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Tribuna
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¿Por qué unos países median mejor que otros?

España no consigue posicionarse como interlocutor en América Latina pese a la estrecha relación histórica y cultural mientras que Noruega, más alejada, ha logrado más éxito

Drahomír Posteby-Mach (Unsplash)

El Objetivo 16 de la Agenda 2030 de la ONU explicita que, sin paz, estabilidad, derechos humanos y gobernabilidad efectiva basada en el Estado de derecho, no es posible alcanzar el desarrollo sostenible. Estas variables suponen limitaciones políticas evidentes al desarrollo y al propio funcionamiento democrático en algunos países de América Latina. En ellos, y pese a la mejora en sus condiciones económicas fruto del auge de las materias primas, ocurren cada vez más conflictos internos que requieren la intervención de agentes exteriores que medien o arbitren, debido a la imposibilidad de sus élites e instituciones de procesarlos.

En esas circunstancias, el Gobierno de España, motu proprio o por impulso de organizaciones políticas o de la sociedad civil, local o del país en crisis, suele ser propuesto como uno de los potenciales mediadores, sin llegar a concreciones exitosas. En contraste, Noruega, que no tiene los vínculos histórico-culturales o intereses económicos de España, se ha convertido en el mediador regional por excelencia, como lo atestigua el proceso de paz colombiano, su participación en la pacificación de Centro América o la búsqueda de una salida a la crisis venezolana. ¿Dónde está la diferencia? ¿Por qué España no consigue posicionarse como mediador? ¿Cómo ha conseguido Noruega construir su buena imagen dejando al margen algunas contradicciones en su proceder?

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La acción exterior española tiene restricciones estructurales para actuar de mediadora. Los vínculos a todo nivel entre España y América Latina, que podrían verse como ventaja, también pueden actuar como limitante para la mediación y, en ciertas circunstancias, afectar a la presunción de neutralidad que las partes deben suponer al mediador. Por ejemplo, pueden influir negativamente los intereses económicos y empresariales. Es muy difícil que no se sospeche de potenciales conflictos de intereses al ser España de los países con más inversión extranjera directa en la región, con el agravante de corresponder a sectores altamente regulados o servicios públicos. Pero no solo eso: en el campo simbólico, puede ser usado como arma arrojadiza para mermar legitimidad el pasado colonial —basta recordar la carta de López Obrador al Rey— o las circunstancias peculiares de algunos países como Cuba y Venezuela en los que hay miles de habitantes con derecho a ciudadanía española.

La opinión pública española es diversa y con posiciones tomadas respecto a los procesos latinoamericanos y del Caribe, lo que empuja a su Gobierno a dar peso a las variables internas en su actuación internacional. Esto se agrava con la ausencia de consensos en temas de política exterior y, más aún, respecto a la región. Los partidos con representación parlamentaria tienen posiciones diversas y de difícil conciliación. Así por ejemplo: el expresidente Zapatero, del PSOE, fue muy próximo al Gobierno de Maduro, mientras el Partido Popular es un claro aliado de la oposición venezolana —tanto es así que el padre de Leopoldo López es su eurodiputado—, mientras que muchos de los líderes de Podemos trabajaron para el Gobierno de Chávez. Para completar el cuadro, cabe recordar que los partidos nacionalistas no españolistas niegan la existencia de España como una comunidad política y, por lo tanto, no cooperan con su política exterior.

Los vínculos entre España y América Latina, que podrían verse como ventaja, también pueden limitar la mediación

Solo dos cosas más. La primera: en el ámbito supranacional hay que recordar que España es un país de la Unión Europea, lo que restringe muchas de sus actuaciones. La segunda: el conflicto catalán abre un flanco por el que pueden presionar a España, amenazando con el reconocimiento de las demandas independentistas.

Los escenarios difieren respecto a Noruega, país que ha desarrollado su acción exterior como una política de Estado centrada en el soft power. Durante la guerra fría trató de desarrollar un papel como “constructor de puentes” (Brobygger) entre los dos bloques, a pesar de ser un aliado firme de los EE UU. En la década de 1990, después de no adherirse a la UE, su posición vulnerable en el nuevo escenario geopolítico la enfrentó a través de la llamada “política de compromiso” con cuestiones sociales y humanitarias, así como con la democracia y los organismos internacionales, que se ha convertido en componente principal de su identidad internacional.

No se trata de una posición altruista, pues consideran que la reducción de los conflictos en el mundo les favorece como país. La política de Estado descrita se beneficia de la legitimidad que le otorga una sociedad preocupada e informada de la situación internacional, con la ventaja de que pueden mantener más equidistancia en el análisis y diagnóstico que otras opiniones públicas como la española.

La relación entre las organizaciones sociales y políticas también sirve para mejorar el conocimiento experto del servicio exterior y de los equipos negociadores, que se nutren de la experiencia sobre el terreno de ONG, por ejemplo. Ser mediador o puente es una posición rectora de la política internacional de Noruega con reconocimiento en la comunidad internacional, lo que les ha permitido desarrollar destrezas técnicas y operacionales más eficientes en ese campo. A esto se suma la capacidad de aprendizaje de los errores, como los cometidos en Sri Lanka, sobre todo, o en Guatemala.

En el ámbito supranacional, hay que recordar que España es un país de la Unión Europea, lo que restringe muchas de sus actuaciones

Es un país joven con una historia particular que dota a su imagen de cierta neutralidad a pesar de ser parte activa de la OTAN, con participación en acciones militares. Esa construcción de imagen se ve favorecida por la poca visibilidad de sus empresas extractivas, gracias a lo que no se hace extensible al país la mala imagen que pueden tener, como sí sucede en el caso de España a través de los bancos o empresas de prestación de servicios públicos. Ayuda también que sea una nación rica, pues dispone de la liquidez necesaria para hacer frente a los costes de los procesos de negociación como parte de su política de cooperación al desarrollo.

No se trata de hacer comparaciones laudatorias o de fomentar una nueva leyenda negra, pues mientras unos países pueden mediar, otros, como ya lo ha hecho España, pueden ser garantes o parte de las coaliciones que dan seguimiento y cumplimiento a lo pactado. En cualquier caso, lo relevante es contar con un análisis ajustado a las restricciones estructurales de la política exterior de los países, con el fin de diseñar una mejor estrategia de inserción internacional en el nuevo marco de la Agenda 2030 y, sobre todo, de las relaciones con América Latina y el Caribe.

Francisco Sánchez es director del Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca.

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