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La fuente de la intuición científica

Hace justo cien años de la confirmación de las ideas de Einstein. Un hito de la inteligencia creativa

Javier Sampedro
Albert Einstein posa junto a un grupo de nativos americanos, hacia 1931.
Albert Einstein posa junto a un grupo de nativos americanos, hacia 1931.Eugene O. Goldbeck

Hace justo cien años se confirmó el valor de la intuición científica, cuando el astrónomo británico, cuáquero y pacifista Arthur Eddington comprobó que la luz de las estrellas se avenía a las ecuaciones de Einstein, doblando sus rayos por la atracción gravitatoria del Sol. Lee en Materia un buen recuento de aquella gesta científica en que un Reino Unido recién salido de la Primera Guerra Mundial logró montar una expedición para probar la teoría de un científico alemán. Judío, pero entonces aquello todavía no importaba tanto. La relatividad general de Einstein, que hizo arrancar a la cosmología moderna, tiene un sólido fundamento matemático cuya exactitud se ha confirmado mil veces en los últimos cien años. ¿Por qué hablo entonces de intuición?

Toda persona fascinada por el funcionamiento del cerebro humano debería celebrar este aniversario como un hito histórico

La imaginación alcanza más allá que el conocimiento, dijo o debió decir el propio Einstein. Hallar la formulación matemática exacta de la relatividad le costó diez años de tortura, pero su concepto fundamental se basa en dos famosos experimentos mentales muy anteriores a las ecuaciones. Dos intuiciones profundas que han cambiado la física y el mundo que nos rodea. Y que resultaron confirmadas por primera vez hace cien años. Toda persona fascinada por el funcionamiento del cerebro humano, incluso si es de letras (la persona), debería celebrar este aniversario como un hito histórico. Las mesas redondas sobre Heidegger están perdiendo mucho fuelle, y Einstein, como decía Francis Crick, es el único filósofo de la historia que ha tenido éxito. Es solo una boutade, pero la verdad es que tiene mucha gracia.

La primera intuición proviene de imaginar que te montas en un rayo de luz. Como vas montado en él, debería parecerte que el rayo está quieto, como parece quieto un tren que avanza en paralelo al tuyo a la salida de una estación. Pero Einstein creía –o incluso sabía a partir de las leyes de Maxwell— que la velocidad de la luz es una constante de la naturaleza, y que por lo tanto no puede estar quieta ni parecérselo a nadie. Como la velocidad no es más que el espacio partido por el tiempo, si la velocidad de la luz es constante, el espacio y el tiempo no pueden serlo: tienen que deformarse, contraerse y dilatarse de modo que la velocidad de la luz siga siendo la misma aunque vayas montado en un fotón. Si vas montado allí, lo que se detiene no es la luz, sino el tiempo.

Esta es la teoría de la relatividad especial, hallada por Einstein en su annus mirabilis de 1905. Pero el oficinista de patentes reparó de inmediato en que su idea implicaba que la gravedad de Newton era errónea, o al menos una teoría incompleta. Para Newton, la gravedad es una fuerza instantánea, y la relatividad no permite a ninguna fuerza viajar más deprisa que la luz. Esa generalización de la relatividad para abarcar los fenómenos gravitatorios fue lo que le costó diez años de exploración solitaria, al margen de casi toda la comunidad científica de su tiempo. Pero también se basó en una intuición fundamental: si una persona cae en caída libre, no sentirá su propio peso. Cualquier visitante de un parque de atracciones puede comprobar esa idea de Einstein. Y ahora hace cien años que sabemos que es correcta.

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