Tres kilos de utopía
ESTA NIÑA PESÓ al nacer lo mismo que cuatro o cinco lonchas de jamón de York, lo mismo que la mano izquierda de una anciana, que el cuerpo de un canario, que un racimo de uvas, que un bol de fresas, que un libro de poemas, que un paquete de galletas, que una infusión de manzanilla, que un gin-tonic, que una pastilla de jabón. Lo mismo que un tarro de miel, que un frasco de compota de manzana, que una porción de mantequilla, que un taco de folios, que una lubina de ración, que un filete de hígado empanado, que una barra de pan, que un hámster adulto, que una naranja grande, que una pena pequeña. Lo mismo que un queso de tetilla, que un presagio ligero, que una verdad a medias, que un flan de huevo y leche con un poco de nata por encima. Lo mismo que una lengua de ternera, que un lingote de oro, que un jersey de lana. Lo mismo que las llaves de la casa, que un zapato viudo, que una cesta de pétalos, que una caja de cereales, que un atado de espárragos, que un cucurucho de castañas, que tres sobres de puré de patata, que un cuenco de arcilla, que un diccionario de sinónimos, que un par de pechugas de pollo congeladas. Pesó lo mismo que un muñeco de fieltro, que dos o tres yogures naturales, que un plato de sopa de letras, que una obsesión liviana. Lo mismo que un soneto, que un romance, que una metáfora, que una oración subordinada…
Era, en fin, al nacer, un cuarto de kilo de mamífero, 250 gramos de energía, un soplo de genética, un empuje, un deseo, un salir adelante, una constelación, un mundo. Ahí la tienen ahora: tres kilos y pico de utopía.
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