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Leyendo de pie
Columna
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El jardín de los frailes

En tiempos de ira, como los que de nuevo corren, en España tanto como en nuestra América, el moderado no tiene quien le escriba

Manuel Azaña, de pie, en el discurso del Ayuntamiento de Barcelona, acompañado (de izquierda a derecha) por Julio Álvarez del Vayo, Lluís Companys, Diego Martínez Barrio y Juan Negrín.
Manuel Azaña, de pie, en el discurso del Ayuntamiento de Barcelona, acompañado (de izquierda a derecha) por Julio Álvarez del Vayo, Lluís Companys, Diego Martínez Barrio y Juan Negrín.PÉREZ DE ROZAS (Arxiu Fotogràfic de Barcelona)
Ibsen Martínez

Una persona de posibles, generosa amiga de los libros, se las ha apañado para, sorpresivamente, hacerme llegar a Bogotá parte de la biblioteca que me vi forzado a dejar atrás, hace cinco años, en Venezuela.

Abro una de las cajas y topo con verdaderas joyas que creía ya perdidas para siempre. Entre otras, los dos tomos de la Antología de la Poesía Hispanoamericana Moderna, coordinada en Caracas por el poeta y ensayista Guillermo Sucre para Monte Ávila Editores, y publicada en 1993.

Y la Historia del Béisbol Cubano que don Roberto González Echevarría escribió para la Oxford University Press en 1999. He pasado horas jubilosas sentado en el piso de mi cueva sacando libros de esas cajas. Y, estando en ello, encuentro un tomito publicado en México por Joaquín Mortiz ¡en 1966! y que me fue obsequiado por un profesor del colegio agustino donde hice parte del bachillerato: El jardín de los frailes, de Manuel Azaña, presidente de la Segunda República española. El profesor era un exilado republicano, de Valladolid, a quien los curas del colegio Fray Luis de León, de Caracas, dejaban impartirnos lecciones de castellano y literatura.

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Es sabido que, en aquel tiempo al menos, los demócratas de filiación liberal no tenían nicho en el santoral antifranquista. Nombres como Julián Besteiro, Casares Quiroga, Martínez Barrio, ¿le dicen algo al lector de hoy día? Seguramente no. Y la razón tal vez se halle en que estos caballeros eran moderados.

Y habrían podido decir, con don Manuel Azaña, presidente de la asediada Segunda República Española, lo que en 1937, en lo más duro de la contienda, éste comentara a su amigo Fernando de los Ríos: «Viviremos o nos enterrarán (o quedaremos de pasto para los grajos), persuadidos de que nada de esto era lo que había que hacer».

¿Qué había pretendido hacer aquella generación, de la que el mismo Azaña no sabía si su suerte habría de ser «la de unos precursores o la de unos atrasados»?

Puesto en palabras del propio Azaña, ni más ni menos que «dirigir el país, en la parte que me tocase, con estos dos instrumentos: razones y votos. Se me han opuesto insultos y fusiles. En paz sea dicho».

El jardín de los frailes, publiado por vez primera en 1927, recupera sus años de estudio en un internado agustino, donde se fraguó su anticlericalismo al uso liberal español:

«Para acabar de formarnos el espíritu —cuenta Azaña— estudiábamos un libro de filosofía, parto de un profesor de Barcelona, almacenista de bacalao que en los ratos de ocio producía metafísica. Ortodoxia pura.

—Vamos a ver, jóvenes —interrogaba el fraile— ¿qué es la verdad de conocimiento?

Adequiatio intellectus et rei —respondíamos con aplomo.

Nunca he vuelto a pisar terreno tan firme».

Tiene cuarenta años bien cumplidos el autor de este genuino Bildungsroman, crónica cuyo narrador «no es persona con nombre y rostro. Es puro signo», según nos dice el propio Azaña en el prólogo. Se trata, puesto en sus propias palabras, de «unas confesiones sin sujeto».

«Trazándola [habla de su narración] pensaba yo haber elegido un tema personal, de suerte que en vez de relegar al ocaso de la profesión literaria el componer mis memorias habría empezado (si empezar es esto) por escribirlas. No me reconozco en ellas».

Pero, a buen seguro, dibujaba la geografía moral de una generación que, bajo la tutela espiritual de Ortega y que, para decirlo con palabras de Santos Juliá, uno de sus mejores biógrafos, «jugó durante unos años la carta del reformismo monárquico». Cuando el dispositivo de contención concebido por Cánovas del Castillo y Sagasta hacía ya cincuenta años, comenzó a hacer aguas, el rey Alfonso XIII optó por dar su espaldarazo a una dictadura militar. Ello bastó para que Azaña y muchos de sus contemporáneos abandonaran el gradualismo y se dejaran ganar por la razón republicana.

«¿Democracia hemos dicho? Pues democracia», dicen que exclamó en aquel trance.

¡Y vaya si supo tomarse a sí mismo la palabra!: desde 1932, como presidente de la Segunda República, Azaña puso en marcha un programa de reformas que no dejó intacto ninguno de los elementos de la constitución monárquica: ejército profesionalizado y no beligerante, Ejecutivo ceñido a la Constitución, separación de la Iglesia, divorcio y secularización del matrimonio, voto femenino, estatutos autonómicos, expansión de la enseñanza pública y planes de riego…

En un poema antiestalinista —Las cenizas de Gramsci—, Pier Paolo Pasolini fulmina la propensión de la izquierda de todos los tiempos «a exaltar sin amor y a denigrar sin odio».

Y ciertamente, para buena parte de la historiografía marxista de aquella guerra, Manuel Azaña, impecable traductor de The Bible in Spain, de Barrow, y ensayista penetrante de la obra de Juan de Valera, fue apenas un pequeñoburgués culto pero melindroso que sólo puso empeño en que El Escorial no fuese bombardeado por ninguno de los bandos en pugna.

En tiempos de ira, como los que de nuevo corren, en España tanto como en nuestra América, el moderado no tiene quien le escriba.

@ibsenmartinez

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