Estos monstruos viven cerca de ti (y pueden matarte)
Un viaje por el fascinante y aterrador universo de los parásitos
“No soy capaz de convencerme de que un Dios benévolo y omnipotente haya creado con su diseño los icneumónidos con la intención expresa de que sus larvas se alimenten en el interior de los cuerpos vivos de las orugas”, escribe Charles Darwin en una carta al naturalista estadounidense Asa Gray. Darwin encontraba difícil conciliar la obra del Dios cristiano en el que hasta entonces había creído con su nueva visión de la naturaleza, en la que los organismos luchan por sobrevivir y reproducirse, y existen criaturas terribles como los icneumónidos, diminutas avispas del orden himenópteros con más de 600.000 especies distribuidas por todo el mundo.
En la Tierra viven 8,7 millones de especies. Y no todas son amistosas. Los parásitos son las formas de vida más exitosas y terroríficas de la Tierra. Y también uno de los motores de la evolución. Dan forma a los diferentes ecosistemas, y gracias a ellos (y en ocasiones también gracias a la Viagra) disfrutamos del sexo, que en realidad no es más que un mecanismo de defensa: con la reproducción sexual, los organismos adquirieron la posibilidad de mezclar sus materiales genéticos, creando barreras de defensa, diferentes en cada individuo, que dificultan o impiden la colonización parasitaria.
Casi todos los seres vivos tenemos un primo parásito en la familia. De hecho, antes de convertirnos en humanos (y algunos, incluso después) también fuimos parásitos: gracias al estudio de un organismo eucariota descubierto en las tripas de un caracol, una especie de ameba depredadora a la que bautizaron como Capsaspora owczarzaki, los científicos creen haber descubierto cómo los organismos unicelulares comenzaron a juntarse para formar los diferentes tejidos y entes pluricelulares de los que surgió toda la variedad de formas de vida animal, incluidas las personas. En su libro Parásitos, el extraño mundo de las criaturas más peligrosas de la naturaleza (Capitán Swing), el científico divulgador Carl Zimmer describe la aterradora fascinación que provocan estas criaturas. “La sensación de estar rodeado por unos cuantos millones de parásitos es difícil de describir con palabras. Si acercas la cara a un frasco lleno de unas elegantes cintas, unas tenias extraídas de un puercoespín, no puedes dejar de admirar sus cientos de segmentos, cada uno con sus propios órganos sexuales masculino y femenino, todos ellos rebosantes de vida y atrapados en estos líquidos conservantes como en una fotografía. Entonces, solo por un segundo, empiezas a temer que esa criatura se empiece a mover, que de repente empiece a contonearse, rompa el vidrio y se escape”. Los parásitos han encontrado sus nichos biológicos en todo tipo de seres. A diferencia de los simbiontes, que se asocian para conseguir un mutuo beneficio, los parásitos viven a costa de otros y a menudo acaban con ellos. Su ciclo vital exige pasar por uno o varios colaboradores involuntarios para reproducirse. Y a veces, entre esas escalas estamos los humanos.
Millones de años de evolución les han permitido desarrollar sofisticados mecanismos de control mental. Como Toxoplasma gondii, el protozoo responsable de la toxoplasmosis, que consigue que los ratones se comporten como superhéroes delante de los gatos para que estos se los coman, ya que solo se reproducen en el intestino de los felinos. Toxo también puede invadir el cerebro humano e influir en su conducta, desarrollando quistes que aumentan los niveles de dopamina y provocan comportamientos temerarios o un aumento de la agresividad (como las avispas prehistóricas de la serie de televisión Fortitude).
Los caracoles infectados por el infame Leucochloridium paradoxum, un tipo de gusano tremátodo, sufren una terrible metamorfosis antes de suicidarse. Los pobres gasterópodos ingieren excrementos de pájaro con las larvas del gusano, que se desarrollan dentro de los ojos del molusco, transformándolos en una extremidad palpitante y llamativa. También controlan el sistema nervioso del caracol que, convertido en un títere, saca sus cuernos al sol para que se lo coman los pajaritos, reiniciando de nuevo el ciclo. El Dicrocoelium dendriticum, otro perverso tremátodo, comienza su ciclo en el hígado de animales herbívoros como las ovejas. Sus huevos son expulsados a través de las heces y pasan a infectar a caracoles, que a su vez producen unas mucosidades que atraen a las hormigas. Una vez infectada, la hormiga sigue comportándose como una más de su colonia, pero cuando cae la tarde, se sale de la fila y se sube a lo alto de una brizna de hierba, se sujeta mordiendo con fuerza y espera a que pase algún animal y se la coma. Si cuando amanece la hormiga sigue viva, regresa a su colonia como si nada hubiese ocurrido; hasta el atardecer, cuando el insecto regresa a otra brizna de hierba a contar ovejitas.
Para comportamientos retorcidos, el de Sacculina carcini, el siniestro percebe castrador, un cirrípedo maxilópodo parásito de los cangrejos capaz de anular la acción de las hormonas masculinas hasta que el animal toma apariencia de hembra y cuida instintivamente la bolsa de huevas del inquilino, que cree suyas, como la más amorosa de las madres. Y luego está Cymothoa exigua, un crustáceo isópodo de la familia de los cimotoideos que se pega a la lengua de los peces para beberse su sangre y, tras necrosarla, sustituirla por su propio cuerpo.
Las larvas de Glyptapanteles, un género de avispas endoparásitas de distribución mundial, se distinguen por su habilidad de manipular a sus huéspedes —orugas de mariposas como Lymantria dispar o Thyrinteina leucocerae— para que las protejan. Las hembras inyectan hasta 80 huevos que, una vez transformados en larvas, se alimentarán de la oruga viva, para luego emerger y convertirse en pupas. La oruga permanece cerca de las pupas del parasitoide y a veces las cubre con su seda, para que no cojan frío. Mientras, una o dos larvas permanecen dentro del cuerpo y, tomando el control de su organismo, le provocan violentos espasmos que alejan a los depredadores de sus hermanas.
Las orugas de la hormiguera de lunares, una mariposa del género Phengaris, emplean la “estrategia del cuco” para infiltrarse en los nidos de Myrmica schencki haciéndose pasar por larvas de hormiga para comer por la gorra. Su némesis es la hembra de avispa Ichneumon eumerus, uno de los malvados icneumónidos que asustaban a Darwin. Atraída por el olor de las orugas, la avispa se acerca al nido de las hormigas Myrmica que, azuzadas por sus feromonas, comienzan a atacarse entre ellas. Aprovechando la confusión, la avispa se adentra en la colonia e insemina con sus huevos las orugas usurpadoras, que acabarán sirviendo de alimento a sus crías.
La avispa esmeralda (Ampulex compressa), un himenóptero apócrito de la familia Ampulicidae, es el terror de las cucarachas. Como la cucaracha es mucho más grande que ella y no puede arrastrarla, usa su veneno neurotóxico para convertirla en un zombi; después, le corta los extremos de las antenas y, manejándolas como las bridas de un caballo, la conduce hasta su madriguera, ¡arre! Más tarde pone los huevos en el tórax de la cucaracha y cierra su guarida con piedras hasta que salen las crías, qué monas, y se la comen viva, empezando primero por los órganos no vitales, para que les dure más. Para arrear a su presa, la avispa esmeralda pica a la cucaracha en un ganglio torácico que deja semiparalizado el primer par de patas; esto facilita una segunda picadura en un punto cuidadosamente escogido del cerebro, el que controla el reflejo de escape. No es el único himenóptero que hace estas cosas. Las avispas del género Pepsis alimentan a sus bebés con tarántulas vivas a las que paralizan con su veneno tras una lucha cuerpo a cuerpo en la que, aunque la araña es mucho mayor que la avispa, casi siempre gana mamá.
En África tropical hay ciertas moscas llamadas tumbu (Cordylobia antropóphaga) que tienen como mala costumbre poner sus larvas en los cuerpos humanos. Te van comiendo por dentro y, cuando se cansan de tu sabor, les da por salir, produciendo miasis cutáneas, una especie de forúnculo abierto por el que la larva –un gusano blanco y palpitante– escapa al exterior. Otro díptero que puede convertir tus carnes en potitos para sus pequeñuelos es la mosca Dermatobia hominis, también conocida como rezno o tórsalo y residente en Centro y Sudamérica. El Loa loa o gusano africano del ojo, indeseable parásito al que no es difícil tener ojeriza, es un gusano nematodo del grosor de un hilo que se aloja en la trompa de algunos tábanos africanos. Cuando este te pica, la larva comienza a alimentarse y a crecer lentamente (la muy cabrita no da síntomas) bajo la piel, hasta convertirse en un individuo adulto en un proceso que puede durar varios años. Entonces se va de viaje por los tejidos blandos del cuerpo y, si se encuentra con otro individuo del otro sexo, copulan y liberan nuevas larvas llamadas microfilarias. Puede alojarse en el corazón, el cerebro, los testículos o la vagina, aunque se suele descubrir cuando asoma por los ojos. La palabra más suave para describirlo es repugnante, aunque existen otros parásitos aún más inmundos: el alevoso Wuchereria bancrofti, un gusano microscópico trasmitido por varias especies de mosquitos y de tábanos tropicales, ha atormentado a los humanos desde el origen de los tiempos. Su síntoma más llamativo es la elefantiasis, una inflamación de los vasos y ganglios linfáticos que provoca aumento bestial del tamaño los genitales y deformación de las extremidades. Como curiosidad, los chiefs o reyes de algunas tribus africanas solían ser elegidos entre varones enfermos de elefantiasis, por aquello del tamaño de los testículos, un argumento de peso.
El imperio de los parásitos no se limita al reino animal. EL hongo Ophiocordyceps unilateralis, un ascomiceto de la familia Clavicipitaceae, manipula a las hormigas carpinteras Camponotus) y otros insectos como si fuesen títeres. Empleando enzimas que perforan la cutícula de la hormiga, las esporas del hongo penetran en el cuerpo del insecto, donde empiezan a digerir los tejidos no vitales, controlando su sistema nervioso y provocando que la hormiga se encarame al tallo de una planta donde se fija con sus mandíbulas. El hongo continúa creciendo hasta que su micelio invade más tejidos blandos y refuerza el exoesqueleto de la hormiga anclándose a la planta. Cuando el hongo está preparado para reproducirse, sus esporocarpos brotan de la cabeza de la hormiga y se abren liberando las esporas. Este agónico proceso puede durar diez días.
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