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Los últimos días de Ulises

Cachetejack

El adiós a un ‘detective salvaje’, visto por su sobrina al pie de su lecho.

ANTES DE MORIR, mi tío estuvo tres semanas en el hospital. Por ese tiempo, la madre de Verónica, mi mejor amiga, sufría un cáncer muy avanzado y estaba en terapia intensiva. Esa mañana me había pedido que la acompañara y no pude negarme. Mientras deambulaba por el pasillo esperando a que Verónica se ocupara de su madre, me entretuve leyendo los nombres de los pacientes en las puertas. Me bastó ver el suyo para entender que se trataba de un familiar, pero tardé un tiempo en identificarlo. Después de varios minutos de desconcierto —una sensación comparable a cuando, en un cementerio, descubrimos una lápida con nuestros apellidos—, comprendí que quien estaba allí era Alfredo, el hermano menor de mi madre. Había escuchado hablar de él pero no lo conocía. Se trataba del pariente proscrito de mi familia, un hombre del que casi nadie hablaba en voz alta, mucho menos delante de mamá. A pesar de la curiosidad, no me atreví a asomarme por temor a que me reconociera. Un miedo absurdo, pues hasta donde yo recordaba no nos habíamos visto nunca.

De regreso a la universidad, le conté a Verónica mi descubrimiento y lo aderecé con todo lo que sabía acerca de mi tío. Escribía desde niño y sus notas eran brillantes. Luego se volvió anarquista y lector de José Revueltas. Abandonó la facultad para viajar por el mundo. Se hizo amigo de un grupo de poetas estrafalarios que mi abuela detestaba, los real visceralistas, y adoptó un seudónimo. En ocasiones escuchaba a viejos amigos de mis padres preguntar por él con una curiosidad morbosa. Era imposible no advertir la incomodidad de mi madre al responder sobre el paradero de su hermano.

El día siguiente fui yo quien pidió a Verónica que me dejara acompañarla. Cuando mi amiga entró al cuarto de su madre, esperé algunos minutos y, tras cerciorarme de que no había ninguna enfermera dentro de la habitación, toqué la puerta y entré. Mi tío era un hombre robusto y de abundante pelo negro que no tenía aspecto de estar enfermo. Lo que sí tenía era una combinación de rasgos muy semejantes a los míos.

—No nos conocemos —le dije—. Soy Antonia, tu sobrina.

En vez de una sorpresa agradable, sentí que mi presencia le había producido miedo. Fue una sensación veloz, apenas el relámpago que generan las intuiciones, pero tan inconfundible para mí como el susto que había sentido el día anterior frente a su puerta. Antes de responderme, su rostro dibujó una sonrisa seductora.

Siempre me ha resultado extraña la familiaridad que establecemos con alguien desconocido al enterarnos de que es nuestro pariente. Creo que no tiene que ver con la afinidad inmediata, sino con una lealtad inconsciente con el clan o quizás con el apellido. No fue eso lo que ocurrió entre nosotros. Lo que yo sentí fue una admiración parecida a la que inspiran los personajes de leyenda. Me preguntó cómo había dado con él y me pidió que no se lo contara a nadie. Me pidió que lo llamara Ulises.

En ese tiempo me resultaba insoportable tanto el olor de los hospitales como el de los internos. Así que en vez de sentarme en la silla de visitas, me instalé junto a la ventana, por donde se filtraba una agradable corriente de aire. Ahí estuve más de una hora, respondiendo sus preguntas acerca de mis gustos literarios, y mis opiniones políticas. Me dijo que la poesía era como una ventana, un rectángulo, y que el mejor escritor mexicano había sido mujer.

—¿Elena Garro? —pregunté.

—No. Cesárea Tinajero.

Luego Verónica tocó a la puerta y, desde el umbral, me hizo señas para que saliera. Me fui del cuarto sin mirarlo a los ojos con una timidez que a todas luces pareció divertirle. En el autobús, mi amiga me estuvo interrogando.

—Es muy guapo —comentó—. Pero ten cuidado, por algo no lo quieren en tu familia.

Estábamos en plena temporada de lluvias y llegué a casa escurriendo. Mi madre y mis hermanos estarían fuera hasta tarde. Me fui directamente al estudio para buscar la caja donde mi madre guardaba las fotos de su infancia: ahí estaba ella con un niño mayor de enormes ojos castaños, que no podía ser sino él. Los vi muy sonrientes jugar dentro de una piscina, y en el patio de mis abuelos. Había otras fotos dispersas en el fondo. En ellas, mamá debía estar comenzando la treintena. Su ropa era inusualmente bohemia. Usaba huipiles y pantalones de campana. Muchas fotos estaban recortadas de forma sistemática. Sospeché, y no creo haberme equivocado, que la parte suprimida era la cabeza de Ulises. Probablemente, en algún tiempo remoto, había convivido con nosotros. Por el tipo de corte en el papel, se adivinaban unos tijeretazos furiosos. ¿Qué podía haber hecho para merecerse tanta enjundia?

Cuando volví al hospital, fui yo quien hizo las preguntas. Su relato no contradijo el que había escuchado en labios de mi familia, pero añadía una dosis de escarnio y de sentido del humor que lo hacía más disfrutable. En su versión, las tragedias familiares se volvían comedia, y las reacciones de cada miembro de la familia, una fiel caricatura. Al principio me reí a carcajadas, pero después sentí culpa.

“El lunes encontré a Ulises con un respirador. Ese día inauguramos la costumbre de leer su poesía”

—¡No pongas esa cara! Con el tiempo verás que tengo razón. Tú no eres como ellos. Lo supe desde que eras muy pequeña.

Su comentario me estremeció.

—¿Entonces tú ya me conocías?

Por toda respuesta, Ulises me tomó de la mano. Era la primera vez que me tocaba —al menos en mi recuerdo—, pero sentí en su palma una intimidad incontestable. En una de esas revistas médicas que circulaban por el hospital, había leído algo acerca de la huella que dejan el tacto y el olor de quienes se relacionan con nosotros en los primeros años de vida. “La impronta˝, creo que se llama. En esa memoria corporal se fundan los lazos familiares. Seguimos así varios minutos más, y ni siquiera la presencia de las enfermeras hizo que nos soltáramos. Para mí fue un pacto silencioso, la promesa de que no iba a dejarlo allí a su suerte.

Comenzaba el fin de semana e iba a ser difícil ausentarme de casa sin llamar la atención. Además, el sábado teníamos una boda y una comida el domingo.

Cuando se lo expliqué, me pidió que al menos intentara llamarlo por teléfono.

—Estaba muy tranquilo antes de que aparecieras. Ahora, después de verte todos los días, sospecho que voy a extrañarte.

Esa tarde pedí hablar con su médico. Me explicó que tenía un tumor en el cerebro desde hacía varios años y ya no era posible darle ningún tratamiento. Le administraban cuidados paliativos para que no sufriera en sus últimos días. Me escondí en el baño para que Verónica no me viera llorar.

El tiempo que pasé con mi familia me pareció eterno. Pensé en lo distintas que habrían sido nuestras fiestas si hubiera estado presente. El domingo por la tarde, traté de sacar el tema.

—¿Qué te hizo el tío Alfredo para que dejaras de hablarle? —Le pregunté, intentando restarle importancia al asunto.

—Portarse como un imbécil.

Estaba de buen humor y me tranquilizó que recibiera mi comentario con ligereza.

El lunes por la mañana encontré a Ulises con un respirador en la boca. Traté de ocultar mi tristeza. Hice alguna broma sobre el aparato y él sonrió bajo la máscara. Ese día inauguramos la costumbre de leer sus libros de poesía. Me sentaba en la silla de visitas y, desde ahí, volvíamos a tocarnos. Eran caricias casuales, distraídas, sobre la nuca o a lo largo de los brazos. Pasábamos horas así, sintiendo la piel del otro en silencio, mientras nuestra voz reproducía los poemas de Rimbaud y Baudelaire. Me quedo con muchos versos, pero en especial con estos: “Quand ils auront tari leurs chiques / Comment agir ô coeur volé?”.

Todas las tardes, durante el trayecto en autobús, le hacía a Verónica el recuento detallado de nuestros acercamientos. Una vez, sin embargo, me hizo saber que no contaba con su complicidad.

—Parece que no te das cuenta de nada —me dijo—. Estás en un grave riesgo. Harías mejor en no venir al hospital.

Fue uno o dos días más tarde, cuando de manera intempestiva abrió la puerta de nuestra habitación para anunciarme que su madre había caído en coma. Le propuse que bajásemos a la cafetería.

Una vez allí, pidió un café y sin probarlo siquiera dejó que la taza se enfriara entre sus manos. Yo en cambio apuré el mío, deseando volver cuanto antes a terapia intensiva, pero sin atreverme a dejarla sola. Ninguna de las dos decía nada. Ella miraba fijamente su café, y yo el trasiego de visitantes en la puerta principal. En medio de esa multitud distinguí a mi abuela, acompañada de mi madre.

—¡Van hacia el cuarto de Ulises! —le dije a Verónica, desesperada—. ¿Cómo se habrán enterado de que está aquí?

—Fui yo —confesó ella, sin levantar la vista de la taza—. Perdóname, pero me pareció que era necesario. —Por poco la golpeo—. Vuelve a tu casa y haz como si nada. Aprovecha que están subiendo.

En vez de seguir su consejo, corrí para alcanzarlas. Apenas salí del ascensor escuché a lo lejos la voz alterada de mamá. Avancé por el pasillo, y pegué la cara a la puerta. Lo que alcancé a oír fue lo siguiente: “… veinte años y cuando te la encuentras quieres hacerle lo mismo˝. Una enfermera pasó en ese momento con el carrito de las medicinas y me dirigió una sonrisa cómplice. La respuesta de mi tío quedó oculta tras el tintineo de los frascos. No pude esperar más y abrí sin importarme las consecuencias. En cuanto estuve dentro se formó un silencio impoluto, interrumpido apenas por el monitor cardiaco, que con su gráfica oscilante denunciaba la agitación de Ulises.

Mamá me tomó del brazo como cuando era pequeña. Noté la presión de sus dedos sobre mi piel, los mismos dedos que me habían vestido y alimentado durante toda la infancia. Ni siquiera la atracción que me inspiraba mi tío podía oponerse a su tacto. Entre todas las improntas de mi infancia, la suya era la más fuerte. Permití que me condujera hasta la salida y después al estacionamiento donde había dejado su coche. Mi abuela permaneció en la habitación. Me pregunté cómo sería para él tener las manos de su madre cerca.

Durante el trayecto en coche permanecí en silencio para ver si mi madre se animaba a darme alguna explicación, pero no tuve éxito. Afuera la lluvia había cesado, y aquel cielo impoluto, nos permitió ver la caída del sol.

En el mundo de Roberto Bolaño.

En esta serie de verano en la que escritores hacen relatos de ficción basándose en obras o autores que les inspiran, Guadalupe Nettel imagina la agonía hospitalaria de Ulises Lima, el misterioso personaje central de Los detectives salvajes, la novela más popular de Bolaño (1953-2003). Al borde de la muerte, el Ulises Lima de Nettel sigue igual de tierno, igual de inescrutable.

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