, hace 500 años. Este es un viaje a los orígenes de La Habana y el homenaje de Javier Mariscal a su leyenda.
PODCAST | GERARD PIQUÉ SE REINVENTA
Hablamos con el futbolista que quiere transformar la Copa Davis y al que le encanta meterse en líos. Y viajamos a La Habana, a punto de cumplir 500 años y de recibir la visita, por primera vez en su historia, de un rey de España.
A UN COSTADO del Palacio de los Capitanes Generales, en la calle del Obispo, entre Oficios y Mercaderes, existe un lugar muy especial donde uno puede comenzar a entender lo que es La Habana. Se trata de una de las viviendas más antiguas de la capital de Cuba, una casa de dos plantas con barandas de madera y balcones seccionados que conserva todas las características de las residencias señoriales del siglo XVII. Algunos documentos sugieren que el solar que le dio origen perteneció a Antón Recio, uno de los más ilustres vecinos de la villa, quien llegó a ser regidor de La Habana y tesorero de la Santa Cruzada luego de sobrevivir al ataque corsario de Jacques de Sores, que en 1555 saqueó y quemó la ciudad dejando con vida al marcharse tan solo a 36 almas.
En esta casona cargada de historia funciona el Museo de Pintura Mural, uno de los lugares iniciáticos adonde el profesor de restauración Alberto Chía trae a sus alumnos a enseñarles lo que es una cala exploratoria. En los muros y cenefas de esta vivienda colonial hay superficies con más de 20 de estas calas, cada una correspondiente a un momento histórico determinado, extraídas de la pared con bisturí y la paciencia necesaria para dejar al descubierto liras, flores, motivos geométricos, cuernos de la abundancia, racimos de uvas, cintas y adornos vegetales, superpuestos unos sobre otros y pintados según el gusto de cada época.
“Es casi arqueología”, dice Chía, al explicar a sus muchachos que esas calas “permiten seguir la pista de lo que fue La Habana, de su inmensa riqueza; ver las transformaciones de la estética a lo largo del tiempo, los materiales con que se construía, los cambios estructurales de las casas…”. Restaurada por la Oficina del Historiador de la Ciudad, que dirige Eusebio Leal, la edificación que alberga el Museo de Pintura Mural está a unos pasos de la plaza de Armas, corazón del centro histórico de La Habana. Aquí, a la sombra de una ceiba, comenzó todo hace 500 años.
Fue, según la leyenda, el 16 de noviembre de 1519, en el lugar donde hoy se erige un templete neoclásico que recuerda la celebración de la primera misa y la constitución del primer cabildo bajo las ramas del árbol que allí había. Una década antes de la fundación de la ciudad en su actual emplazamiento, el hidalgo gallego Sebastián de Ocampo descubrió su bahía al bojear Cuba con el propósito de comprobar su insularidad. “Creo que porque uno de los navíos o ambos tuvieron necesidad de darse carena [que es renovarles o remendarles las partes que andan debajo del agua, y ponerles pez y sebo], entraron en el puerto que ahora decimos de La Habana, y allí se la dieron, por lo cual se llamó aquel puerto de Carenas. Este puerto es muy bueno y donde pueden caber muchas naos, en el cual yo estuve de los primeros”, narró Fray Bartolomé de las Casas en su Historia de las Indias.
La impresión que causó a aquellos hombres la abrigada bahía habanera sería similar a la que, 300 años después, construidos ya el Morro y la fortaleza de La Cabaña, haría escribir al científico alemán Alexander von Humboldt: “Precisamente donde se cruzan una multitud de calzadas que sirven para el comercio de los pueblos, es donde se halla situado el hermoso puerto de La Habana, fortificado por la naturaleza y aún más por el arte. Las flotas que salen de aquel puerto, construidas en parte de cedro y de caoba de la isla de Cuba, pueden combatir a la entrada del Mediterráneo mexicano y amenazar las costas opuestas…”. En los tres siglos que median entre ambas descripciones, La Habana recibió primero el título trascendente de “Llave del Nuevo Mundo y Antemural de las Indias Occidentales”, y se convirtió después en la más preciada posesión colonial de España en América.
Como las calas que emocionan a Chía y a sus estudiantes, un recorrido por el Malecón de La Habana y sus barrios principales permite hoy intuir lo demás. Al comienzo de todo, el castillo de la Fuerza (1577), primera fortaleza abaluartada de América y preámbulo del vasto plan de fortificaciones que emprendió la metrópoli en el área del Caribe para proteger el recorrido de la flota. Luego, el paseo del Prado, antes de Isabel II, rediseñado en 1928 por el arquitecto francés Jean-Claude Forestier, que un año después haría el parque de María Luisa de Sevilla y urbanizaría la montaña de Montjuïc en Barcelona. Y la elegante Habana ecléctica del Palacio Presidencial (1920) y el Capitolio (1929), levantada en la época del boom azucarero que trajo la Danza de los Millones. También el estilizado art déco del edificio Bacardí (1930) y La Habana moderna de La Rampa, de los años cuarenta y cincuenta, con el antiguo hotel Habana Hilton y el edificio del Retiro Médico sobre una loma, decorados con murales de Amelia Peláez y Wifredo Lam. Junto a este patrimonio, cruzando el río Almendares y siguiendo la Quinta Avenida puede alcanzarse lo moderno tropical en la mansión que el arquitecto Richard Neutra diseñó para el banquero suizo Alfred Schulthess, o el sueño inconcluso de las escuelas de arte de Cubanacán, construidas en los años sesenta por Ricardo Porro, Roberto Gottardi y Vittorio Garatti en los terrenos del campo de golf del Country Club, cuando todavía la utopía parecía posible.
Un recorrido por el malecón y sus barrios permite intuir la historia de la ciudad
En la invención de La Habana, su posición geográfica y el mar fueron la clave. El temprano descubrimiento de la corriente del Golfo, que impulsaba la navegación a través del océano con independencia del soplo de los vientos, y el hallazgo en 1520 del llamado Canal Nuevo de Bahamas, paso que abriría la senda más corta e ineludible para el regreso a España, sellarían el destino de la villa, que había sido fundada primero en la costa sur y se trasladó a la norte. A medida que las riquezas americanas comenzaron a fluir por La Habana se incrementó la necesidad de defensa. Y tras el trauma de la ciudad quemada por Jacques de Sores llegaría la institucionalización del sistema de flotas para proteger los barcos. La Flota de Nueva España partía de Sevilla o Cádiz en verano rumbo al puerto mexicano de Veracruz, la de los Galeones de Tierra Firme se dirigía a la colombiana Cartagena de Indias y las panameñas Portobelo y Nombre de Dios, y ambas pasaban de regreso por La Habana al año siguiente condicionando la vida de sus habitantes.
La ciudad vivía entregada al comercio y a brindar los servicios y abastecimientos que requerían los buques en tránsito, bastimentos, aguadas, hospedaje, comida, y también juego y prostitución para marineros y la numerosa población pasajera, que en algunos momentos doblaba la de sus habitantes fijos, lo que agitaba o desfallecía la ciudad según el ritmo de las estadías. Muchas casas reservaban uno o dos cuartos para alquilar, mientras la actividad económica se centraba en la edificación de las fortalezas y en la reparación y construcción de navíos, industria que fue creciendo en importancia hasta convertirse los astilleros de La Habana en los más importantes del Nuevo Mundo. Después llegarían los pilares del desarrollo, el azúcar, que en el siglo XIX traería el ferrocarril y los barcos de vapor a La Habana, y el tabaco, con sus fábricas sin humo en el centro de la ciudad y sus famosos cigarros que pronto recibirían el nombre de habanos.
Como en el Museo de Pintura Mural, en el que una cala dibuja una época y esta explica la siguiente, en las calles de La Habana Vieja puede leerse el presente y el pasado de la ciudad. A diferencia de la mayoría de las ciudades coloniales, en las que una plaza principal concentraba las funciones públicas y a partir de este espacio se conformaba su trazado, La Habana fue una villa policéntrica desde temprano. La necesidad de defensa hizo que su primitiva plaza fuera ocupada por el castillo de la Real Fuerza, desarticulándose desde entonces su inicial centralidad. Más que una plaza mayor, La Habana llegó a tener varios espacios públicos para acoger sus actividades: la plaza de Armas, dedicada a funciones militares; la de San Francisco, con el edificio del Cabildo, el convento de dicha orden y en ocasiones la residencia de los gobernadores, y la plaza del Mercado, hoy plaza Vieja, donde se celebraban también fiestas colectivas y actos públicos. Hacia el extremo norte, no muy lejos, los vecinos habilitaron otro espacio abierto, bajo e inundable llamado plazuela de la Ciénaga (hoy de la Catedral), para satisfacer las necesidades del puerto —abastecimiento de agua, arbolar navíos, coser velas y redes…—, y además estaba la plaza del Cristo. Todo este conjunto se encontraba enlazado por dos calles principales, las primeras en adquirir nombres propios, la calle de los Oficios, por el oficio de escribanos, y la de los Mercaderes, por sus tiendas y establecimientos. Ya en 1665 un informe aludía a esta área como el lugar donde se manifestaba el mayor dinamismo del puerto, donde vivían los más poderosos comerciantes y familias, se hospedaban los tripulantes de las armadas y se localizaba materialmente “todo el tesoro de La Habana”.
A partir de ahí surgió lo que conocemos hoy. Pero… ¿Cómo La Habana llegó a convertirse en la ciudad más fabulosa del Nuevo Mundo? ¿Y cuál es su esencia y su futuro? En la Escuela Taller Gaspar Melchor de Jovellanos, donde Chía estudió y hoy imparte clases —1.500 alumnos se han graduado aquí en casi dos décadas—, uno puede hallar algunas respuestas. La Habana es su arquitectura, y su historia, y el mestizaje, y la Alameda de Paula, y la Fuente de la India, y los míticos garitos de la playa de Marianao a los que se asomaron Marlon Brando y Ava Gardner, y la Calzada del Cerro, con su columnata inacabable y sus casas quinta neoclásicas. La Habana es también la mulata de rumbo que pintó Víctor Patricio de Landaluze en el siglo XIX, por la cual el Leonardo de Cecilia Valdés, o cualquier otro, podía perder la razón; y La Habana declarada patrimonio mundial por la Unesco en 1982; y La Habana de la esclavitud, que trajo todo el dolor del mundo, pero también la mezcla de razas; y la ciudad tomada en 1762 por los ingleses, que quedaron sorprendidos por la gran cantidad de negros libres que caminaban por las calles; y la de la inmigración masiva de chinos cuando se prohibió la trata; y la Gran Habana de los locales nocturnos, del bar Sloppy Joe’s y los cabarets Tropicana y Sans Souci, la misma de Benny Moré y del barman catalán Constante, y la de la mafia. Es también La Habana de la esperanza, la de la labor rehabilitadora de Eusebio Leal y Chía, la de la Escuela Taller, la de las explicaciones de la profesora de vidrio Mirell Vázquez, orgullosa de que sus alumnos desarrollen el síndrome del hámster: acumular cristales de colores y todo lo que pueda servir para restaurar lucetas, medio puntos y vitrales coloniales para la ciudad. Y La Habana que cumple hoy medio milenio y a la que Javier Mariscal, con sus dibujos, y el que escribe, contando historias, quisimos rendir homenaje en el libro 500 años de La Habana, que se publica ahora. La Habana intramuros, la de la Zanja Real y el callejón del Chorro, que se desbordó y dio origen al increíble Reparto Murallas, con sus fachadas corridas y arcos monumentales, y luego al Vedado y Miramar, y la ciudad marinera de Regla y Casa Blanca, y La Habana de los soportales y las columnas, ajada hoy, pero viva, en la que, escribió Alejo Carpentier, “el transeúnte acabó por olvidar que vivía entre columnas, que era acompañado por columnas (…) y hasta que era velado por columnas en las noches de sus sueños”.
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