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Columna
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Tira la piedra, esconde la mano

El empeño desnaturalizador de Quim Torra puede acabar un día revolviéndose contra la Generalitat, sagrada para una mayoría de catalanes

Xavier Vidal-Folch
Quim Torra y Pere Aragonès durante la sesión de control al Gobierno catalán el pasado 9 de septiembre.
Quim Torra y Pere Aragonès durante la sesión de control al Gobierno catalán el pasado 9 de septiembre. Albert Garcia (EL PAÍS)

¿Hay algún Gobierno en Europa que convoque a desobedecer las leyes? El de Quim Torra. ¿Algún otro poder del Estado en la historia democrática, excluidos los golpistas históricos de Roma, Madrid y Berlín encaramados a sus Ejecutivos? La peor perversión política es contrariar lo que representas, revertir tu imperativo, socavar tu legitimidad.

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El empeño desnaturalizador del sedicente gobernante puede acabar un día revolviéndose contra la institución que encabeza, la Generalitat, sagrada para una mayoría de catalanes. Instalados en la anomia y el desconcierto; destruido el principio de autoridad; interiorizado como normal el desprecio al principio de legalidad, la norma que organiza la vida colectiva democrática, ¿a quién desobedecerán mañana los bienintencionados irritados por el infortunio de sus antiguos dirigentes? ¿Dejarán de abonarle los impuestos autonómicos? ¿Embestirán a los Mossos? ¿Escracharán a los consellers? La perversión de la autoridad convertida en piquete es monstruosa.

Como preparación gimnástica ante la inminente sentencia, Torra llama al indepe a que “utilice la desobediencia civil, claro que sí, que también es un derecho”, sabiendo que el president carece de ese presunto derecho a desobedecer, siquiera (con)vocativo. El 20 de agosto propugnó también, en Prada de Conflent, el desacato de las instituciones —es “obligación de cualquier político obedecer a la soberanía” de los desobedientes—, pero ahora, acoquinado, se autoprotege. Prefiere no correr riesgos. Que la gente haga por él lo que él prometió hacer por su gente: “Estoy dispuesto”; “en ningún caso retrocederé”; “volveremos a arriesgar, por eso lo volveremos a hacer”, “me mueve una determinación sin límites”…

Tanto coraje y prédica para cuajar “el enfrentamiento con el Estado” (copyright de su padrino de Waterloo) acaba en un Torra cuadrándose, manso, ante la Junta Electoral y descolgando lazos amarillos de los edificios públicos; y ante el Tribunal Superior, al que denigra, jubilando la pancarta levantisca del balcón de la Generalitat y enviando, para disimular, a Lluís Llach a colocar un sucedáneo, menudo papelón artístico. Así, el bipolar tránsito del dicho (tirar la piedra) al hecho (esconder la mano) erosiona a las instituciones. Y desconcierta a militantes y ciudadanos. No es que no haya dirección política: es que es contradictoria, atrabiliaria, monstruosa.

Por eso el piquete de Waterloo Puigdemont/Torra condena la violencia genérica, pero nunca desacredita la concreta. Sostiene que el referéndum del 1-O fue legítimo, pero reclama otro. Proclama su éxito y lamenta la prisión de sus patrocinadores. Reclama el bienestar y asume “costos laborales y de empleo para la gente”. Calienta un “paro de país”, y le sigue la Cámara de comercio ocupada por la ANC y el grupito parasindical dirigido por uno de los asesinos de Bultó, contra el criterio de CC OO y UGT. Barbotea pacifismo y jalea a fundadores de la terrorista Terra Lliure. Ventea la unidad del pueblo catalán y mendiga la de una porción del mismo, el exbloque indepe. Todo esto no es normal.

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