Amamos tal como nos amaron
El porvenir de una pareja no se refleja en las cartas o en los posos de café, pero sí es posible augurarlo atendiendo a determinados rasgos de sus componentes.
LA OBSERVACIÓN del comportamiento infantil dio pie al psiquiatra y psicoanalista John Bowlby (1907-1990) para definir la teoría del apego, entendido este como el vínculo afectivo y conductual que desarrolla el niño con sus padres o cuidadores en la primera infancia, y que va a determinar su desarrollo cerebral y emocional. Pero no fue hasta finales de los años ochenta cuando los psicólogos Cindy Hazan y Phillip Shaver concluyeron que las relaciones amorosas de cada uno reproducen las relaciones de apego que vivió en la infancia.
Hay definidos cuatro tipos de apego del niño a su madre, que al crecer reproduce en sus relaciones amorosas de adulto.
Seguro. La figura cuidadora se preocupa sinceramente por el bebé, entiende y atiende sus necesidades sin ser invasiva ni tampoco negligente. Transmite al niño afecto, respeto y cuidado, facilitando su progresiva autonomía. El niño, cuando se ausenta la “madre”, siente disgusto y ansiedad, pero consigue calmarse y consolarse él solo. Cuando la madre vuelve, se halla a gusto con ella. Son niños que se sienten queridos y consiguen equilibrar la presencia física y el vínculo afectivo con el deseo de autonomía y aventura necesario para el aprendizaje.
De adultos se encuentran cómodos en las relaciones personales y disfrutan al compartir la intimidad. Se sienten queridos y saben alejarse de quienes les hacen daño. Reconocen sus emociones y son capaces de pedir consuelo y de expresar sus necesidades afectivas. El tipo de relaciones que entablan son duraderas, respetuosas y no idealizadas, y comprenden los altibajos naturales en una relación.
Inseguro-evitativo. La figura cuidadora se muestra hostil o fría hacia las demandas afectivas del niño porque las considera excesivas, caprichosas o inapropiadas y rehúye o raciona el contacto físico con el bebé. Considera estas necesidades como una debilidad que es necesario educar con disciplina, a base de privaciones y dosificación del cariño. Estos niños aprenden a reprimir sus necesidades afectivas y a renunciar a la intimidad para no provocar rechazo y mantener así el vínculo. Eso los convierte en adultos huidizos que sienten que sus emociones son engorrosas para los demás y ven la necesidad de afecto como una debilidad. Su nivel de ansiedad es bajo, con escaso neuroticismo y una cota muy alta de actitudes evasivas que les impiden compartir su intimidad con la pareja.
Inseguro-ansioso ambivalente. La figura cuidadora muestra una actitud imprevisible para el niño, originada por dificultades que sufre ella misma. No es que rechace al bebé, sino que unas veces se muestra indiferente y lo ignora, y otras se muestra cariñosa, alegre, equilibrada y atenta a sus necesidades. Esta actitud impredecible genera mucha ansiedad en el niño, quien, privado de patrones comprensibles, no entiende por qué unas veces sus necesidades —incluso las básicas— son desatendidas y otras veces son los reyes de mamá.
Estos bebés serán adultos inseguros en sus relaciones, con mucha ansiedad ante las separaciones y ante las emociones negativas, aprensivos, celosos, suspicaces y bastante melodramáticos. Necesitan sentirse permanentemente vinculados a sus parejas, a veces de manera agobiante para ellas, y así ahuyentar la ansiedad que les provoca la separación. Estas parejas son muy dependientes del otro, interpretan cada gesto como una amenaza a la relación y oscilan entre la bronca, la sumisión y el arrepentimiento. Su felicidad o desánimo dependen de la atención que reciba del otro: mientras se muestre disponible y cariñoso, desaparece la ansiedad y reina la confianza y el equilibrio; pero esto nunca es suficiente: al primer gesto de independencia de la pareja se reactivará la espiral ansiosa y demandante.
Los niños cuya figura cuidadora ha sido fría con ellos tienen de adultos problemas para
compartir su intimidad
Desorganizado. Es el tipo más patológico de apego. La figura cuidadora es gravemente insensible o manifiesta actitudes violentas hacia el niño. El bebé no puede sobrevivir sin ella, que es al mismo tiempo una amenaza: esta paradoja le provoca un colapso psíquico traumático. Son niños llenos de dolor, miedo, agresividad, sentimientos de ambivalencia, inseguridad… que recurren al bloqueo emocional y la disociación para poder sobrellevar su realidad. De adultos sufren grandes dificultades para identificar sus emociones y padecen bloqueos y confusión de sentimientos. Para ellos las relaciones afectivas son amenazantes, de manera que las evitarán o se sucederán las rupturas. Son personas inestables, con dificultades para respetar los derechos y los límites del otro.
Los trastornos del apego nacen de un déficit de seguridad, cariño y atención en la infancia; pero hay una buena noticia ante este aparente determinismo: aunque no es posible volver al pasado, sí se pueden reparar sus destrozos. Con una terapia psicológica adecuada, los adultos podemos recobrar la autoestima y hacernos cargo de nuestro cuidado y nuestra seguridad, darnos a nosotros mismos eso que no recibimos en la infancia. El especialista nos ayudará a perder el miedo y ganar la confianza y el respeto por nosotros mismos y por los demás. Con las debidas herramientas, maduraremos emocionalmente y seremos con nosotros mismos las figuras cariñosas y cuidadoras del niño que fuimos. Entonces disfrutaremos de un apego sano y seremos capaces de construir una relación gratificante y adulta con una pareja adecuada.
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