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Nacho Dean, el caminante que nadó el mundo

Guillermo Jiménez /Ibra Youssef
Joseba Elola

El aventurero malagueño Nacho Dean ha unido cinco continentes a nado tres años después de dar la vuelta al mundo a pie. Inició su aventura hace un año y un día, el 8 de junio, Día Mundial de los Océanos. Quería enviar un mensaje de conservación de la naturaleza

La vida es un recorrido jalonado por decisiones difíciles. ¿Medusa irukandji, cocodrilo o tiburón? Nacho Dean, aventurero malagueño de 38 años, tuvo que elegir entre estos tres peligros a la hora de afrontar la travesía a nado entre Skow Mabo, Indonesia, y Wutung, Papúa Nueva Guinea. Eligió tiburón.

Noviembre de 2018. Tocaba cruzar de Asia a Oceanía. Era la cuarta etapa de su nueva aventura: unir a nado cinco continentes. Hacía apenas dos años y medio que había completado su gran odisea, una vuelta al mundo a pie en la que recorrió 33.000 kilómetros por 31 países arrastrando un carrito de bebé con 35 kilos de equipaje.

El dilema era complejo. La picadura de la medusa irukandji es muy venenosa. Cuenta Dean que es casi tan grave como la de una cobra: si nadaba muy cerca de la desembocadura del río Muara Tami, ese era el peligro. Si elegía hacerlo cerca de los manglares, habría cocodrilos, reptiles que en esa zona están adaptados al agua salada. Bracear mar adentro suponía poder encontrar tiburones. Escogió la tercera opción en la que fue la etapa más difícil, una travesía de más de 20 kilómetros en aguas a una temperatura de 30 grados. “La sensación era de bochorno”, cuenta, concluida la expedición, “me sentía flojo en el agua, nadar costaba un triunfo”.

Si elegía hacerlo cerca de los manglares, habría cocodrilos, reptiles que en esa zona están adaptados al agua salada. Bracear mar adentro suponía poder encontrar tiburones

La vuelta al mundo a pie duró tres largos años, de marzo de 2013 a marzo de 2016. La hizo sin seguro médico, sin patrocinadores, sin compañía, arrancando con 3.000 euros de sus ahorros en los bolsillos (que se convirtieron en 20.000 vía distintas aportaciones). Solo con su carrito, al que bautizó como Jimmy Águila Libre. Narrando sus aventuras, día a día, en un blog.

Esta vez ha realizado las travesías a lo largo de 10 meses, contando con el apoyo de dos patrocinadores (Kayak y El Ganso) y con un presupuesto de 100.000 euros, destinados en parte a la grabación de un documental. Siempre estuvo acompañado por, al menos, un camarógrafo. Eso lo cambia todo.

En dos etapas, además, le acompañó su pareja, Sara, en labores de asistencia. Así que todo ha resultado mucho más sencillo que en aquel viaje en el que estuvo 1.100 noches fuera de casa, fue testigo de un atentado en Daca, Bangladés, sufrió varios atracos, uno a manos de una peligrosa mara salvadoreña, y en el que sobrevivió a la fiebre chikungunya, que le dejó postrado con 41 grados de fiebre durante seis días. Esta vez hubo un momento muy duro, sí; pero incomparable con la anterior aventura, que quedó narrada en su libro Libre y salvaje, editado por Planeta en 2017.

Todo ha resultado mucho más sencillo que en aquel viaje en el que estuvo 1.100 noches fuera de casa, fue testigo de un atentado en Daca, Bangladés y sufrió varios atracos

Empezó a prepararse para la Expedición Nemo (así bautizó su aventura) a los pocos días de editarse su libro, el 4 de abril de 2017. Entrenaba unas tres horas al día. Recorrió 2.500 kilómetros a nado en piscinas y embalses.

Y la aventura arrancó hace ahora un año y un día, el 8 junio de 2018, Día Mundial de los Océanos, cuando bajó a Isla de las Palomas, Tarifa, Cádiz, para abordar su primera etapa, entre Europa y África, rumbo a Punta Cires, Marruecos. Su objetivo, desde el principio: mandar un mensaje de conservación de los océanos.

Programó el cruce de Europa a Asia, la segunda etapa, para el 1 de julio y cruzó los siete kilómetros que hay entre la isla griega de Meis y la localidad turca de Kas en dos horas, nadando en aguas cristalinas en las que se podían ver tortugas.

Menos agradable fue el tramo del estrecho de Bering, para unir Asia y América, que abordó en septiembre: tres grados de temperatura que atravesaban el neopreno. “Eso quema de lo frío que está”, recuerda. “Es ardor. Cuesta respirar. Se te encoje el pecho. Cuando sales fuera del agua, sientes que hace calor, y solo hace 8 grados”.

Cuenta que en ningún sitio ha escuchado un silencio como el que halló en lo alto de la Diomedes Menor, en Alaska, reducto esquimal de apenas 80 habitantes desde el que se podía divisar Diomedes Mayor, ya en territorio ruso.

Cruzó hasta el límite que el GPS marcaba como frontera, rebasando la línea que marca el paso del hoy al mañana, la línea internacional de cambio de fecha (International Date Line, IDL por sus siglas en inglés), el límite horario del planeta. Por unos instantes, pasó de Alaska a Rusia, que viven con 23 horas de diferencia, a pesar de los escasos 80 kilómetros que les separan. Se adentró unos metros en aguas rusas y dio media vuelta. No era posible cruzar hasta el otro lado. Para pisar la base militar rusa hace falta un permiso especial que se tarda en conseguir años. Pero el paso de América a Asia ya estaba conseguido.

En noviembre abordó el cruce de Papúa. Y ya el pasado mes de marzo, completó el de Asia a África nadando desde Egipto a Jordania por el golfo de Áqaba.

La cuarta etapa, en Oceanía, es la que alberga el momento mágico del viaje y resultó ser la más dura. Cada 20 minutos se tenía que parar a beber agua. El calor era insoportable, bochorno en el agua. Por no hablar de los tres peligros animales: “Me metía en el agua”, dice, gráficamente, “acojonado vivo”.

Tres días antes de iniciar esa travesía en Oceanía, de hecho, pudo ver bien de cerca la mandíbula de un cocodrilo. Estaba junto a su compañero Guillermo Jiménez, uno de los dos camarógrafos que le han acompañado en esta aventura para convertirla en un documental, rodando con un dron imágenes cenitales de estos reptiles del Pacífico en una acequia. De pronto, al acerarse el vehículo aéreo no tripulado a los cocodrilos, se enganchó a las ramas de árbol; momento en que uno de los reptiles de la charca verde saltó y agarró el objeto volador con sus fauces.

Cruzó los siete kilómetros que hay entre la isla griega de Meis y la localidad turca de Kas en dos horas, nadando en aguas cristalinas en las que se podían ver tortugas

Guillermo Jiménez muestra las violentas imágenes del episodio con el “coco” en su casa, en Canillas, Madrid. Milagrosamente, el dron pudo ser recuperado y arreglado de vuelta a Madrid por su propietario, el otro camarógrafo del documental, Ibra Youssef.

Solo hubo un momento en que Nacho Dean estuvo a punto de abandonar, y fue durante ese largo cruce de Indonesia a Papúa Nueva Guinea. Hacía mucho calor. Estaba deshidratado. Cuando atravesaba la desembocadura del río Muara Tami, sintió el picotazo de una medusa. En la oreja.

Gritó. Desde la embarcación, donde estaba el camarógrafo Guillermo Jiménez, no se dieron cuenta. Permaneció atento al dolor mientras seguía nadando. Notó que a los 15 o 20 segundos, remitía. Se mantenía leve. No podía ser una irukandji. Uf.

Cuenta que en ningún sitio ha escuchado un silencio como el que halló en lo alto de la Diomedes Menor, en Alaska, reducto esquimal de apenas 80 habitantes desde el que se podía divisar Diomedes Mayor, ya en territorio ruso

Le pesaban los brazos. Se le cargaban los hombros. Calor, más calor. Pero superó el bache.

Poco después, cuando ya llevaba cuatro horas nadando y 15 kilómetros en los brazos, cuando pensaba que ya había llegado el cabo que anunciaba el fin de la travesía, el mazazo: el cabo que acababa de superar no era el último. Quedaban 3 más.

“Hay momentos en estos retos en que tu convicción se pone a prueba. Por mucho afán de superación que tengas, por mucho que te hayas preparado, de pronto hay una situación en que sientes que has llegado al límite”.

Fue precisamente entonces cuando se produjo el momento mágico e irrepetible del viaje. Guillermo Jiménez, al ver flaquear a Dean, se quitó los pantalones y la camiseta y se lanzó al agua en calzoncillos para nadar junto a él. Para insuflarle ánimos. No pensó en medusas, ni en tiburones ni en neoprenos. “Le veía muy chungo”, relata Jiménez. “Pensé: “Algo haré si me lanzo”. Puede que le sirva de alivio”.

Cuando Dean vio a su amigo acercarse, casi con lágrimas en los ojos, encontró el reactivo que necesitaba. “Sentí que no estaba solo en mi misión. Me ayudó a sacar fuerzas de donde no las tenía”.

Nadaron juntos 15 minutos. Al poco, fue Sara, su novia, buena nadadora, la que tomó el relevo. Durante una hora y media le acompañó. Hasta Wutung, donde esperaban las autoridades.

Fue precisamente entonces cuando se produjo el momento mágico e irrepetible del viaje. Guillermo Jiménez, al ver flaquear a Dean, se quitó los pantalones y la camiseta y se lanzó al agua en calzoncillos para nadar junto a él. Para insuflarle ánimos. No pensó en medusas, ni en tiburones ni en neoprenos.

Tras seis horas y media nadando, Nacho Dean apareció en la playa donde esperaban el alcalde de Wutung, el cónsul de Papúa Nueva Guinea y docenas de curiosos. La playa era rocosa y la salida fue escasamente glamurosa. Dean agotado, exhausto, hacía equilibrios al salir del agua entre olas que le tumbaban una y otra vez. El momento triunfal, en el frente estético, no resultó heroico. “Fue una salida peripatética, salí a cuatro patas”.

Pero había superado el momento más temido. Y el sueño estaba más cerca: convertirse, según afirma, en la primera persona que recorrió primero el mundo a pie y, luego, unió cinco continentes a nado. 

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Sobre la firma

Joseba Elola
Es el responsable del suplemento 'Ideas', espacio de pensamiento, análisis y debate de EL PAÍS, desde 2018. Anteriormente, de 2015 a 2018, se centró, como redactor, en publicar historias sobre el impacto de las nuevas tecnologías en la sociedad, así como entrevistas y reportajes relacionados con temas culturales para 'Ideas' y 'El País Semanal'.

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