Daniel Ortega, el guerrillero convertido en autócrata
Cuatro décadas después de la revolución sandinista el líder se aferra al poder en Nicaragua
Managua, 30 de mayo de 2018. La Carretera a Masaya, larga arteria que pretende ser el centro de negocios de la capital de Nicaragua, que la conecta con la ciudad que ha sido siempre el epicentro de la rebeldía nicaragüense, bullía al compás de chicheros —músicos tradicionales—, escandalosas vuvuzelas y música contestataria. En un entarimado se escuchaba la melodiosa voz de Carlos Mejía Godoy, el cantador de la revolución sandinista. Encima, un cielo de azul intenso, el despejado cielo tropical nicaragüense. A la orden del maestro, el silencio se impuso para escucharlo entonar “Ay, Nicaragua, Nicaragüita”, el himno revolucionario que canta a un país libre de dinastías familiares. Había decenas de mujeres vestidas de blanco, con lazos negros en sus pechos. Eran las “madres de abril” que perdieron a sus hijos un mes antes en la represión desatada por el presidente Daniel Ortega contra quienes —en su mayoría jóvenes universitarios— exigían el fin de su régimen. A ellas les cantaba Mejía Godoy. “Pero ahora que ya sos libre, Nicaragüita, yo te quiero mucho más”. Era el Día de la Madre en el país centroamericano y decenas de miles de nicaragüenses llenaban esta avenida para conmemorar a las víctimas. “¡Daniel y Somoza son la misma cosa!”, gritaba la masa. La marcha avanzaba entre el festejo y la solemnidad hasta que el ¡pum! ¡pum! de las balas la reventó. Sobre el asfalto ardiente cayeron los jóvenes asesinados por francotiradores —según determinaron organismos de derechos humanos—, mientras que unas cuadras más allá, arropado por miles de seguidores, Daniel Ortega decretó: “Nicaragua nos pertenece a todos ¡y aquí nos quedamos todos!”.
Desde abril de 2018 se ha dedicado a masacrar a su pueblo con ataques a las manifestaciones
Aquella escena ilustra la fractura que sufre el país que celebra esta semana el 40 aniversario de la revolución sandinista, y que fue la fantasía de la izquierda latinoamericana cuando un grupo de rebeldes jóvenes idealistas derrotara a la dinastía somocista. Daniel Ortega (La Libertad, Chontales, 1945) hoy ya no viste traje militar verde olivo ni sale de Nicaragua para denunciar al “imperialismo yanqui”. El mito del joven que se sumó al clandestino Frente Sandinista a finales de los sesenta, que asaltó bancos y participó en conspiraciones contra la guardia de Somoza, que estuvo encarcelado y fue torturado por la dictadura, y más tarde regresó triunfante del exilio para forjar la “Nueva Nicaragua”, dio paso a un hombre envejecido, encorvado, con el rostro mustio, que pasa la mayor parte de sus días encerrado en su búnker, una fortaleza militarmente resguardada, desde donde encaja el golpe que significó la rebelión de abril en 2018, cuando miles de nicaragüenses —la mayoría jóvenes idealistas como alguna vez lo fue él— retaron su poder tomando el control de las calles. Ortega ahora gobierna al lado de su esposa, Rosario Murillo, a quien ha bautizado como la Eternamente Leal, y de sus hijos, quienes controlan un poderoso aparato mediático, convertidos en ricos empresarios, mientras cumplen con sus caprichos. Uno formó una banda de rock; otro se hace llevar el Festival Pucciniano a la tropical Managua para lucirse como tenor en el drama de Turandot; y otra monta un desfile de moda para imitar las pasarelas de Nueva York. Todo un derroche en el país más pobre de América después de Haití.
Desde abril de 2018, Ortega se ha dedicado a masacrar a su pueblo a través de ataques a las manifestaciones y bastiones rebeldes en la denominada Operación Limpieza, caravanas de hombres armados que han dejado al menos 325 muertos según organismos internacionales de derechos humanos. Intenta mantener por las armas el control de un poder forjado desde 2006 —cuando regresó a la presidencia— con una alianza con las fortunas de Nicaragua que, aunque lo despreciaban, vieron en el comandante a un hombre fuerte capaz de mantener la estabilidad en este país volcánico, siempre al borde de la erupción, tan violentamente dulce, como dijo Julio Cortázar.
La ayuda petrolera que llegaba desde Caracas permitió a Ortega mantener un sistema de dádivas para los más pobres mientras amasaba una gran fortuna, pero con su aliado en plena crisis, el líder sandinista se ve cada vez más aislado. Su alianza con la cúpula del Ejército —a cambio de jugosos negocios— es uno de los pilares que sostiene al régimen. Pero los militares ven con nerviosismo las sanciones de EE UU y Canadá y el aislamiento al que lo han sometido la mayoría de naciones latinoamericanas. Ortega es un viejo zorro de la política, conoce los vicios de la élite nicaragüense y ha sabido sortear otras crisis, como el golpe dado por su hijastra, Zoilamérica Ortega Murillo, cuando lo acusó por violación en 1998.
Para evitar nuevas sanciones, ha demostrado apertura abriéndose a un incierto diálogo con la oposición y liberando a decenas de presos políticos, mientras que, al igual que el último de los Somoza a finales de los setenta, intenta demostrar fuerza y estabilidad a sus bases. Como Somoza en sus últimos días, el viejo guerrillero, devenido en autócrata, asiste a mítines en vehículos blindados con un gran despliegue de seguridad para afirmar que en Nicaragua la “revolución” continúa y que él no tiene planes de dejar el poder. “¡Aquí nos quedamos todos!”, ha decretado.
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