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HARRY PATER
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Ice age: La edad de hielo’| Los helados y su influencia en nuestros hijos

Para los primerizos que le damos demasiada importancia a todo, la cuadratura del círculo está en comprar los suficientes helados en momentos simbólicos para que los críos no odien el verano

Cuando quieren helado desesperadamente, los niños se pueden volver salvajes y prehistóricos.
Cuando quieren helado desesperadamente, los niños se pueden volver salvajes y prehistóricos.

Las bicicletas son para el verano… y los helados también, o al menos eso era antes del efecto invernadero, porque ahora están en todas partes. Por suerte, aunque nos acompañen a hacer la compra, nuestros hijos aún no se han enterado de eso. Si no, los pedirían siempre y las rabietas serían mucho más frecuentes.

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Porque el helado -con niños- es la gran tentación, capaz de generar un momento bonito… o el caos absoluto.

Y es que la mitad de las veces tendremos rabieta. Querrán tomarse el capricho justo antes de comer o cenar y se les quitará el hambre de las opciones más clásicas y sanas, así que los adultos tendremos que negociar con argumentos que los críos no aceptan como válidos.

Su mantra a repetir será:

-Quiero un helado.

-Ya comiste uno + (insertar fecha más o menos verídica, contando que los niños se lían con el calendario).

-Es que quiero un helado y hoy es un día especial.

Ante ese giro de guion, acompañado por carita tierna, solo hay dos opciones: o cabreo infantil o primerizo que cede.

Pero cuidado, porque un helado no es solo un helado: son las servilletas pringosas que tendrás que aguantar en la mano porque justo en esa calle habrán secuestrado todas las papeleras, es el cucurucho mordido y babeado que te tendrás que acabar, son las manchas en la ropa nueva de la cría y por supuesto son esas pequeñas manos pringosas que acabarán en tu camiseta nueva, sí, esa que tanto te gusta y que quedará manchada para siempre como si fuera una franquicia de Atapuerca.

Además, para los que tenemos la dieta en números rojos, hay un dilema añadido: ¿podremos comprarle solo un helado a la niña sin pedir nada para nosotros?

Si al final cedemos, acabaremos zampándonos una dosis mucho más alta de la esperada: nuestro helado, que no tocaba… y el de la niña, si resulta que al final no le gusta.

Porque cada vez hay sabores más insólitos, con tanto hípster creativo, y seguro que el que elija la niña no le acabará gustando (se guía por los colores a lo loco) y me tocará zampármelo a mí (a menos que haya caído suelo).

Y por supuesto, el mío sí que le apetecerá y me dará el cambiazo como Indiana Jones con la típica reliquia abandonada.

Para los primerizos que le damos demasiada importancia a todo, la cuadratura del círculo está en comprar los suficientes helados en momentos simbólicos para que los críos no odien el verano porque nunca les compraron helados de pequeños, pero al mismo tiempo, dosificar el heladismo en el espacio-tiempo para que sigan valorando con ilusión cada nuevo capricho y además tengan hambre de comer y cenar el típico menú sano.

Siempre existe la opción de fabricar juntos polos caseros en el congelador de casa. Más sano, barato y lúdico.

Pero haced memoria: ¿verdad que a vosotros tampoco nunca os compensó esta solución?

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