El poder de los objetos
¿Por qué una mesa, una silla o unas llaves significan tanto? Dependemos de los enseres cotidianos mucho más de lo que imaginamos. Muchos de ellos constituyen una capacidad de expresión. Y pueden provocar emociones y el recuerdo de vivencias pasadas.
Vivimos rodeados de objetos a los que por lo general no les damos mucha importancia. Los utilizamos, son parte de nuestro entorno, le dan forma y, en ocasiones, hasta podríamos decir que nos dan forma a nosotros mismos, nos completan. ¿Cómo entender la relación que sostenemos con los objetos de uso diario, de los cuales dependemos y que tienen capacidad para evocar reacciones que de vez en cuando nos toman por sorpresa? ¿Cómo es posible que una cama, una silla o unas llaves ejerzan tal poder? ¿Por qué elegimos una mesa y no otra? Independientemente del precio o disponibilidad, la elección no es arbitraria. Es como si nuestra mente hubiese incorporado un conglomerado de objetos imaginarios, aquellos que han poblado nuestro mundo —como nuestros juguetes de la infancia— y que, a pesar de que ya no existen en una forma tangible, orientan nuestras preferencias por medio de las resonancias que generan con los objetos que estamos eligiendo.
En su ensayo La malicia del mueble, de 1959, el escritor mexicano Alfonso Reyes llama la atención acerca del efecto psicológico que los objetos domésticos tienen sobre nosotros. Lejos de comportarse como si fuesen inertes, Reyes resalta las cualidades de las “materialidades que nos rodean” y nos habla del poder que tienen: “He aquí que los muebles, testigos mudos de nuestro existir, adquieren poco a poco, a fuerza de vernos y de palparnos o de sentirse palpados por nosotros, una manera de muda y sigilosa conciencia. Animales estáticos y, al parecer, enteramente pasivos nos acechan y nos van envolviendo en una baba invisible de intenciones”,
Tal vez parezca excesivo atribuir un poder real a los objetos, quizá solo por arte de magia o superstición podríamos justificar algo así. Imaginar que uno puede ser gobernado por ellos a voluntad es algo difícil de admitir. El filósofo Jean Baudrillard se refiere a esta capacidad como “el objeto al mando”: “Usted sube al ascensor, toca el botón y en cuanto se cierra la puerta automática, el ascensor se arroja sobre usted”. Resulta difícil imaginar que nosotros pasemos a ser los siervos de nuestros instrumentos, los objetos del objeto.
Esos elementos singulares de nuestras rutinas cotidianas moldean nuestro cerebro, dejan una huella inconsciente y penetran en nuestros sueños, principalmente por medio del significado que tienen para nosotros. Pero también nos dejan propensos a quedar atrapados en lo que el psicoanalista Christopher Bollas llama “islas de experiencia emocional”. Lo que da a la casa de nuestra infancia tanta profundidad y resonancia en la memoria es su capacidad de remitirnos en instantes a un espacio poblado por una multitud de elementos cargados de significado. Según Bollas, una visita a una tienda de artículos para la casa nos pone en contacto con una multitud de objetos evocativos, capaces de generar diferentes estados psicológicos. Al igual que ese comercio agrupa los objetos en diferentes secciones, nuestra mente hace lo mismo con el procesador de comida y las cazuelas, que ocupan un lugar en nuestro inconsciente, con la excepción de que les agregamos un significado personal a cada uno de ellos.
No solo percibimos los objetos, sino que los experimentamos de tal forma que la idea que tenemos de ellos en nuestra mente y la experiencia vivida por medio de ellos se vuelven inseparables. Hablamos de la espalda de la silla, del ojo de la cerradura, de los dientes de la llave. Así como las palabras constituyen un medio de expresión, también las cosas que utilizamos nos representan de alguna manera. Edwin Hutchins, psicólogo y antropólogo de la Universidad de California en San Diego, propone en su teoría de la cognición distribuida que el conocimiento humano no está confinado en el individuo, sino que se distribuye a través de las interacciones entre personas, objetos y entorno. Las gafas no solamente permiten ver con claridad, sino que pasan a ser parte de nuestra cara, de nuestra identidad y nuestras interacciones.
Los objetos se repliegan y se despliegan —la cama se convierte en sofá cama—, desaparecen, entran en escena, se transforman y nos transforman a nosotros. La mayor parte de las veces, esta conmutabilidad es el resultado de una adaptación forzosa. Para una persona con dificultad para caminar, el bastón aumenta su posibilidad de movimiento, remodela los límites del cuerpo en relación con el entorno, estimula la creación de un nuevo circuito en el cerebro capaz de modificar la imagen mental del cuerpo. Según Andy Clark, especialista en ciencias cognitivas de la Universidad de Edimburgo, el bastón no es simplemente una herramienta. Puede convertirse en una extensión literal de la mente del usuario.
Los seres humanos y los objetos estamos unidos en una complicidad en la que los objetos asumen cierto destino, un valor, lo que podría describirse como una presencia.
David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista.
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