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Una carretera en el pueblo que no tiene nada

El joven municipio peruano de La Yarada los Palos, junto a la frontera con Chile, tiene puestas sus esperanzas de desarrollo en 16 kilómetros de asfalto

Unos campesinos plantan quinoa en La Yarada los Palos (Tacna, Perú), a pocos kilómetros de la frontera con Chile.
Unos campesinos plantan quinoa en La Yarada los Palos (Tacna, Perú), a pocos kilómetros de la frontera con Chile.PABLO LINDE
Pablo Linde
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“No tenemos nada”, repite Jorge Gutiérrez, alcalde de La Yarada los Palos, un municipio al sur de Perú, en la misma frontera con Chile. Ni carreteras ni agua potable ni saneamiento. En este pueblo de 20.000 habitantes no hay local para la comisaría de policía ni para los bomberos. “Carecemos de todo”, insiste el regidor.

La municipalidad distrital, el término administrativo usado en el país, nació en 2017. Hasta entonces era un barrio periférico de Tacna, la capital del departamento, una ciudad de algo menos de 300.000 habitantes. La Yarada los Palos fue creciendo al ritmo al que llegaban migrantes de Cuzco y, sobre todo, Puno. Se fueron asentando en busca de empleos en el campo sin un Ayuntamiento al que reclamar servicios; el que se formó hace poco más de dos años tiene por delante la tarea de levantarlos todos desde cero.

Construyó un edificio administrativo que todavía huele a nuevo y diseñó un escudo. La imagen de un olivo y una sandía bañados por las olas del mar y rodeados por una corona con aceitunas y naranjas es la síntesis de lo que puede ofrecer este pueblo de “tierras bondadosas”, en palabras de su alcalde.

De las 54.0000 hectáreas que ocupa el distrito, 40.000 están sembradas por estas y otras hortalizas. Pero, sobre todo, olivos. Los hay por todas partes y, en plena campaña de recogida de la aceituna, es fácil ver a las parejas de agricultores: uno subido al árbol apoyado en una escalera de madera y generalmente una mujer abajo seleccionando los frutos que caen.

Pedro Mamani contrata cada campaña al menos a 10 parejas para trabajar en sus 40 hectáreas. A sus 60 años lleva más tiempo viviendo en La Yarada que en su Puno natal. Es uno de tantos que llegó para trabajar en el campo y se quedó. “Vine cuando no había aquí ni una planta”, asegura. Ahora está lleno de árboles. Hay muchas olivas, pero poca planificación. Tanto él como otros campesinos cuentan que les haría falta “una asistencia técnica”, algo que les ayudase a maximizar la producción, en lugar de hacerlo de forma “empírica”.

Este proyecto forma parte de todo un programa de caminos rurales que tiene la meta de rehabilitar 2.200 kilómetros de carretera y de mantener más de 2.000

La finca de Mamani está justo al costado de una carretera cuyas obras están a punto de concluir. Saneamiento y vías. Esas son las prioridades del alcalde del pueblo donde “no hay nada”. Los 16 kilómetros asfaltados que se están construyendo son la gran esperanza de desarrollo de los lugareños, que viven en su mayoría diseminados entre las fincas.

“Estos trabajos forman parte de todo un programa de caminos rurales que tiene la meta de rehabilitar 2.200 kilómetros de carretera y más de 2.000 de mantenimiento. Son más de un centenar de proyectos de ese tipo, que buscan mejorar la transitabilidad de las zonas locales”, explica Rafael Capristán, especialista de transporte en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) que financia al Gobierno estatal para implementar este plan. “Tiene muchísimo impacto en esas poblaciones, incluso mayor que una carretera nacional, porque les permite mejorar el acceso a su producto y a servicios públicos de salud, educación…”, enumera.

En La Yarada los Palos la carretera llega hasta un pequeño asentamiento de pescadores llamado Santa Rosa. En una de las casitas de colores que se alinean frente al mar vive Gloria Machaca con su marido y sus cinco hijos. Llegó también de Puno a trabajar como empleada doméstica, pero cuando conoció a quien hoy es su esposo decidieron dedicarse a la pesca. Cada noche se meten en las frías aguas del Pacífico hasta el pecho para capturar cinco o diez kilos de pescado que venden a primera hora de la mañana en el mercado de Tacna por tres o cuatro soles (alrededor de un euro) el kilo.

A poco más de 20 kilómetros en línea recta, al otro lado de la frontera, está Arica, que pese a la cercanía es otro universo. Esta pequeña ciudad portuaria vive, además del transporte de mercancías, del turismo. Miles de surferos acuden cada año en busca de unas olas no más espectaculares que las del lado peruano. Entre ambas realidades hay muchas diferencias económicas y socioculturales. Pero una es que Arica tiene carreteras y Santa Rosa, hasta ahora, no.

La nueva carretera acaba en este punto, junto a la playa, en la población de Santa Rosa.
La nueva carretera acaba en este punto, junto a la playa, en la población de Santa Rosa.P. L.

René Maquera, presidente de la asociación La Trinchera, que une a algunos agricultores de la zona, espera que la nueva pista suponga un impulso al turismo. “La playa hoy casi no se usa, pero queremos generar lugares de esparcimiento, malecones para los visitantes. Hace falta inversión, pero sabemos que ahora que está accesible, llegará”, asegura.

Llamaron así a la asociación por los montículos de arena que separan las fronteras de Chile y Perú. Entre ambos países, existe un triángulo de desierto de 3,7 hectáreas que son tierra de nadie. Tras años de conflictos (que tienen su origen en la Guerra del Pacífico que enfrentó a ambos a finales del siglo XIX), el Tribunal de la Haya reconoció la soberanía peruana de un espacio mayor, de 21.000 kilómetros cuadrados que estaban bajo soberanía chilena. Pero no determinó qué hacer con 300 metros de litoral, así que no son ni peruanos ni chilenos.

En 2001, los pobladores de Los Palos se plantaron ante el ejército vecino, que hacía maniobras de avance. Gresta Rivera se convirtió en un símbolo levantando la bandera nacional ante los militares. Hoy tiene 64 años y usa las peculiares construcciones de frases y la pronunciación de quienes tienen como habla materna el aymara y no dominan del todo el castellano. Vive en una finca al pie de la nueva carretera sin electricidad ni agua potable. Esto último es un mal generalizado en todo el territorio, que se abastece de pozos de dudosas condiciones higiénico-sanitarias. Junto a su marido, cultiva olivos, calabaza, quinoa, tubérculos, tomates, melones, sandías… Con el traqueteo por el camino de tierra era frecuente que estas frutas se dañasen y perdiesen valor en el mercado. “Con la pista, bastante nos vamos a beneficiar”, sonríe orgullosa.

Son 16 kilómetros de asfalto que tienen ilusionados a todo un pueblo. Una carretera es solo el principio. Ya existe algo donde no había nada, pero sigue faltando saneamiento, agua potable o un local para la policía en el joven municipio de La Yarada los Palos.

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Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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