‘Zuleijá abre los ojos’
Las novelas tienen el poder de curar, de fulminar el tiempo y los problemas. Esta me la he leído como si necesitara avanzar por sus páginas para seguir respirando.
ME PASO LA VIDA contando cómo descubrí que la literatura es milagrosa, que los libros tienen el poder de curar, de fulminar el tiempo y los problemas, que la ficción me otorgó superpoderes cuando más los necesitaba. Cuento una y otra vez la misma historia de adicción y dependencia, evocando aquellas novelas de aventuras que a los 12, a los 13 años, me engancharon como un anzuelo que nunca ha dejado de estar clavado en mi paladar. ¿Qué me importaba a mí que no me eligieran para hacer de angelito, ni siquiera de pastorcita, en la función de Navidad del colegio, si al llegar a casa fundaba ciudades en planetas desconocidos, y colonizaba islas desiertas, y descendía hasta el fondo de la Tierra? Recuerdo muy bien esa avidez, esa emoción que se ha ido haciendo cada vez más rara con los años. Y sin embargo, ahí sigue, agazapada, esperándome.
Zuleijá abre los ojos. Una librera amiga, excelente en ambas categorías, me regaló una novela en primavera, después de la presentación de mi último libro. Esto es para que te lo leas en la playa, me dijo, este verano, cuando estés tranquila… Nunca había oído hablar del autor del libro, que resultó ser autora de nombre impronunciable y difícil de retener, Guzel Yájina. Miré la portada, que no me resultó especialmente atractiva, y leí la contraportada, que me interesó más. Y me llevé el libro a la playa, y no encontré el momento de leerlo, y volvió conmigo a Madrid a finales de agosto, y no me acordé de él hasta hace unos días, cuando ojeé el montón de novelas sin leer apetecibles —tengo otro montón de menos apetecibles— en vísperas de un largo viaje, dos vuelos con trasbordo en Múnich. El primer avión despegaba a las siete de la mañana. Me desperté de noche cerrada, maniobré a oscuras para no despertar a mi marido, y me dejé en la mesilla la novela policiaca que estaba leyendo. En el control del aeropuerto, cuando abrí la maleta para sacar la bolsita de las cremas, me di cuenta de mi olvido. El asesino tendría que esperar, porque en mi maleta sólo estaba esa novela que había paseado durante meses entre Madrid y Rota sin animarme a abrirla. Lo hice en el instante en que ocupé mi asiento. Zuleijá abre los ojos, leí. Y entonces ocurrió.
Despegué, aterricé, me encontré con que mi siguiente vuelo tenía media hora de demora, subí a otro avión, estuve una hora entera sentada dentro, volví a despegar y, cuando aterricé, me sentó mal haber llegado, porque no quería dejar de leer. Me había llevado la tableta para avanzar en la serie que estoy viendo por las noches, y ni siquiera la encendí. Disfruté mucho de Cracovia, una ciudad muy bella en la que tuve que trabajar bastante, pero cada vez que me sentaba a cenar a las ocho en punto, bendecía los horarios polacos, porque calculaba que antes de dormirme tendría un par de horas para seguir leyendo. Eso hice también en el viaje de vuelta, con su correspondiente trasbordo, sin retraso esta vez. Y terminé la novela en Madrid, a los cuatro días de haberla empezado, con una tremenda sensación de orfandad, de desamparo, sin saber qué iba a hacer sin Zuleijá, sin Ignatov, sin Yuzuf, cómo iba a vivir tan lejos de Siberia.
¿Es una buena novela? Sin duda es una novela excelente. ¿Está bien escrita, cuidadosamente estructurada, cumple un propósito original, ambicioso, interesante? Pues supongo que sí, pero no lo sé. No puedo saberlo porque la he leído como si me la comiera, como si me la bebiera, como si necesitara avanzar por sus páginas para seguir respirando. El argumento desde luego es fabuloso. Zuleijá, mujer tártara, musulmana, 30 años, esposa de un propietario agrícola que la trata como a una esclava, abre los ojos cuando, en 1930, el Ejército Rojo expropia los bienes de los kulaks, pequeños terratenientes como su marido, para implantar la colectivización de la agricultura. Tras un larguísimo viaje, Zuleijá llega viva de milagro a Siberia Oriental, y allí, en un territorio inhóspito, un clima hostil pero más amable que su matrimonio, acierta a tomar extrañamente las riendas de su vida.
No parece mucho, y sin embargo es una novela escrita con un material singular, una sustancia afín al corazón humano. El mío siempre la echará de menos.
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