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Columna
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Envidia

Azuzar el desprecio deliberadamente implica renunciar a la legítima crítica racional para apostar por el deseo gratuito de dañar o humillar

Máriam Martínez-Bascuñán
Diego Mir

Que la más alta autoridad de la principal potencia mundial sea capaz de espetar a cuatro congresistas —el llamado escuadrón— un “vuelvan a los lugares de los que proceden” refleja, una vez más, la ruptura de las más elementales líneas rojas típica de la era de Trump. Pero con todo, el iliberalismo del presidente no es el principal problema; lo es el seguidismo de su base electoral, que le jaleaba esta semana al grito de “¡envíala de vuelta!”. Las declaraciones de Trump son racistas y machistas, por supuesto, pero captan y amplifican con habilidad la resonancia emocional de parte de la ciudadanía. Nada de lo que lo coronó como Supremo Troll de EE UU se entendería, dice Martha Nussbaum, sin esa pasión que carcome los sistemas democráticos: la envidia.

Esa sensación de estancamiento que destroza el sueño americano de la movilidad social lleva a muchas personas a culpar de su fracaso a aquellos por los que se sienten postergados: los inmigrantes que roban sus trabajos o las mujeres que ascienden en el estatus social. Pero el rechazo también se dirige a las élites políticas y económicas, incluidos los medios de comunicación, acusados también desde el populismo de izquierdas de conspirar para mantener el statu quo. Olvidamos que azuzar el desprecio deliberadamente, como ocurre, por cierto, con los insultos al nuevo alcalde madrileño, implica renunciar a la legítima crítica racional para apostar por el deseo gratuito de dañar o humillar.

La política de la envidia aprovecha la inevitable inseguridad de unas condiciones de vida devaluadas y un estado de ansiedad ante un sentimiento de ultraje, un lugar donde ser blancos o varones es el único privilegio que queda. Es indiferente que sea falso, pues el nacionalismo identitario facilita ese bote salvavidas. Y aunque su caldo de cultivo quizá esté más en quienes han ocupado y gestionado el poder los últimos 30 años, el magnate ha deducido el liderazgo perfecto: solo tiene que echar sal sobre la herida.

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Hay líderes que, ante las inseguridades existenciales y económicas, apelan a la fraternidad para combatir el miedo, planteando programas de protección social que lo socaven. Otros, sin embargo, se ufanan en potenciar el componente revanchista de la ira, renunciando a un discurso que cultive la virtud ciudadana y entendiendo las relaciones sociales como un juego de suma cero: para enmendar nuestro orgullo debemos humillar a otros. Porque nadie nace homófobo, clasista o racista. El odio, al igual que la fraternidad, se cultiva, pero depende —tanto allí como aquí— de la altura política de quienes elegimos para representarnos, por lo general tan tristemente narcisistas como nuestro propio reflejo.

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