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Columna
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Populistas, pero solo un poco

Gestos demagógicos se perciben de un lado al otro del espectro político: la amenaza de ser desalojadas del escenario causa un efecto mimético incluso en las formaciones más tradicionales. Es el populismo por contagio

María Antonia Sánchez-Vallejo
El primer ministro griego, Alexis Tsipras (i), y el presidente Prokopis Pavlópulos, este lunes en el palacio presidencial de Atenas.
El primer ministro griego, Alexis Tsipras (i), y el presidente Prokopis Pavlópulos, este lunes en el palacio presidencial de Atenas. ARIS MESSINIS (AFP)

La derrota de Syriza en las elecciones europeas y locales celebradas en mayo ha empujado a los heraldos a anunciar a bombo y platillo el fin del populismo en Grecia, si como indican los sondeos el revés se confirma en las legislativas anticipadas de julio. Esos mismos corifeos celebraban hace solo unos meses, cuando concluyó oficialmente el tercer rescate —pero no la supervisión técnica de la troika sobre Grecia—, la talla de estadista de Alexis Tsipras, que llegó al poder enarbolando la bandera de la lucha contra la austeridad y, por extensión, contra la suerte de protectorado financiero en que Grecia había devenido desde el primer rescate, en 2010. Con un programa maximalista —quién no lo tiene en política cuando solo de prometer se trata—, la dura realidad (la amenaza de quiebra, el abismo del Grexit) se encargó de moderar su desarbolado impulso inicial: nada que no suceda por doquier cuando los hechos arrastran cual torrente las ilusiones.

Pero tachar de populista a Syriza, que epistemológicamente puede ser pertinente, sería incorrecto, o no del todo concluyente, sin tener en cuenta otros ejemplos. No es necesario remontarse al encantador de serpientes Andreas Papandreu: el caso más paradigmático es el de Andonis Samarás —antiguo líder de la conservadora Nueva Democracia, quintaesencia del establishment heleno—, que maniobró igual que Tsipras cuando, en la oposición, rechazó hasta tres veces la conveniencia de un nuevo rescate, el que sería el segundo, para aceptarlo sin rechistar al llegar al poder en 2012. Ítem más, su airada interpretación, a lo hooligan, de la relación con la antigua República Yugoslava de Macedonia propició un contencioso diplomático que ha envenenado la vecindad balcánica durante un cuarto de siglo y que solo el demagogo Tsipras, previamente reconvertido en estadista, se atrevió a sellar. Pero nadie calificó de populista al conservador.

Patricios como Samarás o tribunos de la plebe como Tsipras, todos aquejados de visibles tics populistas, frente a una masa que espera ser manumitida de las cadenas de la crisis.

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No son los únicos ejemplos. La celebrada victoria socialdemócrata en Dinamarca está lastrada por un planteamiento migratorio que podría suscribir el más exaltado de los caudillos. Tiempo ha, mucho antes de que las emociones colonizaran la política, ya resonaban los cantos de sirena ultras del ministro del Interior francés Manuel Valls, hoy pulcro adalid del consenso, con su programa de expulsiones masivas de gitanos. Algo similar podría decirse, salvando todas las distancias, del baldón de la gestión migratoria de Tsipras o incluso de la errática política del Gobierno de Sánchez al acoger y luego rechazar el desembarco de migrantes en España el verano pasado. El populismo (fiscal o migratorio, o mixto) ha triunfado a derecha e izquierda sin necesidad de gobernar: le basta con impresionar a quienes lo hacen.

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