Falsas dicotomías
Debemos crear zonas protegidas en las que volvamos a atrevernos a desechar el pensamiento que obedece a la lealtad a un clan y ensayemos otro sin barreras; que nos dejemos convencer por el contrario
Hace algunos años, en Estados Unidos, me encontraba en un restaurante chino con un numeroso grupo de investigadores después de un congreso. Como es habitual en estos casos, estábamos pensando pedir varios platos para compartir. Las y los presentes empezaron a enumerar sus preferencias culinarias o sus alergias. Yo dije que a mí me gustaba todo menos la carne de cerdo. Al oírlo, uno de los participantes de más edad se volvió hacia mí y me preguntó: “¿Cómo es que no come carne de cerdo siendo alemana?”. El comentario me dejó tan perpleja que no se me ocurrió nada mejor que contestar: “Hoy en día hay hasta alemanes pacifistas, así que imagínese”.
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Efectivamente, los esquemas simples forman parte del repertorio corriente del pensamiento o el discurso sobre las culturas o las personas. A todas y todos nos pasa alguna vez que, sin darnos cuenta, pensamos siguiendo cadenas de asociaciones preconcebidas y obedeciendo a resentimientos. Ahora bien, hay estereotipos consistentes en falsas dicotomías que no solo menoscaban la fantasía individual, sino que restringen fatalmente el espacio de los debates políticos, construyen trampas imaginarias que se nos presentan como lógicas pero no lo son, e insinúan que hay que elegir por fuerza entre opciones mutuamente excluyentes que, en realidad, no se excluyen en absoluto. En consecuencia, estos patrones de pensamiento nos confunden al presionarnos para que elijamos entre dos variantes que no nos convencen, o que ni siquiera son variantes.
Muchos debates internacionales están marcados por estas oposiciones falaces. Se supone que tenemos que dar prioridad a las necesidades de los emigrantes o a las de los trabajadores, como si fuese tan fácil distinguir ambos grupos sociales. ¿Qué planta industrial, qué fábrica de automóviles, qué cosecha agrícola de Europa o Latinoamérica no depende de la mano de obra venida de fuera? Nos dicen que no nos queda más remedio que decidir con quién nos solidarizamos, si con la población socialmente excluida del campo, de las regiones desfavorecidas, de los núcleos despoblados, o con los habitantes de las ciudades marginados a causa de su cultura o su religión. Al parecer, tenemos que optar por dar prioridad a los conflictos políticos o a los culturales. Sin embargo, ambos son inseparables. La redistribución social y el reconocimiento político y cultural no son asuntos que se puedan reducir a una cuestión de o lo uno, o lo otro.
La redistribución social no es un asunto que se pueda reducir a una cuestión de o lo uno, o lo otro
La lista de ejemplos que pretenden presentarnos la realidad depurada de su complejidad moral o social ya sea en Latinoamérica, Europa, Estados Unidos u Oriente Próximo es asombrosa. Las falsas dicotomías empleadas deliberadamente no dejan de aumentar. Pretenden abreviar el discurso eliminando las ambivalencias incómodas, las laboriosas precisiones, los cuestionamientos minuciosos, y fomentan la ya pronunciada dinámica de la polarización en la esfera pública democrática. De este modo, los juicios particulares se conectan con otros supuestamente derivados de ellos, como si solo se pudiese pensar o sentir en amasijos indiferenciados. Se diría que la estructura del discurso se ha adaptado al modelo televisivo, que la lógica del sí o no de los concursos de la televisión ha truncado el pensamiento social y político. Tras décadas de programas de entrevistas que no tienen el menor interés en comprender de verdad los fenómenos sociales, económicos y culturales, la cultura de la ponderación se ha atrofiado.
Se insinúa que no es posible estar al mismo tiempo en contra de la extradición de Julian Assange a Estados Unidos y a favor del esclarecimiento en los tribunales de las acusaciones de violación por parte de Suecia. La compleja crónica de los activistas de WikiLeaks, que por un lado ha puesto a disposición de la opinión pública numerosos documentos sobre los crímenes de guerra de los soldados estadounidenses, mientras que por otra ha rehuido la investigación de la Fiscalía, constituye una historia ambivalente que se purga de todo lo que obstaculice un juicio simple. Algunos ideólogos quieren que el relato y las posiciones de nuestra época sean claros y escuetos, que no nos turben, que no nos exijan el esfuerzo de la reflexión. Se nos quiere empujar a las lealtades incondicionales, al “nosotros contra ellos”. El examen autocrítico, el debate incierto tienen que quedar cada vez más aletargados.
En una de sus Lecciones de Fráncfort, la poeta Ingeborg Bachmann habló en una ocasión de un “pensamiento que, al principio, no está preocupado aún por la dirección a seguir; un pensamiento que aspira al conocimiento y que, con el lenguaje y a través del lenguaje, quiere llegar a algo”. Prescindiendo de aquellos que no quieren llegar a algo con el lenguaje, sino con la violencia, el hecho es que ese pensamiento al que todavía no preocupa la dirección a seguir, que todavía no sabe, o afirma saber, qué está bien y qué está mal, que no tiene un juicio hecho antes de saber cómo podría formárselo, se ha vuelto cada vez más escaso. Cada vez es más infrecuente el pensamiento que aspira al conocimiento; el pensamiento curioso que se abre a las ideas, las informaciones y los argumentos de los que se puede aprender algo y con los que se puede comprender y descubrir.
Algunos ideólogos quieren que el relato de nuestra época sea claro y escueto, que no exija el esfuerzo de la reflexión
Sin embargo, hoy en día hay numerosas cuestiones sociales, políticas y económicas acerca de las cuales cabe el disentimiento razonable, en relación con las cuales sería del todo obvia y legítima la incertidumbre sobre qué está bien y qué está mal, y en torno a las cuales la dirección del pensamiento no debe de ningún modo estar prefijada, porque la mayoría de las veces también los hechos, una vez establecidos, no hacen sino definir una tarea. El pensamiento al que se refería Bachmann es, sin duda, exigente y arriesgado; reclama de nosotros que estemos dispuestos a admitir los errores y a descubrir los puntos ciegos de la propia socialización o el propio entorno, así como que nos aventuremos a adoptar la perspectiva de otros para comprobar qué se puede ver o pensar desde allí.
Sin embargo, hoy por hoy, la esfera pública, cada vez más polarizada y fragmentada, está dominada por un pensamiento que quiere ser siempre acabado y cerrado, que permite la duda solo cuando se trata de las posiciones ajenas, pero no de las propias, que dicta a qué afirmaciones y a qué ideas adherirse de acuerdo exclusivamente con lo que siempre se ha creído y pensado.
Es urgente que volvamos a generar y utilizar espacios en los que se pueda practicar un pensamiento y un lenguaje que rechacen estas falsas dicotomías. Debemos crear zonas protegidas en nuestras casas, en las escuelas, en los teatros, en las plazas públicas, en las discotecas y en las iglesias, pero también en los periódicos y en las redes sociales, en las que volvamos a atrevernos a desechar el pensamiento que obedece a la lealtad a un clan y ensayemos otro sin barreras; zonas en las que también podamos equivocarnos y nos dejemos convencer por el contrario. En eso consiste la textura social de una democracia: en la búsqueda conjunta e incierta de un conocimiento, una experiencia y unas perspectivas que podamos compartir. Es una búsqueda que no admite precipitaciones ni menoscabos.
Carolin Emcke es periodista, escritora y filósofa, autora de Contra el odio (Taurus).
Traducción de News Clips.
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